El mundo que hoy acaba es un mundo insostenible y además injusto. El mundo que se prepara a reemplazarlo es un mundo incierto. Europa es hoy el terreno de esa transición entre una globalización disfuncional y otra alternativa.
Caricatura “El vientre legislativo” de Honoré Daumier, Paris 1834
Atenas y Roma fueron cuna de Europa. Mañana serán su sepultura. La Unión Europea y su moneda única –el euro—corren un serio peligro de desintegración con un inminente default griego y una probable insolvencia italiana. Los acontecimientos se precipitan con tal velocidad que cuando esta nota se publique es probable que un desenlace, tal vez catastrófico, ya sea un hecho consumado. Corresponde tomar distancia y hacer un análisis de las diferentes dimensiones de la crisis, como si pelásemos una cebolla, capa por capa, para llegar a las causas mas profundas de tanto desorden.
Primero, sabemos que la crisis se desencadenó con la insolvencia de un pequeño país balcánico, en la periferia de la UE: Grecia. Junto con otros países del sur de Europa, Grecia ingresó en forma tardía en la Unión y adoptó la moneda única. Pero sus cuentas no estaban en orden, ni su sistema de patronazgo político, ni su vasta red de subsidios, ni su recaudación impositiva, calificaban al país como candidato viable de la Unión. El gobierno heleno de entonces disimuló esta fallas con un fraude contable. Por su parte, los miembros “serios” de la UE –en especial Francia y Alemania– hicieron la vista gorda y sus bancos se mostraron dispuestos a otorgar cuantiosos créditos al erario griego, el que a su vez los distribuía con displicencia a diversas clientelas. Los partidos políticos se sumaron al juego al prometer y distribuir regalías a quienes los votaban. Se creó así una trama de intereses sostenidos por la deuda. Esta aumentaba sin un crecimiento correlativo de la economía local –ni en producción, ni en productividad, ni en competencia con los socios mayores de esa Unión de partes dispares. Conviene aclarar aquí que la Unión Europea fue siempre una unión a medias, es decir, una unión monetaria pero no soberana, en suma: unos Estados (des)Unidos de Europa, sin un gobierno central con autoridad suficiente como para transferir recursos, unificar normas de comportamiento, y disciplinar a los rémolos.
La crisis financiera global del 2008 dió por tierra esos arreglos al frenar internacionalmente los flujos de crédito. En Europa la cadena se rompió por su eslabón mas débil –Grecia—y debilitó a otros eslabones flojos –Irlanda, Portugal, España e Italia. Esta cadena afectó y afecta no sólo a los deudores sino también a los acreedores (los grandes bancos) por aquello de que “si tu debes un millón de dólares al banco y no los puedes devolver, tienes un serio problema; pero si le debes un trillón, el serio problema es del banco.” En esas circunstancias, Grecia se enfrentó, como economía y como sociedad, con una cruel verdad: a pesar de que su incorporación (fraudulenta) a la Unión Europea le regaló una década de superficial prosperidad, cuando llegó el momento de pagar y de no postergar las deudas, se dió cuenta de que el euro (versión local del antiguo uno-a-uno argentino) la condenaba a un status de tercer mundo, y por lo tanto, al destino de una cura desordenada de su penuria a través del default, de una posible salida del euro a favor del dracma, y de una subsiguiente devaluación, con la secuela de trauma social que implica esta opción. Hoy el fantasma del “corralito” de Domingo Cavallo ronda en el Partenón.
Para evitar esta salida “a la Argentina”, los miembros “serios” de la Unión –en particular la disciplinada y disciplinaria Alemania—impusieron a Grecia medidas de austeridad tan penosas como el default, pero con una diferencia: en el default pagan justos y pecadores; pero en la alternativa condicional de la Banca Central Europea y del Fondo Monetario Internacional los grandes pecadores –los bancos– salen mas airosos, por dos razones: (1) el recorte a sus préstamos es menor, y (2) ganan tiempo para digerir sus pérdidas. En ese penoso compás de espera Atenas se encuentra todavía. En términos económicos, los viejos bonos nacionales valen muy poco y los nuevos que podría emitir cargarían intereses prohibitivos. Sólo un salvataje a ultranza de la Banca Central Europea (emitiendo garantías y moneda de su barril sin fondo) salvaría a Grecia del default. Pero esta banca no está respaldada por un gobierno europeo, sino se ve tironeada por varios de ellos –algo así como un marido con 17 suegras. En términos sociales, en Grecia aumenta la protesta: huelgas, corridas, manifestaciones y violencias callejeras se multiplican. A éstas se suma la emigración de los mas capaces y de los mas ágiles. En el orden político, la clase dirigente se enfrenta a una ciudadanía que ya no le cree y que grita, como otrora en Argentina y hoy en España “Que se vayan todos.” En esas condiciones el gobierno no gobierna. Se encuentra atrapado en una morsa, apretado por un lado por el descontento popular, y por el otro por la presión de los inversores (hoy llamados “los mercados”), de los bancos acreedores y de sus representantes en los países fuertes de la Unión.
Hay mas: al prolongarse esta situación sin una salida clara –catártica o no—se produce el “contagio” a otros países débiles, en este caso Italia. Los “mercados” –guiados por el temor—dejan de comprar bonos de esos países, o piden intereses exorbitantes, o se refugian en otras inversiones (títulos de países emergentes, oro, y propiedades). En una perfecta profecía autocumplida, producen una “corrida” fuera de algunos países de mayor peso (Italia es la tercer economía europea y la octava del mundo), y los ponen en riesgo primero de iliquidez, y luego de insolvencia. Así se pasa de una crisis local a una crisis regional y a una crisis mundial. Por el momento, Europa se acerca repetidas veces al borde del abismo para dar un pasito atrás después.
Espero haber retirado la primer capa de la cebolla. Pasemos pues a la segunda. Aquí no se trata de deuda o déficit financiero sino del vacío institucional y de un déficit de democracia. Esta capa trata nada menos que de una profunda crisis de soberanía. En la teoría política que se desarrolla precisamente en Europa desde el siglo 17 al siglo 21, desde la derecha a la izquierda, desde Hobbes y Bodin, pasando por Donoso Cortés y Karl Marx, hasta Carl Schmit y Giorgio Agamben, el “momento soberano” es el estado de excepción, cuando una crisis profunda, es decir existencial, requiere que los actores suspendan su accionar político normal y tomen medidas extraordinarias. En la práctica esto implica suspender las instituciones representativas (estamentos, parlamentos, o partidos, y hasta la propia constitución) a favor de una instancia “externa” capaz de tomar decisiones no discutibles, es decir autoritarias. Es el momento de una dictadura temporaria o sine die, pacífica o violenta, por la razón o por la fuerza, con respaldo popular o no.
De acuerdo con estas consideraciones, la Europa de hoy presenta dos características especiales. En primer lugar, se trata de una federación de estados soberanos pero con soberanía acotada –algo así como los artículos de la confederación norteamericana antes de la sanción de la Constitución de los Estados Unidos (entre 1776 y 1787). Desde el punto de vista de la soberanía, Europa es un semi-estado hilvanado por tratados, en transición permanente, lo que significa un oxímoron. En segundo lugar, semejante arreglo a medias no tiene prevista ni su disolución ni soluciones de emergencia para evitarla. Es mas, la red de tratados y convenciones europeos fueron dispuestos por elites políticas y tecnocráticas a espaldas de los pueblos, sin discusión pública y sin mecanismos de elección democrática. Los tratados y acuerdos fueron sometidos ex post facto a los ciudadanos de algunos países miembros a través de plebiscitos ganados por escaso margen, con mucha manipulación, y aprobados por las diferentes ciudadanías (no todas por cierto) a regañadientes.
La Europa actual fue construida a medias y a espaldas de los respectivos pueblos. Carece de accountability, esa palabra muy común en los EE.UU. que no tiene traducción directa ni en francés, ni en italiano, ni en alemán, ni en castellano. Una traducción aproximada sería “responsabilidad,” u “obligación de dar cuenta.” Se trata nada menos que del compromiso de las instancias gestoras de la cosa pública frente a los ciudadanos de un país o región, frente a los usuarios de un servicio, o frente a los consumidores de un producto. Muy reveladora al respecto fue la reacción de los jefes de gobierno europeos ante el intento del entonces primer ministro griego Papandreu, de llamar a referendo para someter a la decisión de su pueblo el aceptar o no las severas condiciones impuestas por los prestamistas de su insolvente país. Los jefes de gobierno alemán y frances se consideraron ofendidos, traicionados e indignados ante el intento de practicar la democracia en condiciones de emergencia. Obligaron al premier griego a desdecirse y luego a renunciar, para ser reemplazado en forma no democrática, por un banquero. Algo similar está sucediendo en este momento en Italia, donde la crisis financiera conduce a la clase política de ese país, acosada por “los mercados” a hacer renunciar al poderoso pero muy cuestionado presidente del Consiglio Silvio Berlusconi a favor de un gobierno técnico en manos de un funcionario económico internacional. Para resumir: frente una severa emergencia, Europa suspende el dominio de los políticos y acude a una serie de gobiernos de técnicos. Es la hora de la tecnocracia, que sucede a la democracia partidaria en los países mas a riesgo de bancarrota.
Sin embargo, en toda la historia política universal, no existe caso exitoso alguno de gobiernos técnicos de emergencia en lugar de un liderazgo político fuerte, de corte dictatorial en caso de salvar el status quo, o revolucionario, en caso de cambiar radicalmente el sistema. Pensemos en lo siguiente: el nuevo primer ministro griego Papademos tiene un mandato de 100 días para disponer las drásticas medidas de austeridad que los acreedores exigen, pero que ni la clase política griega ni el pueblo griego a la intemperie aceptan o desean. Por lo tanto, los 100 días de Papademos no serán los 100 días de Franklin Delano Roosevelt, dispuesto a sacar a los Estados Unidos de la postración económica de los años treinta. Roosevelt era un político de fuerte personalidad, respaldado por la mayoría de su pueblo y elegido democráticamente. Comparemos las declaraciones de ambos al asumir el poder. F.D.Roosevelt: The only thing we have to fear is fear itself (“solo debemos temerle al miedo”) Papademos: I am confident that the country’s participation in the eurozone is a guarantee of monetary stability (“confío en que la participación del país en la zona del euro ha de garantizar la estabilidad monetaria”). En el primer caso escuchamos la voz estentórea de un líder; en el segundo, la frase chata de un técnico. Pero si es cierto que no se pueden comparar Roosevelt y Papademos, tampoco salen bien parados los actuales líderes europeos cuando comparamos Silvio Berlusconi con Alcide De Gasperi, Angela Merkel con Konrad Adenauer o Helmuth Kohl, Nicolas Sarkozy con Charles De Gaulle o Francois Mitterrand, José Luis Zapatero con Felipe González, o David Cameron con Winston Churchill. Frente al peligro, la vieja Europa acudía a un dictador. La Europa actual acude a un contador. Para países ricos y complacientes como son los europeos, esto representa apenas un miserable progreso. En resumidas cuentas, desde el punto de vista político y social general, en Europa estamos frente a las postrimerías de un ancien régime –un sistema socialmente costoso, políticamente disfuncional, y económicamente insostenible.
La tercer capa de la cebolla que conviene desbrozar es la parte mas profunda de la crisis actual: la desigualdad global y el desequilibrio estratégico. Nuestra actual versión de la globalización cobra fuerza cuando, en la caída de los sistemas socialistas, el alto capitalismo encontró en las masas asiáticas (otrora encerradas en sistemas totalitarios) mano de obra barata que pasó a ser el verdadero ejército industrial de reserva. La producción material se trasladó a esa región del planeta, cuya población suma mas de dos mil millones de personas. Cuando esta población se volcó a la producción material, aumentaron las posibilidades de movilidad social de cientos de millones. Al mismo tiempo en el primer mundo disminuyeron correlativamente las perspectivas de una vida mejor para vastos sectores de las clases medias y bajas -en plena decadencia de la mal llamada “economía de servicios.” Por un período limitado (mas o menos una década) esa poblaciones pudieron mantener su tren de vida gracias al crédito barato y a los subsidios provenientes de los países productores emergentes. Agotado el crédito barato (reflejado en la mentirosa medida del producto bruto doméstico), el sistema entró en crisis. Los economistas mas serios la califican con razón como una crisis de demanda.
Para mantener el sistema, las autoridades de los principales países hicieron todo lo posible para sostener la capitalización de las ganancias y la socialización de las pérdidas. La consecuencia de tales políticas ha sido la creación de un mundo al revés donde los ricos aumentan sus privilegios y los demás cargan con las pérdidas. Estos desequilibrios indican que el sistema del capitalismo global ha entrado en una fase de crisis terminal en la que las relaciones de producción traban y distorsionan el potencial productivo y la incorporación productiva de la mayoría de la población. Para salir de semejante atolladero se necesitará una fuerte redistribución de la riqueza hacia abajo tanto en los países avanzados como en los emergentes, la socialización de sectores importantes de servicios e infraestructura, y un liderazgo fuerte y firme, con apoyo popular y la capacidad de dar cuentas a la mayoría de la población. En esta perspectiva las otras reformas que hoy se atisban son paliativos de corto plazo destinados a postergar el desenlace inevitable y final.
Aquí llegamos al meollo de la cuestión. Como el españolito de Antonio Machado, el niño europeo que nace en estos tiempos tiene un porvenir inquietante por delante, “entre una Europa que muere y otra que bosteza.” En el mejor de los casos, el sistema que políticos, banqueros y tecnócratas quieren salvar no ofrece buenas perspectivas para los jóvenes. El sistema global actual, desigual e injusto, no es capaz de vender esperanza ni de vender futuro. En su islita de soluciones técnicas los dirigentes y otras elites no se dan cuenta que se está preparando un tsunami social de un lado al otro del globo. En las potencias emergentes surge una ola de expectativas crecientes. En las potencias decadentes surge otra ola de rabia por promesas incumplidas y esperanzas frustradas. Cuando se junten las dos olas harán una muy grande, incontenible, que barrerá con las estructuras existentes. Quienes hoy expropian el poder, los privilegios, la buena vida y la esperanza serán expropiados a su vez. Pero como dicen los piqueteros de Wall Street, al fin y al cabo son sólo el uno por ciento.