EL ÁGUILA BICÉFALA: Dos enfoques de geopolítica

¿Lucha de poder o arreglos de mutuo interés? ¿Disuasión o negociación?  Esa es la cuestión.  En otras palabras: ¿cómo conjugar la seguridad con la prosperidad?  Y en inglés: ¿Zero sum or win win? De ello depende la paz. La pregunta es antigua pero hoy es crucial: paz significa vida; guerra significa extinción.

De los hititas en adelante fue común en los imperios estampar en sus blasones un águila de dos cabezas. En la heráldica europea el bicho bicéfalo simbolizaba la unión de Oriente y Occidente dentro del Imperio Bizantino.  También fue emblema del Sacro Imperio Romano Germánico, de los Habsburgo y de Rusia.  El ave de rapiña representaba al mismo tiempo poder y sabiduría, y en especial la unión de los contrarios — la razón y la fuerza– que es perenne dilema en todo imperio, y también de cada país por separado.  

En la Roma antigua esa peculiar ambivalencia la representaba el dios Jano, uno de los pocos sin antecedentes griegos.  Es el dios de las puertas, de los comienzos y los fines.  Sus dos caras miran al pasado y al futuro y así dieron su nombre al mes de enero.  Su templo, cerca del Foro, simbolizaba la paz y la guerra, marcando cambios significativos en la vida política y social.  Es apropiado, pienso, iniciar el año 2025 de nuestra era bajo los auspicios de su culto.

Las puertas del templo de Jano eran abiertas en tiempos de guerra, y eran cerradas en tiempos de paz. Bajo el reinado de Numa Pompilio (715-673 a.C) estuvieron cerradas, porque Roma estaba en paz, pero luego se mantuvieron abiertas durante más de 400 años. 

En nuestra era, en los Estados Unidos las puertas de Jano estuvieron cerradas durante sólo trece años.  En el resto de su historia el país estuvo en guerra (114 conflictos militares desde su independencia en 1776). En lo que va del siglo veintiuno las puertas han estado entreabiertas. Con la segunda administración del señor Trump cabe preguntar: ¿se cerrarán o se abrirán de par en par?

Esta introducción histórica nos permite encarar una cuestión fundamental de la relación entre estados: ¿Lucha de poder sin freno o arreglos de mutuo interés? ¿Disuasión o negociación?  Esa es la cuestión.  En otras palabras: ¿cómo conjugar la seguridad con la prosperidad; la rivalidad con la concertación?

Formulada la cuestión de esta manera disyuntiva, podemos afrontar por separado cada una de las dos vertientes básicas en el análisis geopolítico, tal como las han desarrollado sendas disciplinas – la ciencia política, por un lado, y la ciencia económica por otro, para luego discutir distintos escenarios de su relación.

En el estudio de las relaciones internacionales, la perspectiva realista (en especial la escuela del “realismo estructural”) suele tener buen valor explicativo. Su representante mas prestigioso es el profesor John Mearsheimer de la Universidad de Chicago. Sostiene que las grandes potencias buscan maximizar su seguridad alcanzando la hegemonía regional, ya que la supervivencia en un sistema anárquico (es decir sin un gobierno mundial) es su objetivo primordial. Critica la “hegemonía liberal” (por ejemplo, la postura imperial norteamericana después de la Guerra Fría) argumentando que los intentos de imponer valores liberales globalmente fracasan debido a la resistencia del nacionalismo y las diferencias culturales.  Los EE. UU. se pensaban un imperio indispensable.  Hoy son un imperio imposible.

Esta perspectiva sostiene que las políticas internacionales deben basarse (y de hecho en general se basan) en intereses estratégicos y no en ideales morales o éticos. Es la antigua lección de Maquiavelo. La guerra es una consecuencia lógica, pero no inevitable, de la competencia entre grandes potencias. En verdad, un sistema de este tipo tiene una lógica escalatoria (círculo vicioso y relación suma-cero) de la que es difícil escapar, pero ha habido casos de equilibrio de poderes o de disuasión mutua frente a la posibilidad de un exterminio colectivo.

Como ejemplo ilustrativo, se puede argumentar que la expansión de la OTAN hacia el Este amenazó los intereses estratégicos de Rusia, llevándola a actuar para proteger su seguridad y esfera de influencia.  En este marco, Rusia percibió a Ucrania como un punto crítico en su supervivencia estratégica, lo que explica su invasión como una respuesta racional según los principios del realismo estructural. 

¿Era inevitable tal desenlace?  No, si los Estados Unidos y sus aliados hubiesen elegido una estrategia alternativa a la expansión agresiva de la OTAN, y siempre dentro de una perspectiva realista, aceptando los intereses estratégicos de Rusia no como ex-potencia descartable después de la disolución de la Unión Soviética, sino como una potencia sucesora diferente pero ineludible en su región del planeta. Hoy, volver atrás en esa estrategia equivocada va a ser mucho más difícil que si se hubiera adoptado una estrategia “realista” alternativa desde el principio.

Hay varias formas de matizar y corregir la perspectiva realista estructural.  Como el ejemplo anterior ilustra, tal vez la más importante variación es la que da lugar a la percepción subjetiva, según el teorema sociológico de William I. Thomas.  El teorema establece que “si las personas definen las situaciones como reales, éstas son reales en sus consecuencias.” Las percepciones subjetivas (por ejemplo, la supuesta “irrelevancia” de la Rusia postsoviética primero, y el error contrario: el “agresivo imperialismo ruso” después del 2014, por parte de la dirigencia norteamericana) pueden influir en comportamientos y convertir situaciones inicialmente falsas en realidades muy distintas. Con percepciones falsas –voluntarias e involuntarias—el tradicional grupo de poder político y militar/industrial norteamericano se ha puesto a jugar a la guerra con un rival que no es un competidor de igual poder pero que está armado de ojivas nucleares.  Existe una posibilidad, tal vez lejana, no lo sé, que la entrante administración Trump termine con semejante veleidad suicida.

La segunda perspectiva en el estudio de relaciones internacionales es económica. Sabemos que la economía política fue un invento del iluminismo escocés del siglo dieciocho.  Desde Adam Smith en adelante, la disciplina se basa en una premisa y una promesa. La premisa es que la libertad económica y el libre comercio conducen a la prosperidad de los participantes y al enriquecimiento del conjunto. La promesa es que, al concentrarse en mejorar su interés material, los seres humanos domestican sus pasiones y moderan su lucha por el poder.  Negociar no es pelear.

En su libro Las pasiones y los intereses, el insigne economista e historiador Albert O. Hirschman analizó cómo, en los siglos diecisiete y dieciocho, los intereses materiales, antes condenados como avaricia, fueron resignificados como un mecanismo para contener las pasiones humanas destructivas (léase la lucha por el poder, el honor y la venganza).  Esa transformación ideológica permitió justificar el capitalismo emergente, argumentando que el bienestar general prospera cuando cada individuo persigue sus propios intereses. Un corolario era la paz social.

La premisa y la promesa llegan hasta nuestros días, con un “materialismo” distinto al del posterior marxismo, y debido al entusiasmo que la idea suscitaba en los albores del sistema económico moderno. Pero ya en Smith y los economistas posteriores asomaba la duda de que ese sistema contenía sus propias tensiones y tendencias destructivas.  Hoy en día, el capitalismo avanzado es víctima de sus propias disfunciones.  En pocas palabras, las principales son dos: la gran desigualdad que fractura a la sociedad, y el super-desarrollo que destruye al medio ambiente.

Producción/destrucción es el binomio inseparable de la economía moderna, la doble faz de su dios Jano.  La dinámica del sistema escapa a cualquier control; sus efectos internos y colaterales son preocupantes y no se ha encontrado una superación viable. Los intereses se muestran tan destructivos como las pasiones. El remedio prometido llega a ser tan malo como la enfermedad.

La anarquía preside tanto a la rivalidad de poder de las potencias como al crecimiento capitalista general. La ausencia de una autoridad superior de regulación –el objetivo anti-estado al que apuntan los nuevos libertarios— hace que la humanidad quede a merced de una supuesta autorregulación espontánea.  Esa fe vale tanto como una plegaria.  Dicho de otra manera, la racionalidad de las partes no se traduce en la racionalidad del conjunto. “La mano invisible” del mercado da con frecuencia fuertes bofetadas, con o sin inteligencia artificial.

 A nivel global, el capitalismo avanzado está sujeto a la misma tendencia que la descrita muchas veces en una escala menor, a saber: la tragedia de los comunes (Garrett Hardin, 1968). En resumen: el uso descontrolado de recursos compartidos, motivado por intereses individuales, puede llevar a su agotamiento, y esto perjudica a todos a largo plazo. En palabras de la película de Werner Herzog, El enigma de Kaspar Hauser, “cada uno para sí y Dios contra todos.”

Hay tres soluciones propuestas para escapar al dilema: regulación estatal, privatización, o acuerdos colectivos para gestionar recursos comunes de forma sostenible.  A nivel global, la ausencia de una autoridad supranacional (primera solución), y la rivalidad entre potencias (variante de la segunda), hace que sólo la tercera (acuerdos colectivos) pueda funcionar.  La demostración de esa tercera estrategia le valió a Elinor Olson el Premio Nobel de economía en 2009.

Esta argumentación me conduce a una pregunta final, en pos de la paz y de una vida sostenible y más tranquila para los seres humanos en el planeta. ¿Cómo se chocan o combinan las dos cabezas del águila bifronte? O si prefieren ¿Cómo dialogan o pelean los dos rostros del dios Jano?

La primera constatación es que resulta imprescindible favorecer la diplomacia “realista” y la negociación sobre la confrontación. Esta postura modera tanto la rivalidad inter-potencias como las disfunciones del mercado.  Lamentablemente las propuestas aislacionistas (tarifas, mercantilismo, etc.) de la nueva administración norteamericana supeditan la promesa del libre mercado a la rivalidad geopolítica. El problema es que todo conflicto nacionalista-militar en serio hoy desemboca en la probabilidad –no sólo la posibilidad–de una guerra nuclear, que hay que evitar de todos modos.

 Por suerte hay puntos de interés común entre todos los grandes poderes y el resto de las naciones respecto del medio ambiente, del cambio climático, de las presiones demográficas, de la asistencia humanitaria, y de las carreras armamentistas, para poder avanzar en discusiones sensatas. 

Con respecto a la seguridad mutua y la competencia por recursos y poder, hay algunos modos de evitar una escalada suicida.  Evitar esta tragedia según Mearsheimer es difícil, ya que los estados no pueden confiar en las intenciones de otros y deben priorizar estrategias como el equilibrio de poder (el tema de Kissinger) o delegar responsabilidades.  Sin embargo, una política exterior prudente podría mitigar riesgos, como sería evitar confrontaciones directas y manejar alianzas estratégicas.

Se me ocurre una imagen al respecto, y en relación con los Estados Unidos.  Como primus inter pares entre la mayoría de las naciones, este país debería jugar varias partidas simultáneas de ajedrez.  Con el único rival par (peer competitor) _que es China, debería jugar una sola y larga partida de Go. Y todo eso bajo la prohibición general y consensuada de no patear el tablero. ¿Estará esta “America First” a la altura del desafío?

Creo que los años venideros no serán propicios a una geopolítica sensata. Por lo tanto, debemos prepararnos a navegar por mares procelosos. Cada nación y las otras potencias deberán aportar una gran cuota de prudencia frente a la falencia de los Estados Unidos. Los países chantas y canallas (en inglés rogue countries [ejemplos: Corea del Norte en un campo, Israel en el otro]) deberán ser contenidos sin ofender a los grandes rivales. Tal vez así zafemos de un muy desagradable destino colectivo.

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Algunas Referencias

Garrett Harding, “The Tragedy of the Commons,” Science 162 (3859): 1243–1248, 1968.

Albert O. Hirschman, The Passions and the Interests.  Arguments for London Review of Books Capitalism Before its Triumph, Princeton: Princeton University Press, 1977.

Henry Kissinger, Diplomacy, New York: Simon and Schuster, 1994.

John Mearsheimer, The Tragedy of Great Powers Politics, New York: Norton, 2001.

John Mearsheimer and Jeffrey Sachs, Summit 2024, sobre las dos perspectivas geopolíticas. https://www.youtube.com/watch?v=uvFtyDy_Bt0

Elinor Ostrom, Governing the Commons: The Evolution of Institutions for Collective Action, Cambridge and New York: Cambridge University Press, 2015.

Tom Stevenson, “Ill-Suited to Reality,” sobre las ilusiones de la OTAN, London Review of Books, Vol.46, Number 15, 1 August 2024.

Eliot Weinberger, “Incoming,” sobre el gabinete de Trump, London Review of Books, Vol.46, Number 24, m 26 December 2024.

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