No se trata de reactivar la dinámica concentradora de precrisis sino de transformarla. Las políticas keynesianas pueden ayudar si hacen parte de una estrategia para salir de la crisis hacia un desarrollo justo y sustentable. “Mientras el 10% más rico del mundo recibe el 40% del ingreso mundial y el 10% más pobre apenas el 1%, los 1210 multimillonarios del planeta tienen una riqueza acumulada de 4,5 billones de dólares (equivalente al PBI anual de toda América Latina). Paralelamente, y de acuerdo con un reciente informe del Swiss Federal Institute of Technology, 147 entidades (entre 43.000 compañías globales) controlan, a través una compleja red de entrelazamientos, el 40% de todas las empresas transnacionales”.
Juan Gabriel Tokatlian, Profesor, Universidad Di Tella
Si se tratase de salir de la crisis y regresar a las andanzas financieras de precrisis con sus devastadores efectos, entonces podría ser suficiente adoptar tan sólo medidas inspiradas en políticas keynesianas. Ellas lograrían fortalecer la muy golpeada demanda agregada generando condiciones para una reactivación productiva y, de ahí, se restablecería una espiral que algunos (no este autor) denominan virtuosa por inducir crecimiento. Al expandirse la economía crecen los ingresos fiscales mientras se reduce el peso relativo de la deuda soberana. El sistema económico recupera su vigor, las expectativas cambian a positivas y, si primase cierta cordura, podrían hasta adoptarse nuevas regulaciones para prevenir que ocurran una vez más “excesos” en la gestión financiera.
Si en lugar de medidas keynesianas se aplicase un ajuste salvaje como sucede en países europeos, en verdad también algún día se saldría de la crisis sólo que dejando atrás un enorme tendal de víctimas. El ajuste abatiría el sobre endeudamiento y el déficit público a costa de sacrificar duramente el nivel de ingresos y de consumo. Como ocurre en casi todas las crisis, el mayor precio habría sido pagado por los más vulnerables y aquellos sectores con menor capacidad de reacción frente a una recesión. Al ordenar las cuentas se recompone el orden macroeconómico, se reactivan los motores económicos por una mayor productividad asentada en el retroceso salarial y, vaya sorpresa, paso a paso se restablece aquella espiral de crecimiento que algunos empecinados insisten en seguir llamando virtuosa.
En ambos casos se persigue el objetivo de recuperar lo perdido y restaurar, en todo lo posible, el orden de precrisis. Difieren en algo no menor y es que el costo social de un ajuste salvaje es infinitamente mayor que una salida de la crisis utilizando políticas de reactivación económica. En lo que sí coinciden es que, en principio, ambas estrategias no apuntan a transformar la dinámica económica prevaleciente antes de la crisis aunque, como las evidencias demuestran, haya sido ese tipo de dinámica concentradora la que nos condujo hacia la crisis. Decimos en principio por que en ambas estrategias podrían incluirse medidas de transformación de la dinámica concentradora, algo bastante poco probable teniendo en cuenta que son justamente los intereses financieros quienes más pesan al momento de definir las medidas específicas a aplicar en ambas estrategias.
Si no se lograse transformar los sustentos de las dinámicas concentradoras, el panorama volvería a complicarse. Tal vez mientras estuviese fresca la experiencia de crisis podría prevalecer una mayor dosis de prudencia ejerciendo cierto control sobre los “excesos” y las “externalidades no deseadas”. Sin embargo, si no se transformasen los mecanismos que llevan hacia la desaforada concentración contemporánea, la destrucción ambiental, la creciente desigualdad, la reproducción de la pobreza y la indigencia, el consumismo irresponsable, el avance del crimen organizado, el debilitamiento de la cohesión social, la poca representatividad de los liderazgos, los condicionamientos a la gobernabilidad democrática, no habrá forma de evitar que, tarde o temprano, de una forma u otra, esas enormes fuerzas retomen una trayectoria de desbordada alienación económica. Ellas definen el rumbo sistémico y nuestra forma de funcionar, imponen valores y opiniones, deciden dónde, cómo y cuándo invertir los concentrados ingresos del planeta.
Quien piense que estas expresiones constituyen una exageración sin fundamento haría bien en revisar el recuadro con que se inicia el artículo. El 40% de la riqueza mundial en manos del 10% de la población. De 7.000 millones de personas (personas, no números) que habitamos este planeta, el 0,000017 % (1.210 multimillonarios) posee una riqueza equivalente a la que todo un continente (América Latina) genera anualmente. No por casualidad, tan dramática situación se corresponde con una impresionante concentración de las decisiones de invertir los ahorros del mundo, qué producir, dónde hacerlo, cuando retraerse, si apoyamos la economía real o vamos por la especulación, si jugamos con las reglas institucionales o las violentamos, si respetamos la voluntad democrática o la alienamos y manipulamos: 147 entidades (entre 43.000 compañías globales) controlan el 40% de todas las empresas transnacionales.
Ante fuerzas de tal envergadura, la posibilidad de transformar el rumbo sistémico y dar paso a un desarrollo justo y sustentable va estrechamente asociada a conformar amplios frentes políticos en renovadas democracias, renovación sustentada en la concientización y movilización de inmensas mayorías poblacionales. Un esfuerzo laborioso, constante, permanente, alejado de soluciones mágicas y menos aun autoritarias. Ahí quizás el principal desafío para nuestras sociedades en este Siglo XXI.