El otro en la sociedad contemporánea ¿un semejante o “algo” desechable?

¿Está inscripta en la naturaleza humana la imposibilidad de convivir con los distintos, de compartir territorio sin aniquilarnos los unos a otros?

Humberto Maturana ha demostrado que es el lenguaje y la posibilidad de convivencia lo que nos hace humanos. Analizando el proceso evolutivo de los homínidos que poblaron la tierra hace más de tres millones de años, el biólogo chileno destaca como fundante del origen de lo humano el momento en que nuestros ancestros pudieron pararse sobre sus patas traseras, lo que implicó que levantaran sus ojos del suelo, comenzaran a reproducirse frontalmente a través del abrazo y formaran pequeñas comunidades con el propósito de compartir el alimento y la crianza de los hijos. Así surgió la palabra como mecanismo fundamental para coordinar acciones. Podemos imaginar a nuestros antepasados sentados en círculo en el centro de una aldea o en una cueva, compartiendo historias, recreando anécdotas cotidianas, tomando decisiones colectivas en espacios de pacífica convivencia.

Hoy vivimos en la aldea global rodeados de máquinas inteligentes que nos permiten relacionarnos unos con otros superando los límites del tiempo y del espacio. Pero, al igual que aquellos primeros hombres y mujeres, seguimos acuciados por la necesidad de contar a los demás quiénes somos, qué hacemos, dónde estamos, qué pensamos. Nuestras conversaciones se expanden por el planeta a través de teclados, pantallas, celulares, graffitis, canciones, imágenes. Necesitamos expresarnos aunque sea en 140 caracteres. Pero no hemos podido desterrar la violencia, seguimos enfrentándonos unos a otros, peleando por el territorio, construyendo muros, visibles o invisibles, que nos separan de los diferentes.

Coexisten realidades contrapuestas. De un lado, el devenir humano está asociado a la conquista del territorio a través de la aniquilación del enemigo. Por otro lado, es el espacio de convivencia, el disfrute de estar en comunidad y hacer cosas juntos, lo que nos hace seres humanos vinculados, entrelazados por vínculos familiares, sociales, afectivos, laborales.

Estas reflexiones, casi filosóficas, debieran enmarcarse en las graves consecuencias que está produciendo el capitalismo en nuestras sociedades, en las que la soledad, el miedo, la violencia van convirtiendo la vida en un bien cada vez más precario.

La antropóloga Rita Segato que ha estudiado profundamente la violencia, especialmente la que se perpetra contra las mujeres, ha acuñado los términos pedagogía de la crueldad y programación neurobélica para nombrar los mecanismos que utiliza el capitalismo para la conquista de nuevos territorios objetivos y subjetivos: nuevas tierras y nuevas capas del ser que explotar. Desde este enfoque, el incremento de la crueldad humana es resultado de una acción estratégica destinada a minar la capacidad de crear vínculos, lazos, redes, complicidades. Esta estrategia del capitalismo de rapiña intenta cosificar la vida, enseñándonos de diversas maneras – a veces, persuasivamente y otras, de modo violento – que los cuerpos y la naturaleza son cosas. De esta manera los proyectos de vida se van convirtiendo en proyectos de consumo. Para Segato, la violencia es una herramienta clave en este proceso de programación neurobélica destinado a producir mensajes aleccionadores respecto a que el otro, el diferente (mujer, viejo, migrante, pobre, negro, disidente) sobra, es eliminable. De allí se desprende un deseo reactivo de orden y mano dura contra todo lo que se desvíe o desestabilice la ficción de normalidad.

Los valores privilegiados en este proyecto de cosificación del mundo son la productividad, la competitividad, el cálculo de costo-beneficio, la acumulación y la concentración de bienes y riqueza. En ese contexto, los seres humanos quedan reducidos a la condición de eternos consumidores que, acuciados por la falta, corren detrás de productos y experiencias de consumo que sólo al ser alcanzados traerán la felicidad.  La sociedad se transforma en una empresa total donde sólo hay lugar para los ganadores y donde los adversarios, los diferentes, los perdedores son destituidos como interlocutores mediante la represión, la censura y la criminalización.

En La destrucción de la empatía, Amador Fernández Savater[1] se pregunta si la “derechización” de que se habla últimamente no es en primer lugar una cuestión ideológica, identitaria o política, sino una crispación social y afectiva, un endurecimiento de la percepción y de la sensibilidad que más que perseguir objetivos concretos, busca producir insensibilidad: marcar y hacernos ver al otro como otro, distinguir entre los hundidos y los salvados, entre los que están dentro y los que están fuera. Una guerra de todos contra todos, donde la competencia general y el sálvese quien pueda – temas tan presentes en las escenas y relatos de los medios de comunicación – “enseñan” a percibir al otro como obstáculo o amenaza, como un enemigo o, en el mejor de los casos, como alguien desechable y prescindible, con quien no tenemos ningún lazo.

La destrucción de la empatía está estrechamente asociada a la devaluación de la acción colectiva puesto que si nada me une al otro, si lejos de considerarlo un semejante lo asumo como algo desechable, nuestros destinos no tienen nada en común. Por lo tanto, carece de sentido toda práctica social tendiente a lograr una transformación social movilizada comunitariamente.

Ahora bien, si hablamos de “destrucción” de la empatía, estamos enunciando que ese sentimiento es inherente a lo humano y que es preciso generar estrategias para impedir que se exprese. Podemos inferir, entonces, que un modo de resistencia al intento de cosificación del mundo es alimentar un proyecto político que apueste a fortalecer los vínculos, a producir comunidad, a cultivar nuevas sensibilidades y modos amorosos de ser y estar juntos, a rejuvenecer esa segunda piel por la cual somos capaces de sentir como algo propio y cercano lo que les sucede a otros desconocidos, ese común sensible en el que es posible sentir a los otros como semejantes. [2]

Esta estrategia de resistencia puede sonar naif, utópica; una propuesta que desconoce las relaciones de poder y la complejidad de los problemas que se presentan en todos los ámbitos de la sociedad contemporánea. No la vemos así. Creemos que los conflictos forman parte de la experiencia humana y su negación no es el camino para superarlos; apostamos en cambio a transitarlos colectivamente, coordinando acciones, incorporando muchas voces, incluyendo múltiples miradas.

El concepto de cuidadanía quizás sea útil para describir una apuesta colectiva capaz de expandirse, como una onda, desde el cuidado de sí al cuidado de los otros y de allí, al cuidado de nuestro planeta, que el capitalismo de rapiña ha puesto en peligro como nunca antes en la historia de la humanidad. En nuestros días el cuidado no solo es un imperativo ético sino que se ha transformado en una cuestión de supervivencia. Cuidamos o perecemos, dice Leonardo Boff.

El mundo contemporáneo nos pone ante una encrucijada que Italo Calvino expresó del siguiente modo: “el infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio.[3]

[1] Amador Fernández Savater. La destrucción de la empatía. Diario Interferencias.es

www.eldiario.es/interferencias/8M-Patricia_Ramirez-Mame_Mbaye_6_753184690.html

[2] Idem

[3] Calvino, I. (2002) Las ciudades invisibles. Ed. Siruela. Madrid

 

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