Alternativas a la crisis global de la alimentación

Es necesario repensar la alimentación actual en su totalidad y actuar ya. Porque dadas las ventajas sistémicas de la malnutrición, la baja talla, la obesidad y las carencias de micro y macronutrientes, y dado que, a pesar del padecimiento individual, son funcionales al desenvolvimiento de la vida social, entonces, debemos esperar que esta sea la nueva forma del hambre en el nuevo milenio.

La expansión colonial de las potencias europeas va a encontrar en África, América y Asia no solo el oro que financió su desarrollo, sino también la posibilidad de cultivar el alimento más caro de su pirámide de precios: el azúcar, que pasará de endulzar las comidas de la realeza a sostener la alimentación de los pobres. El sistema de plantaciones del Caribe inaugura el comercio a gran escala de esclavos africanos (secuestrados para remediar el genocidio de los nativos). Tanto en América como en el Sudeste asiático, las plantaciones de azúcar (con sus trapiches para cristalizarla) se expandieron a expensas de selvas y culturas. A partir del siglo xvii, el azúcar barato inundó las cocinas de todo el mundo y financió metabólicamente la Revolución Industrial y –al destilar melaza para producir aguardiente– se convirtió en un arma de dominación territorial tanto como en un matahambre proletario10

Si el capitalismo mercantil extendió el comercio de azúcar por el mundo, el capitalismo industrial lo utilizó a fondo. Las fábricas se construyen sobre la planificación espacial de los trapiches. La energía de los trabajadores metropolitanos se aseguró con infusiones baratas venidas de ultramar. La energía –por el azúcar– y la sensación de saciedad y calor –mediante el agua caliente– dieron a los obreros lo que necesitaban para soportar largas horas de trabajo malamente remunerados. Ya que la aristocracia se apropiaba de la mayor parte de la producción alimentaria, los trabajadores aceptaron con gusto el azúcar barato. No hay que olvidar que el sabor dulce, justamente porque era escaso cuando se formó la anatomía de la especie, no va a ser rechazado, como bien lo comprobaron los abolicionistas europeos cuando llamaron –con poco éxito– a boicotear el consumo de azúcar para frenar el infame comercio de esclavos. 

Aun hoy, después de medio siglo de presión salubrista que pugna por reducir el azúcar en las dietas, dadas la magnitud y las consecuencias perniciosas de su consumo, el objetivo apenas se logra por sustitución con edulcorantes. Prácticamente todos los alimentos industrializados contienen azúcares (con la sacarosa y jarabe de alta fructosa entre los más comunes) porque aumenta tanto la palatabilidad como la conservación, y también está presente en forma «invisible» en alimentos salados que no se espera que la contengan.

El transporte de especies que siguió a la expansión colonial europea remodeló los ecosistemas promoviendo 15 géneros a escala planetaria, destruyendo el paisaje y la organización local en aras del rendimiento comercial. La industria alimentaria que surgió de esta abundancia transformó los alimentos a través de la conservación, mecanización, transporte, inocuidad controlada por sistemas expertos, publicidad y comercialización basada en redes mayoristas-minoristas de nivel planetario. Hoy, más que industrias, son 250 holdings altamente diversificados (empresas agrícolas, laboratorios de semillas, bancos, empresas de transporte, puertos, supermercados, etc.) a escala global los que deciden la dieta del comensal de las sociedades actuales11. Y como la escala baja el precio, se fabrica masivamente y se vende globalmente, de manera que compran para comer los mismos productos industrializados argentinos, chinos, franceses o nigerianos. Largas cadenas de comercialización llevan los envases a todos los rincones del planeta y convierten al comensal en consumidor. Son mercancías «buenas para vender antes que buenas para comer»12 porque a pesar de la diversidad de marcas, todas contienen lo mismo. El éxito de un alimento industrializado está en que se produzca a bajo costo de manera que, aunque el comprador lo desconozca, dentro del envase hay cosas que no faltarán porque abaratan costos: hidratos de carbono, grasas, sal y azúcar, junto con conservantes, saborizantes y colorantes13, entre las sustancias permitidas, y residuos de plásticos, fármacos y plaguicidas entre las no permitidas. La norma de nuestro tiempo es comer en soledad productos desconocidos, en envases individuales y, sobre todo, comer sin parar (24 horas los siete días de la semana) en cualquier lado y a toda hora. 

Los alimentos procesados sustituyeron a los productos naturales reduciendo el tiempo dedicado a cocinar (en una sociedad que paulatinamente deslegitimó las tareas reproductivas), los ultraprocesados sustituyen comidas enteras (como la «barrita de cereal» que sustituye el almuerzo en la oficina). Esta beneficiosa situación para la industria resultó muy cara para los consumidores, porque este tipo de alimentación (junto con la reducción del movimiento) son considerados responsables de las enfermedades crónicas no transmisibles (diabetes, hipertensión, colesterolemia, acv, etc.) que aquejan al mundo actual hasta el punto de convertirse en pandemias: la obesidad es la primera pandemia no infecciosa declarada como tal por la Organización Mundial de la Salud (oms)14

En un artículo anterior, hemos abordado la crisis de la alimentación15, que hoy se presenta como estructural (alcanza simultáneamente la producción, la distribución y el consumo), paradójica (habiendo alimentos para todos, existen 800 millones de desnutridos16) y terminal (la contaminación probablemente haya superado las capacidades autodepuradoras de todos los ecosistemas). 

En la producción, soportamos una crisis de calidad (exceso de hidratos de carbono, grasas y azúcares con situación crítica en micronutrientes como vitaminas, hierro y calcio) y de sustentabilidad (si se continúa con el modelo extractivista de agricultura química, ganadería farmacológica y pesca depredatoria, el deterioro del medio ambiente compromete la producción futura). Como la distribución se realiza a través de mecanismos de mercado, hay una crisis de equidad, porque los alimentos no van donde se necesitan sino donde pueden pagarlos, con consecuencias nefastas en la población, como el subconsumo y sobreconsumo, ambos insalubres. Y respecto del consumo, soportamos una crisis de comensalidad, ya que la comida industrial ha sustituido todos los patrones locales boicoteando las identidades alimentarias (que son parte de la identidad) y borrando la comida casera y la mesa en un picoteo permanente de «ocnis»: objetos comestibles no identificados17

El extraordinario crecimiento de la disponibilidad de alimentos en el siglo xxi no garantizó el fin del hambre ni de las enfermedades de base alimentaria. Con una disponibilidad aparente de 3.200 kcal/persona/día como promedio global (lo que implica una producción capaz de alimentar a 10.000 millones de personas), los 8.000 millones de personas que hoy habitan el planeta deberían acceder a las 2.000 kcal/persona/día recomendadas por los nutricionistas. Se oculta que 30% de los alimentos producidos se pierden en transporte e industrialización, se desperdician (por mal manejo) o se tiran (para mantener los precios). Y se oculta que a medida que el sistema alimentario se globalizaba hasta ser, como hoy, un sistema-mundo, con enclaves productivos y nichos de mercado, el hambre ya no depende de causas naturales (sequías, inundaciones), sino económicas (acceso a los alimentos), y entre los que sí pueden comprar se invirtieron los cuerpos de clase del pasado: ahora los pobres tienen mayor probabilidad de ser gordos mientras que los ricos pueden mantenerse flacos, ambos con enfermedades específicas asociadas a esos cuerpos. 

Hoy es más fácil encontrar sobrepeso y obesidad en la pobreza que en la riqueza. Porque los pobres del mundo compran (o reciben) alimentos rendidores (procesados por la industria global) llenos de energía (barata) y carentes de micronutrientes (caros). A esta malnutrición también se la ha llamado el hambre oculto: porque encubre con la abundancia (de pan, papas, grasa y azúcar) todos los males de la escasez (de carnes, lácteos, frutas y verduras). Lo penoso es que los propios damnificados no cuestionan el carácter social de su condena, porque siglos de asociar los cuerpos opulentos al bienestar hacen que el sobrepeso no funcione como un alerta sanitario; a lo sumo se ve como una molestia estética. 

A esta malnutrición inducida por la industria (porque es la oferta hegemónica en las ciudades) podemos verla como funcional al desenvolvimiento de la vida social, económica y política. Con esta configuración del consumo todos parecen obtener algún beneficio: la población, el mercado y el Estado, solo que en esta especie de juego perverso los seres humanos están condenados a perder de antemano por el solo hecho de jugarlo. 

Para los pobres es ganancia porque, al revés de lo ocurrido en el pasado, ahora comen. Mal, pero comen. Pueden desarrollar su vida, aprender, trabajar, reproducirse, participar de las actividades sociales, etc. Se trata de una organización del consumo insalubre pero inclusiva. Las carencias de micronutrientes, la inmunodepresión o la infección se visibilizan en el largo plazo y como padecimiento individual (mayor sensibilidad a las infecciones, menor nivel de aprendizaje, nacimientos de bajo peso, anemias, etc.). El sistema médico tiene respuestas clínicas (individuales). Atiende, controla, legitima, normatiza y medica, lo que resulta en la ampliación de sus funciones (de tratar la enfermedad a controlar la salud). La industria farmacéutica se amplía con la medicalización de los alimentos (fortificados). La malnutrición es funcional también para el sistema agroalimentario, ya que aun el consumo limitado de los pobres permite la creación de un mercado que produce ganancias (y sin duda más ganancias que la ausencia de consumo de una población hambreada o que un consumo en un sistema alternativo, informal, de autoproducción y autoconsumo). 

Cuando el consumo de los hogares baja a niveles críticos, el Estado complementa con los mismos alimentos procesados de su consumo insalubre. Ya sea por economía (baratos), por logística (secos, envasados fáciles de transportar) o por aceptación (son los mismos fideos, aceites y azúcar que comen cuando pueden comprar), para el mercado hasta simplifican la demanda. También son funcionales al componente político, que genera clientela partidaria mediante planes que bajan la conflictividad social.

Son funcionales a la organización económica porque los malnutridos trabajan, producen incluso con baja productividad, en los mercados de trabajo urbanos formal e informal. Funcionales a las concepciones que tienen sobre sí mismos y sobre los otros los diferentes sectores, porque marcan, delimitan, relacionan, oponen y complementan visiones de la vida, la sociedad y el cuerpo, en parte marcando, en parte enmascarando las relaciones entre ellas.

 Si nuestro análisis ha sido certero, es necesario repensar la alimentación actual en su totalidad y actuar ya. Porque dadas las ventajas sistémicas de la malnutrición, la baja talla, la obesidad y las carencias de micro y macronutrientes, y dado que, a pesar del padecimiento individual, son funcionales al desenvolvimiento de la vida social, entonces, debemos esperar que esta sea la nueva forma del hambre en el nuevo milenio.

10. Sidney Mintz: Dulzura y poder. El lugar del azúcar en la historia moderna, Siglo XXI Editores, Madrid, 1996.

11.Raj Patel: Obesos y famélicos. Globalización, hambre y negocios en el nuevo sistema alimentario mundial, Marea, Buenos Aires, 2008.

12.M. Harris: ob. cit.

13.Marion Nestle: Food Politics: How the Food Industry Influences Nutrition and Health, University of California Press, Berkeley, 2003.

14.Margaret Chan: «Alocución de la Dra. Margaret Chan, Directora General, a la 66.ª Asamblea Mundial de la Salud», 20/5/2013, disponible en www.who.int/dg/speeches/2013/world_health_assembly_20130520/es.

15.P. Aguirre: «Alternativas a la crisis global de la alimentación» en Nueva Sociedad No 202, 3-4/2016, disponible en www.nuso.org.

16.FAO, FIDA, UNICEF, PMA y OMS: «El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo. Fomentando la resiliencia climática en aras de la seguridad alimentaria y la nutrición», Roma, 2018.

17.Claude Fischler: El (h)omnívoro. El cuerpo, la cocina y el gusto, Anagrama, Barcelona, 1995.

Párrafos seleccionados del artículo publicado en Nueva Sociedad 311 / Mayo – Junio 2024

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