Hace ya millones de años que la especie humana se diferenció del resto de los primates a través de su evolución biológica, convirtiéndose en la especie animal dominante en el planeta. Sin embargo, hace sólo algo más de medio siglo también se convirtió en la única especie capaz de producir un cataclismo biológico que podría destruir no sólo a la especie humana como la conocemos sino también a muchísimas otras. El comportamiento belicista de las sociedades humanas no ha cambiado en los últimos milenios. Las guerras devastadoras han sido un aspecto permanente del comportamiento social. Los medios han ido cambiando a medida que progresaron la tecnología y la organización bélica; pero los fines han sido siempre los mismos. Grupos sociales conducidos por líderes políticos han intentado o han procedido a arrebatar recursos a otros grupos sociales, a su vez dotados de liderazgo político. Desde poco más de medio siglo se dio un salto cualitativo en el potencial destructivo de la sociedad humana con la fabricación y utilización (en 1945) de armas nucleares. En un comienzo un solo país tuvo el monopolio de la tecnología nuclear bélica. Pero luego, cuando fueron dos las potencias atómicas, se dio la situación que si alguna utilizara sólo una fracción de su potencial para imponerse sobre sus adversarios, la destrucción directa producida por las armas nucleares más la indirecta producida por el invierno nuclear resultante implicaría muy probablemente la destrucción de la especie humana.
Los acervos nucleares han ido creciendo en cantidad y en calidad, y cada vez más países se incorporan al “club nuclear” (en forma abierta o solapada), aumentando la probabilidad de que se produzca un imprevisto encadenamiento de sucesos negativos. Quienes analicen los acontecimientos mundiales de los 30 años que precedieron a 1914 reconocerán esa dinámica de sucesos. La codicia de los gobiernos de los países fuertes por apropiarse de los recursos de los países débiles para no verse rezagados en la feroz competencia por el predominio global fue generando chisporroteos crecientes entre las principales potencias desde fines del siglo XIX. Y las alianzas producidas fueron conformando los dos bloques que finalmente se enfrentaron en la “guerra total”.
La cultura militarista y expansionista prevaleciente en Alemania y en Japón desencadenó la 2ª Guerra Mundial, aún mucho más devastadora que la primera, y sólo 21 años después. La lógica subyacente de lucha por el predominio global seguía presente. El último “episodio” de esta guerra fue la destrucción de Hiroshima y Nagasaki generando la inmediata rendición de Japón. Este episodio marcó el punto de transición a la “era atómica”, cargada de riesgos para la especie humana.
Los responsables de la decisión estadounidense justificaron Hiroshima con cálculos de cuántas vidas estadounidenses hubiera costado una invasión al Japón si éste no se rendía rápidamente. Pero estos números escondían realidades más complejas y tenebrosas, apenas sugeridas por observaciones como la de Henry Stimson, Secretario de Guerra, de que sabían que Japón “había ido tan lejos como hacer propuestas tentativas al gobierno soviético, esperando utilizar a los rusos como mediadores de una paz negociada.”[[The Decision to Use the Atomic Bomb, publicado en la edición de febrero de 1947 de Harper’s Magazine.]] Stimson no menciona que desde las conferencias de Teherán y Yalta estaba programado que la ofensiva soviética sobre Japón comenzaría tres meses después de la rendición de Alemania, o sea, el 9 de agosto de 1945. EE.UU. se anticipó a esa fecha con las dos bombas pero la rendición se produjo el 14 de agosto, cuando la invasión soviética de Manchuria (hasta entonces ocupada por Japón) estaba bien avanzada. No era tanto los posibles estadounidenses muertos en una invasión terrestre lo que apuró el lanzamiento de las bombas sino la cercanía de un ataque soviético masivo, que cambiaría el tablero en el Japón derrotado. Hiroshima fue así el primer acto de la Guerra Fría [[Esta interpretación de los motivos de Hiroshima se debe al físico inglés Patrick M. S. Blackett, ganador del Premio Nobel en 1948, quien la expuso muy elocuentemente ese mismo año en su libro Fear, War and the Bomb: Military and Political Consequences of Atomic Energy.]] Mostraba un triunfo abrumador de EE.UU. no sobre Japón sino sobre su nuevo enemigo (la URSS). Advertía que ostentaba el monopolio sobre una nueva arma de poder destructivo descomunal que le daba el control completo de Japón (evitando así el reparto que sí tuvo lugar en Europa según los acuerdos de Yalta).
Si una gran potencia (ni más ni menos ambiciosa que las demás) utilizó la destrucción nuclear masiva cuando no era necesaria para su defensa, es de presumir que cualquier potencia podría utilizarla en una coyuntura en que se sintiese gravemente amenazada, el tipo de situaciones que se ha repetido muchas veces a lo largo de la historia. Durante la extendida Guerra Fría hubo varias instancias de grave peligro de conflicto nuclear, siendo la más destacada la “crisis de los misiles” de Cuba en 1962.
No obstante, numerosos analistas de las relaciones internacionales aún le dan importancia al hecho que desde Hiroshima no ha habido un conflicto en el que se usaran armas atómicas. La historia muestra que siempre se han generado conflictos entre grandes potencias y que en esas instancias los rivales han utilizado todo su poder de fuego. Reclamos por pasadas pérdidas territoriales, reales o ficticias, o ansias de apropiación de nuevos territorios o recursos han suscitado guerras entre potencias a lo largo de la historia y nada indica que ello cambie en el futuro. En tales procesos siempre se acudió a la manipulación de las masas para desencadenar la histeria bélica, el ataque a los pacifistas, y la disposición patriótica a encarar grandes sacrificios personales.
Desde que la Unión Soviética logró generar su propio arsenal nuclear, la idea de la “destrucción mutuamente asegurada” (DMA) por parte de dos o más partes dotadas de armamentos nucleares añade un ingrediente nuevo a la dinámica de los conflictos bélicos. Muchos piensan que la DMA constituye un disuasivo fundamental de la guerra nuclear en gran escala: que ninguna de las partes de un conflicto utilizará su potencial nuclear si sabe que el oponente puede sobrevivir lo suficiente a un primer ataque como para también destruir al que lo lanza. Pero la presunción de racionalidad entre los oponentes que subyace en este concepto de la DMA como disuasivo, se contrapone con la irracionalidad que ha motorizado los conflictos bélicos en el pasado.
Los últimos 200 años de historia muestran que grandes grupos humanos han estado dispuestos a sacrificar sus propias vidas siguiendo liderazgos muchas veces mesiánicos, lo cual entraña una racionalidad (o irracionalidad) muy diferente de la que sugiere el frío análisis de las opciones militares. Guerras en gran escala constituyen procesos de gran complejidad, donde componentes irracionales del accionar humano (particularmente de los líderes, pero también de las masas, manipuladas por sofisticados aparatos de propaganda) juegan un rol trascendental. [[Recuérdese jugadas tan riesgosas (y tan autodestructivas) como los ataques de Napoleón (1812) y Hitler (1941) a Rusia. El de Hitler es doblemente asombroso ya que conocía bien lo que le deparó a Napoleón y, sin embargo, cayó en la misma tentación.]] Por ello, no es razonable confiar en teóricos análisis de costo-beneficio ni en los juegos de guerra de los burócratas militares.
Que en 65 años no se haya producido una guerra nuclear sólo significa que durante ese lapso no se dieron las circunstancias necesarias, que sí pueden surgir en el futuro. El tablero mundial puede transformarse con gran rapidez. Los países más poderosos dicen y aparentan practicar el desarme nuclear entre ellos y fomentar la no-proliferación en los países no-nucleares, pero en realidad nunca han dejado de modernizar sus acervos nucleares y han contribuido mucho a la proliferación nuclear en países considerados aliados.
Mientras eran aliados, la Unión Soviética transfirió a China tecnología nuclear vital, incluyendo un reactor nuclear experimental, equipamiento para el procesamiento de uranio y para una planta de difusión gaseosa, así como un ciclotrón. El proceso se detuvo cuando comenzó a gestarse el cisma chino-soviético a comienzos de los años 60 pero había avanzado lo suficiente como para que China produjera su primera detonación nuclear en 1964.
Gran Bretaña estuvo íntimamente ligada desde sus inicios al Proyecto Manhattan, que produjo las bombas que fueron arrojadas en Hiroshima y Nagasaki. Detonó en forma independiente su primera bomba atómica en 1952 y, al ser un aliado privilegiado de EE.UU. siempre tuvo acceso a las los resultados de las detonaciones experimentales norteamericanas.
Gran Bretaña, Canadá y EE.UU. ayudaron a India a desarrollar su primer reactor nuclear. El lobby nuclear argumentó que se necesitaban armas nucleares para contrarrestar armas nucleares. La primera detonación nuclear china fue en 1964 sólo dos años después de la guerra fronteriza entre India y China, y fue un acicate importante para el programa nuclear indio, que logró su primera detonación nuclear en 1974.
En otra zona caliente del planeta, tanto Francia como Gran Bretaña (y posteriormente EE.UU.) ayudaron a convertir a Israel en potencia nuclear. El capítulo más destacado tuvo lugar en 1956, durante la Crisis del Canal de Suez. Gran Bretaña y Francia atacaron a Egipto desde el Mediterráneo e Israel desde el Sinaí. En el contexto de esa alianza Francia proveería a Israel un reactor nuclear. Bajo la amenaza de intervención soviética, EE.UU. (aún gobernado por un Eisenhower adverso a las pretensiones del establishment industrial-militar) conminó a Gran Bretaña, Francia e Israel a dar marcha atrás con la invasión. Pero la entrega del reactor se produjo y la colaboración nuclear de Francia continuó hasta 1966.
Las potencias ejercitan fuerte presión sobre países que consideran enemigos cuando pretenden avanzar en el enriquecimiento de uranio. Sin embargo, la experiencia muestra en la práctica lo que le puede suceder a un país que no cuente con el disuasivo nuclear: Irak, Libia y Siria son ejemplos elocuentes. ¿Cuántos gobiernos habrán acelerado proyectos nucleares secretos ante tales lecciones?
Recientemente Kenneth Waltz, reconocido teórico de las relaciones internacionales, escandalizó escribiendo en la revista Foreign Affairs que no hay que impedir que Irán tenga armas nucleares. Su argumento se basa en que la tenencia de armas nucleares ha disminuido los riesgos de conflictos nucleares. Esta argumentación es asombrosa ya que implica aceptar que la racionalidad siempre prevalecerá entre los gobiernos presentes y futuros, confiando así en ese equilibrio del terror nuclear.
Un eventual efecto de la proliferación nuclear en países hasta ahora carentes de esas temibles armas de destrucción masiva podría ser que la opinión pública de las potencias que realmente están en condiciones de destruir la vida humana en el planeta sienta el peligro en carne propia y presione a sus gobiernos con suficiente fuerza. En esa tesitura, al aumentar la probabilidad que un encadenamiento de acontecimientos imprevisible desencadenase guerras catastróficas, la proliferación nuclear podría, paradójicamente, incentivar a las grandes potencias a encarar el desarme nuclear universal en forma decidida. El desarme nuclear verificable de las grandes potencias (EE.UU., Rusia, China y la Unión Europea), permitiría actuar conjuntamente para presionar y disuadir al resto del mundo de transitar un camino tan amenazante para el porvenir de la vida en el planeta.