Representantes que no nos representan

En una democracia representativa quienes gobiernan lo hacen en nombre y a cuenta de los intereses, las necesidades y las emociones de quienes los eligen. Sin embargo, uno de los más críticos y frecuentes desafíos que enfrentan las democracias contemporáneas es que los representantes terminan no representando apropiadamente a sus electores: no se respeta el rumbo y las prioridades escogidas por los representados, comprometiendo con ese desvío del mandato solicitado el sustento político de los gobiernos. Esta brecha de representatividad puede tener varias explicaciones.

La más benévola es que ciertos gobiernos no saben comunicarse adecuadamente con su base poblacional, lo que hace que sectores que están siendo servidos y tenidos en cuenta al tomar las decisiones estratégicas no perciban esa afinidad en el plano de los hechos. Si este fuera el caso, las soluciones serían relativamente sencillas y pasarían por mejorar canales y contenidos comunicacionales. Lamentablemente hay muchos casos donde no es ese el problema sino que los representantes lisa y llanamente no nos representan. Peor aun, en varios casos de representatividad cuestionada se utiliza la comunicación y la publicidad para procurar que los representados perciban lo menos posible que no se gobierna defendiendo sus intereses, necesidades y emociones.

Puede decirse que la forma como se percibe la calidad representativa está mediatizada por una suerte de velo comunicacional: en ocasiones ese velo impide reconocer una plena y auténtica representatividad de quienes nos representan y, en otras, posibilita que quienes terminan no representándonos nos hagan creer que sí lo están haciendo. Está claro que entre esos extremos –plena y ninguna representatividad- existe toda una gama de grados de representatividad que es lo que ocurre con mayor frecuencia.

Trampas en las democracias representativas

El funcionamiento de una democracia representativa se asienta en la división de poderes, está regido por normas y regulaciones, y cuenta con una variedad de mecanismos de monitoreo y control. Este marco institucional es esencial para encauzar potencialidades y ordenar la convergencia de tantos y tan diversos intereses en juego.

Se supone que todas las personas y organizaciones son iguales ante la ley y, por tanto, que los distintos intereses son considerados sin otorgarles privilegios ni prebendas, pero esto no siempre se respeta. Más aun, son demasiados los casos donde quienes disponen de mayor poder imponen sus intereses por sobre los de los demás. Es que existen trampas en las democracias representativas que son muy difíciles de encarar. Algunas de esas trampas se enuncian a continuación.

El sesgo financiero.

Es obvio que el poder económico no se distribuye igualitariamente. Esto es resultado de un extendido proceso de concentración que se presenta en casi todos los países del mundo. Lo más dramático de ese proceso son dos de sus principales características: por un lado, la concentración lejos de reducirse tiende a ampliarse aceleradamente y, por otro lado, es el sector financiero, la intermediación financiera, quien concentra cada vez un mayor poder en relación a todos los demás actores de la economía real. El único actor que, con serias limitaciones, podría erguirse para cambiar esa tendencia y transformar el rumbo sistémico, es el Estado cuyo accionar es conducido por gobiernos surgidos del funcionamiento de una democracia representativa. Vaya trampa en la que hemos caído: nos hemos adherido a un sistema de gobierno basado en la democracia representativa pero quienes mayor poder para incidir en las decisiones gubernamentales tienen son sectores cada vez más concentrados del mundo financiero que, bajo su supremacía, logran alistar a otros grupos afines que lucran sirviendo, directa o indirectamente, a esos intereses.

Dos aclaraciones imprescindibles antes de seguir avanzando. Por un lado y aun con todas sus imperfecciones y trampas, no conozco –hasta hoy- un mejor sistema de gobierno que la democracia representativa. Esto no significa condonar aquello que desvirtúa la representatividad democrática sino que obliga a involucrarnos con más determinación y comprensión en la dinámica democrática procurando levantar una a una –o todas juntas- las más peligrosas trampas que impiden construir trayectorias de desarrollo justo y sustentable.

La otra aclaración hace a un error que frecuentemente cometemos: el sistema financiero no es un universo homogéneo sino que comprende a una diversidad de actores, algunos muy necesarios para poder financiar las actividades de la economía real y otros, en cambio, dedicados a una cruenta especulación financiera: actúan como buitres lucrando con las dificultades de los demás. Si bien disponen de cuantiosas sumas y se desplazan velozmente de un mercado a otro, los especuladores constituyen una minoría que no puede defender sus intereses a campo abierto: para incidir sobre las políticas públicas necesita camuflarse en alianzas con otros actores. Algunos aliados son cómplices de la especulación pero otros terminan sumándose alienados por antagonismos que no los diferencian de los propios grandes especuladores.

El sesgo mediático

Es indudable la influencia que ejercen los medios de comunicación sobre la opinión pública; día tras día deciden lo que es importante mirar, conocer, encarar, ignorar. Determinan, o cuando menos condicionan, la agenda económica y política. De ahí que los factores de poder busquen disponer de canales mediáticos afines para hacer valer sus perspectivas, posiciones, intereses.

Si hubiese una gran diversidad de medios, cada uno con afinidades explícitas para con determinadas corrientes políticas y grupos de poder, no se podría hablar que existe un sesgo mediático porque todas las opiniones y perspectivas podrían expresarse y así enriquecer un constructivo diálogo democrático. Sin embargo, cuando la propiedad de los medios se deja al juego del mercado está claro que quienes dispongan de mayores recursos tendrán mayor capacidad que los demás para tomar control de los medios más importantes. Este es un hecho que ocurre en muchos países donde se establecen grandes oligopolios mediáticos que inciden desproporcionadamente sobre la opinión pública y la agenda política y económica.

Esta situación debiera considerarse anómala en una democracia representativa pero termina siendo moneda corriente. Corresponde a nuestros representantes buscar formas de superar el sesgo mediático; una de las más trascendentes soluciones es la aprobación de normativas que regulen el espacio mediático asegurando que todo el espectro de opiniones e intereses pueda expresarse en igualdad de condiciones.

El sesgo gubernamental

Por otro lado, se da también con frecuencia que los gobiernos de turno usen y abusen en su propio provecho los recursos públicos que administran. Las dictaduras han llevado al extremo el control de los medios y se han servido de ellos para desinformar y manipular a la opinión pública. Aunque con muchísima menor virulencia, algunos gobiernos surgidos de procesos democráticos han hecho también lo suyo. En verdad, cada partido político busca sacar provecho de su paso por la función pública. En ocasiones, un mismo partido que tiene responsabilidades de gobierno local y utiliza discrecionalmente los recursos públicos disponibles a su nivel, critica a su opositor que gobierna a nivel nacional por practicar la misma política que utiliza a nivel local. Luego, la situación política cambia y las acusaciones se invierten.

Existen normativas que regulan el uso de los recursos públicos y también órganos de control que deben velar por su justa aplicación. Sin embargo, la capacidad de evadir esas regulaciones pareciera ser moneda corriente en todas las administraciones.

Una situación delicada y compleja se presenta cuando grandes oligopolios mediáticos controlan la información y la investigación periodística. Como sólo los gobiernos están en condiciones de enfrentarlos, la confrontación entre ambas fuerzas hace que al sesgo mediático se le oponga el sesgo gubernamental. Mientras perdure esa polarización será difícil transformar un sesgo independientemente del otro. La respuesta más constructiva pasa por la democratización de acceso y de contenidos desmontando en simultáneo el sesgo mediático y el sesgo gubernamental.

El financiamiento de la política

Ha habido múltiples intentos de regular el financiamiento de la política de modo que los grandes aportantes no obtengan privilegios a cambio de sus contribuciones. Esto es bien difícil de evitar ya que, incluso en los casos donde existen recursos públicos para financiar a los partidos, el plus que se obtiene de aportantes directos puede representar grandes diferencias operacionales entre un partido y otro. Estas diferencias se expresan con mayor virulencia en fases de campañas electorales cuando se magnifica la dependencia de los partidos con los grandes medios que privilegian en su cobertura a quienes tienen afinidades con ellos.

Financiar la política también implica resolver cómo se sostienen los políticos, esto es, quienes nos representan. Cuando son elegidos, sus salarios surgen del presupuesto de ese nivel de gobierno pero, mientras no ocupan puestos públicos no está siempre claro cómo se financian. Esto es más grave para quienes pocas veces son elegidos. Para algunas tiendas políticas el sector público es valorado como un botín a conquistar, como un sistema para financiar la militancia.

Infinidad de preguntas buscan apropiadas respuestas. ¿Cómo surgen los políticos; cómo emergen en el seno de una suerte de gremios de políticos profesionales; cuántos pueden dedicarse por entero a sus labores políticas y cuántos trabajan en actividades no políticas que les aseguran ingresos; cómo corren con ventajas aquellos políticos que pertenecen a familias acaudaladas; cómo conviven con la corrupción y el otorgamiento de prebendas y privilegios; qué grados de libertad e imparcialidad logran tener quienes son subsidiados por aparatos corporativos, mediáticos, sindicales o religiosos?.

Y en ese complejo contexto, ¿cómo se forman los políticos y se logra mejorar la calidad de los representantes? Más aun, ¿en qué términos se mide la calidad política?, ¿como habilidad para gestionar?, ¿como destreza para generar acuerdos?, ¿como capacidad de ganar elecciones?, ¿como ingeniosidad para camuflar intereses? ¿Se desempeñan mejor los políticos profesionales que acumulan experiencias y relaciones? Las castas cerradas que se perpetúan ¿asfixian la renovación y la emergencia de nuevas perspectivas?, ¿empobrecen la diversidad?; ¿acotan las opciones en defensa de sus propios minúsculos intereses?; ¿están más expuestas al sometimiento y al chantaje por delitos o acciones mal habidas?

Desvirtuación del debate político

El debate eleccionario se presenta como un elemento clave para conocer las posiciones, las propuestas, la creatividad y destreza de quienes solicitan nuestra representación; es una oportunidad para conocer y comprender lo que sucede; para captar la personalidad de quienes compiten por nuestro voto. Sin embargo y con frecuencia, el debate político queda vaciado de contenidos y de significación.

En lugar de informar y hacer conocer, el debate y el propio proceso electoral pasa a ser una operación de marketing sobre nombres y “marcas”. El elector es manipulado de forma parecida a como lo es el consumidor que enfrenta una diversidad de ofertas de productos: pesan mucho más los envases, los mensajes subliminales, las consignas y las evocaciones que a través de artimañas se procura asociar con los candidatos/productos; quedan atrás, bien atrás si es que acaso permanecen, las propuestas, las metodologías de acción, las utopías referenciales, los rumbos, las trayectorias, las estrategias. En lugar de contrastar visiones, programas, proyectos y formas de funcionar, las preferencias se sustentan en empatías impostadas, teatralidades orquestadas, reiteración de lemas y consignas; es un constante deslizar hacia escenarios de fantasía donde pitos, globos, cortinas musicales, gestos y sentimientos envasados, procuran remedar situaciones de “alegría”, de “felicidad”, de “satisfacción”, de cuidadosamente prefabricadas poses “informales” y “espontáneas”.

Estamos ante un penoso vaciamiento de la discusión sustantiva, de la jerarquización de la política, del debate sobre ideas y propuestas. En su lugar se erigen las campañas publicitarias, los consultores de imagen, los vendedores de ilusiones, los especialistas en ganar a cualquier precio: ¡a quién importa que se acuda al engaño, la mentira, la chicana! Queda consagrada la manipulación de conciencias y la cuantía de los recursos disponibles que son, en definitiva, los que permiten contratar ese ejército de productores e ilusionistas que transforman la política en teatro y saben camuflar intereses que no podrían defenderse abiertamente. Por otra parte, ¿quién monitorea el cumplimiento de las promesas y mentiras electorales?; ¿importan las rendiciones de cuentas cuando en pocos años un nuevo equipo de filmación volverá a blindarnos de las consecuencias de nuestros procederes y ofrecerá el maquillaje que oculta la palidez de penas, tristezas, injusticias y traiciones?

Desazón y épica

El desengaño y la desazón se encaran con trabajo; con nuevas búsquedas; con el esfuerzo de justos y la determinación de valientes; con el compromiso de comprender y construir más allá de supremacías y del impuesto pensamiento hegemónico.

Es la acción concertada de miles la que alimenta y renueva la esperanza; el pensamiento estratégico protege de la desorientación.

Frente al cambalache marketinero requerimos establecer utopías referenciales capaces de mejor alinear los múltiples intereses y diversas necesidades del conjunto social. El recto pensamiento precede al recto proceder. Que nadie se engañe: es altísimo el precio que habremos de pagar si renunciamos a comprender, organizar, gestionar, reflexionar, rectificar errores, ajustar el rumbo, acercar el futuro.

Ni lamento ni mirada azorada. Es que sigue en juego el porvenir distante y los senderos del presente.

El desafío es fuerte; tendrá que ser épica nuestra respuesta.

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