Una perspectiva sobre el crítico proceso que atraviesa Egipto en busca de un sendero democrático de desarrollo La casi totalidad de quienes habitan el Egipto contemporáneo han nacido y vivido bajo regímenes autoritarios: desde la época del rey Faruk, se sucedieron el coronel Nasser, el también militar y asesinado Anwar Sadat, el interino Abu Taleb y Hosni Mubarak, destituido bajo la influencia de “la primavera árabe”. Finalmente, el 30 de junio de 2012 Mohamed Morsi asumió el poder que ejercería únicamente hasta Julio del presente año, momento en el que fue derrocado por el ejército nacional.
Hoy Egipto está inmerso en una profunda crisis económica con altos índices de pobreza, desempleo y desigualdad. Dos de cada cinco egipcios vive con menos de dos dólares al día, la tasa de malnutrición de niños menores de cinco años es del 31%, el desempleo excede al 13% de la población y la reserva de divisas, en días donde el turismo internacional por obvias razones elige otros destinos, cayó un 60% desde principios del 2011.
En 1960 Egipto y Corea del Sur presentaban similar expectativa de vida y PBI per cápita; medio siglo después, ambos habitan mundos diferentes: el PBI per cápita egipcio apenas alcanza un quinto del surcoreano.
Cada gobierno ofreció promesas que incluían fórmulas mágicas para superar problemas y revertir la situación, pero éstas fueron en su mayoría inefectivas. El ex presidente Morsi, con el respaldo de Qatar como principal aliado económico y socio-cultural, prometió reducir el desempleo al 7% pero jamás lo logró. Asimismo, el Fondo Monetario Internacional ofertó 4800 millones de dólares como ayuda económica para aplicar sus controversiales e inefectivas políticas de austeridad, mientras Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos ofrecieron doce mil millones en efectivo, petróleo y depósitos a cambio del derrocamiento de Mohamed Morsi.
Mucho ruido, poca ayuda profunda, ninguna nuez.
En este contexto, no es fácil encarar un cambio político. Las necesidades son urgencias, el hambre pervierte los incentivos y permite a la “clase política” manipular a su pueblo. En el gigante del Medio Oriente todos tienen razón. Se dialoga poco, y hay tan sólo verdades, de un lado y del otro. Los egipcios no debaten, explican.
Por un lado, la Hermandad Musulmana basa su accionar en el Islam, un sistema completo (nizâm) destinado a regular todos los aspectos de la vida personal y social. Con su apoyo fue redactada una nueva constitución refrendada por el 33% de los electores, con un 60% de aprobación en todo el país y un 60% de desaprobación en El Cairo, capital del país y polo mayoritariamente secular. Esta constitución sostiene que la Sharia al Islamiya (ley islámica), la cual como todo basamento religioso se comprueba y sustenta en sí misma, constituye la principal fuente de legislación. Dicho precepto fue compartido por una mitad de la población y rechazado por la otra en las últimas elecciones llevadas a cabo en 2012.
Un año después, las reacciones no sorprenden. 17 millones de personas salieron a las calles a protestar sobre la situación actual a un islamista que representa a la mitad de la población del país que no está dispuesta a ceder en sus argumentos. A su vez, esa enorme movilización incluyó seculares que sostienen un laicismo a ultranza que no respeta los derechos políticos de quienes buscan una agenda islámica dentro de la reglas de la democracia.
Un tercer actor fundamental es el ejército egipcio. El mismo no sólo cuenta con tribunales especiales sino que ha desarrollado una gran base económica propia con empresas que producen una extensa gama de bienes de consumo (televisores, aspiradoras, etc). El ejército ejerce una influencia determinante en las decisiones macro-políticas del país, despertando opiniones encontradas entre quienes sostienen que su rol de pivote entre gobierno y gobierno es demasiado activo y por lo tanto altera el orden democrático, y aquellos otros que sostienen que sus participaciones son circunstanciales y se sostienen en los intereses de la mayoría.
Cuando en 2011 cientos de miles de ciudadanos se rebelaron contra el dictador Hosni Mubarak, algunos analistas advertían sobre el peligro que el proceso democratizador se diera demasiado rápido, en una sociedad dividida entre posiciones a simple vista irreconciliables.
Sin embargo, es difícil desarrollar democracias sin practicar democracia. Varios países musulmanes han avanzado en esa dirección, tal el caso de Indonesia y Malasia y también el de Turquía, donde se viven tiempos de turbulencia política sin quebrar el orden democrático. Inclusive monarquías árabes como Marruecos, Jordania y Kuwait dan pasos hacia sistemas constitucionales que otorgan mayor participación a sus ciudadanos.
La democracia es un proceso vivo y dinámico, el cual debe ser re-aprendido una y otra vez. Implica tiempo, y no existe modelo perfecto.
En Egipto la Hermandad Musulmana rechazó la redacción de una nueva constitución. Con la mayoría de su cúpula perseguida y sus estaciones de televisión suspendidas, sostienen que no está en sus planes comprometerse hacia una constitución que no los representará. Constitución que será diseñada e inicialmente redactada por 10 abogados catedráticos, luego revisada por 50 miembros reconocidos de la sociedad civil y finalmente refrendada a nivel nacional a mediados de agosto. Constitución que debiera no alienar a los sectores religiosos ni laicos; esto es, lograr un perfil pluralista integrando intereses, necesidades y emociones tanto de mayorías como de las varias minorías que coexisten en tan vasto país.
La primavera árabe representa el inicio de un movimiento hacia importantes transformaciones políticas y económicas lo cual también implica ajustar visiones, ideas, paradigmas, y formas de pensar. Cuando la sociedad civil genera líderes perversos, es la misma sociedad civil la que debe proveer del recambio necesario para re-direccionar el rumbo. La “primavera” ha desencadenado reconfiguraciones y reivindicaciones que probablemente produzcan una mezcla desordenada entre lo viejo y lo nuevo.
Por otra parte, conocidas son las presiones que los países desarrollados ejercen sobre los procesos en ebullición en países emergentes. La salida del modelo neoliberal en dichos países generó avances muy importantes que se plasman en una integración más equilibrada entre valor agregado, inversiones y empleo. Así, un mundo más ecuánime en términos de desarrollo requiere firmeza en la defensa de los intereses de los países que buscan el cambio y requiere voces que los representen de manera fidedigna.
El trabajo en Egipto no es para nada sencillo; es un país diverso y complejo que no debiera ignorar ni las aspiraciones de su pueblo ni su riquísima historia. He aquí entonces el desafío de abrirse a nuevas ideas para encontrar un equilibrio entre lo viejo, lo nuevo y lo no tan viejo.