Sobre la decadencia norteamericana. Un presidente revelador en un nuevo contexto geopolítico

El proteccionismo norteamericano bajo la administración del presidente Donald Trump no es sino la expresión exagerada de un proceso de pérdida de poder global y su reemplazo por una nueva constelación de bloques organizado en torno a intereses específicos y al poder del mas fuerte.

El discurso del presidente Trump en la 74ª Asamblea General de las Naciones Unidas fue revelador en más de un sentido. Dejemos de lado el hecho de que su presentación pareció coherente simplemente porque la precedió el discurso estrambótico del presidente del Brasil, Jair Bolsonaro, que algunos de los asistentes europeos describieron como “emético.” [1]  Entre otras maravillas, Bolsonaro sostuvo que es una “falacia” decir que el Amazonas es el pulmón del mundo y patrimonio de la humanidad y que quienes así dicen amenazan las soberanía de su país.

Por su parte Trump proclamó su visión del mundo no como un conjunto cooperativo y coincidente de naciones en pos del bien común del planeta –sobre todo frente al desafío climático—sino como una serie de países soberanos  en pos del interés nacional respectivo por sobre toda estructura superior. «Como presidente, siempre pondré a Estados Unidos primero, igual que ustedes, como líderes de sus países, deberían siempre poner a sus propios países primero». Y siguió con otros propósitos similares, elogiando a los nacionalismos.

Naturalmente el presidente norteamericano no se daba cuenta de la contradicción lógica inherente a su postura.  Una “internacional nacionalista” es simplemente un oxímoron.   Lejos de mantener la paz, ese mundo sería proclive a guerras múltiples: es el mundo de Thomas Hobbes conducido por muchos Maquiavelos. Como es asaz común entre los políticos norteamericanos, Trump terminó su perorata con una invocación a la bendición de Dios. Dado que en el orden de los discursos lo precedía Bolsonaro, Trump bien hubiera podido sintetizar su posición con la invocación opuesta del autor brasileño Mario de Andrade en su novela Macunaíma:  “Cada uno para sí y Dios contra todos.” Sin necesidad de nombrar a Dios, en el mundo “trumposo” la propia naturaleza se encargará de castigar a todos.

Pero la ineptitud y la arrogancia del presidente norteamericano tienen una virtud: la transparencia.  Me explico. La política exterior norteamericana, sobre todo pero no exclusivamente frente a América Latina, siempre ha sido brutal, contradictoria, y en algunos casos, traicionera de declaraciones y promesas anteriores.  Pero hasta hace poco venía encubierta del elogio de valores tales como la democracia liberal, el libre comercio, la defensa de la libertad y de los derechos humanos, frente a las dictaduras, a los regímenes autoritarios tradicionales y a los sistemas totalitarios.  

Con Trump todo ese ropaje se ha caído.  Desde la Casa Blanca hoy se proclama una abierta simpatía para con déspotas de cualquier color, ya sea un filipino, un turco, un norcoreano, un chino, o uno tropical del Mato Grosso. Ya no hay que esperar que como en el cuento, un niño en toda inocencia grite que el emperador no tiene ropa.  Hoy es el emperador mismo quien proclama con todo desparpajo su propia desnudez.  Cuando Trump denuncia el carácter tendencioso de la prensa liberal y de los medio masivos de comunicación (siempre y cuando le conviene), cuando ataca a los propios sistemas de inteligencia de su nación, y a la policía federal (FBI), o también a los jueces cuando no le son afectos, y en general a toda institución que mal o bien salvaguarda el abuso de poder en el sistema constitucional norteamericano, descorre el velo que antes encubría maniobras que convenía mantener ocultas.  La razón es cada vez más evidente: el presidente no proviene de la clase política (ducha en montar fachadas de derecho) sino de un mundo de negocios inmobiliarios mas directos y bastante turbios. Opera como operó siempre en ese ambiente, con prepotencia, subterfugios, fraudes, y golpes de timón[2].

Frente a tal comportamiento, el establishment norteamericano, incluso aquel sector que lo apoyó para aumentar sus ganancias, está molesto y comienza a preferir un regreso al status quo ante. Le molesta sobre todo que el presidente opere con el modus operandi de algunos políticos del mundo en desarrollo: “Para nuestros amigos, todo; para nuestros enemigos, la ley.”  Como señalé en mi libro Strategic Impasse, Trump es no sólo un revelador, sino también un acabador: terminó con toda la estructura de normas y alianzas que caracterizaron por setenta años el sistema internacional diseñado por el principal ganador de la Segunda Guerra Mundial, aquel enorme y riquísimo país que Octavio Paz llamó “un ogro filantrópico.”  ¿Qué mundo tendremos ahora después de ese golpe de gracia?  Para responder a esta pregunta propongo hacer algunas constataciones de naturaleza específicamente geopolítica.

Primera constatación.  En geopolítica podemos medir el poder de un país no sólo en su capacidad de lograr objetivos ambiciosos, sino, y especialmente, en su capacidad de sobrevivir a sus errores estratégicos.  La Francia napoleónica, por ejemplo, logró muchos triunfos en el campo de batalla y en su capacidad de imponer su ideología y sus leyes a los países sometidos.  Napoleón cometió varios errores , pero los pudo sobrellevar sin mayores complicaciones hasta que tomó la fatal decisión de invadir a Rusia, pensando en una campaña rápida y decisiva que obligaría al Zar a capitular y hacer concesiones.  Pero no contó con dos factores cruciales: la capacidad de Rusia de retirarse en su enorme territorio, y hasta abandonar Moscú sin capitular, dejando así a las tropas francesas muy lejos de su base logística, y enfrentando un duro invierno.  La retirada de Napoleón fue desastrosa y fue el principio del fin de su imperio. A Napoleón lo vencieron no los ejércitos rusos sino la profundidad estratégica de aquella enorme nación. 

En el caso del dominio norteamericano de posguerra y durante la guerra fría, las  alianzas que supo tejer con otros países y la ayuda estratégica que les otorgaba consiguieron que en caso de cometer errores estratégicos, el vacío resultante no iba a ser ocupado por otras potencias, incluso por su gran rival soviético que había alcanzado el límite de su propia expansión.  Las intervenciones en América Central fueron un error estratégico; el bloqueo de Cuba fue otro; la guerra de Vietnam fue un enorme error de cálculo, y así sucesivamente, sin que ninguno de estos errores hiciesen mella en el poder financiero y militar de los EEUU.  No fue así en el siglo 21.

 El desarrollo de China y de otros poderes regionales hizo que los errores estratégicos norteamericanos resultasen por demás costosos, no sólo en víctimas y erario, sino también en su capacidad de mantener alianzas y de contener la expansión de otros poderes a sus expensas.  El caso mas notorio fue la segunda guerra del Golfo y la invasión de Iraq, que dejo como resultado neto el aumento de poder de Irán.  El margen de error es hoy muy reducido y conduce al repliegue de la ocupación norteamericana de zonas de control estratégico, como ser el Medio y el Lejano Oriente. 

Estados Unidos está en camino de volverse más un poder regional que un poder global.  Tardará en suceder, pero sucederá.  Desde un punto de vista militar, la superioridad enorme en poder de fuego no logra ganar ninguna guerra ni terminar intervenciones que se vuelven interminables, comparables al empantanamiento de las tropas francesas en la estepa rusa.  También en esta dimensión, la postura aislacionista del presidente Trump es reveladora de la nueva situación.  Reconoce el error estratégico de posturas anteriores, pero lo complica a causa de la impericia con que maneja la retirada.

Segunda constatación.  Trump el “acabador” ha agotado el tan mentado “soft power” norteamericano, es decir el atractivo de ciertos valores democráticos y el respeto por los derechos humanos.  La nueva postura “realista” coloca a los EEUU en el mismo nivel de cinismo y prepotencia de países a quienes antes criticaba.  Las tibias críticas que los norteamericanos aun hacen de prácticas autoritarias e “iliberales” en otros países provocan la clásica respuesta tu quoque (“y vos también”).

De estas dos constataciones surge un corolario.  La retirada norteamericana –que en lo económico se expresa en el proteccionismo y neo-mercantilismo— no significa el fin de bloques transnacionales sino su transformación en una mayor diversidad y en el cambio de su carácter.  De ahora en adelante tendremos bloques más aleatorios y oportunistas, como conjuntos variables de países dominados por los más fuertes en cada región.  Los que queden afuera de los bloques serán pasto de disputa y zonas de destrucción.  Es un modelo distinto al del imperialismo tradicional al que estábamos acostumbrados, que tenía instituciones multilaterales y normas comunes (aunque siempre más a favor de unos que de otros, como es el caso de la Unión Europea y Alemania, o del modelo armado por los EEUU en Bretton Woods). 

El nuevo modelo es transaccional (arreglos múltiples de conveniencia) y tributario (cada cual con lo suyo mientras rinda cierta pleitesía a los más fuertes).  Esta sistema ya no es el diseñado en Londres o Washington, sino uno nuevo dibujado en Beijing.  Esta nueva configuración geopolítica tendrá tarde o temprano una expresión territorial con un reordenamiento de fronteras.  Entre los bloques y sus regiones seguirán actuando los grandes monopolios no-estatales, sobre todo en el área de cadenas de producción, informática, redes de comunicación y control social. Este nuevo mundo que parece surgir frente a nosotros no augura nada bueno para la administración indispensable del planeta frente a desafíos colectivos de naturaleza simplemente existencial.


[1] Si un médico le dice a su paciente que le recetará un emético es muy probable que la persona no sepa exactamente a qué se refiere. Ya que esta es una terminología más específica y culta. Lo cierto es que está refiriéndose a un vomitivo, a una sustancia que provocará vómitos.

[2] Ver una biografía temprana y reveladora: Wayne Barrett, Trump.  The Deals and the Downfall, New York: Harper Collins, 1992.

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