
Las elecciones norteamericanas del 2024 no son el comienzo del fin de la crisis social que aflige al país (desigualdad, insatisfacción y resentimiento = polarización) sino el fin del comienzo de un caos peor. Hay varios escenarios posibles, pero ninguno es halagüeño.
Non ducor, duco es una expresión en latín que significa “No soy conducido, conduzco.” Podría parecer que proviene como tantas otras expresiones, de la antigüedad romana. Sin embargo, su origen es más modesto y reciente. Se trata del lema de la ciudad de São Paulo adoptado en 1917 y creado por dos poetas brasileños para simbolizar la capacidad de esa metrópolis para guiar y no ser simplemente conducida por otros. Quedó así grabada en su escudo.
En la Argentina bien pudo haber sido el lema de Juan Domingo Perón (apodado “gran conductor”), cuyo libro Conducción política (1952) es el manual de su propia interpretación de Maquiavelo. También sabemos que el título de Il Duce para designar a Mussolini proviene del mismo verbo latino. La relación no es casual. Perón se formó militar y políticamente en Italia, y Vittorio Mussolini, hijo del Duce, llamaba a la Argentina la patria di riserva.[1]
Los tiempos cambian, pero la simbología no tanto. En toda época, las armas han sido insignias del poder. En el escudo paulista el brazo guerrero empuña una clásica (arma mediana) que se remonta a la conquista de América y que era favorita de Hernán Cortés. De la alabarda de los conquistadores a la motosierra de Milei cambian la tecnología y el contexto, pero no la pregunta básica de cualquier análisis político y geopolítico, a saber: ¿Quién manda?
En un artículo anterior sostuve que el mundo político y por ende geopolítico de hoy ha entrado en lo que llamé el “momento Maquiavelo”. El gran florentino fue el fundador de una política realista que está vigente en la actualidad.
La originalidad de Maquiavelo y su vigencia actual pueden resumirse en pocas preguntas que son guías para el análisis. Repito: ¿Quién manda? Y después: ¿Cómo ejerce el mandato? ¿Quién le tiene miedo a qué?
En el Renacimiento italiano, la primera pregunta tenía por lo general dos respuestas: o República o Principado. A veces, entre los dos modelos trascurría un episodio de anarquía o confusión, que podía desembocar en un golpe de estado.
Las elecciones presidenciales de los Estados Unidos en 2024 han puesto al país frente a esa misma encrucijada, no un bivio sino un trivio: república, autocracia, y anarquía. ¿Cuál de éstas entrará en vigencia, o mejor dicho ¿cuál será la combinatoria o la secuencia entre ellas? En una república, el poder es compartido y es ejercido en forma equilibrada pero sin caer en la parálisis. Esto es cierto tanto para una república oligárquica como para una república democrática. En una autocracia, el poder es ejercido en forma centralizada y sin contrapeso, lo que le da una eficacia inicial pero luego también fragilidad porque los errores estratégicos no se corrigen sino se potencian. Para volver al lema de este artículo, república y autocracia son dos maneras de ejercer el duco. La anarquía, en cambio es el reino del ducor, es decir, del descontrol. ¿Y la democracia, es decir el poder del pueblo? En el primer caso éste participa y elije a través de representantes legítimos. En el segundo caso sus opciones son la adoración, la sumisión, o la subversión. En el caso de la anarquía, hay exceso de participación pero sin dirección.
¿Quo vadis America? Vayamos por partes para considerar escenarios posibles.
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La primera constatación que cabe hacer es que, ya antes de las elecciones sabíamos que triunfara quien triunfase en la contienda electoral, la crisis de la democracia se va a acentuar. En el caso de un triunfo de Harris, la democracia norteamericana seguirá su curso de interregno con crecimiento económico, una mayor redistribución del ingreso, pero también con un continuo resentimiento popular y continuidad del movimiento trumpista o pos-trumpista.
En el caso del triunfo de Trump habrá un ataque directo a varias instituciones de la república (la prensa, el poder judicial, las garantías individuales y grupales del disenso y la protesta, las universidades, organizaciones no gubernamentales, etc.), como ha sucedido en otros países (la India, Hungría, Polonia) donde una segunda administración autoritaria se hizo más dura y represiva que la primera. La anunciada deportación en masa de inmigrantes indocumentados encontrará resistencias, pero su corte ideológico (tipo gobierno de Vichy en Francia, o tipo leyes raciales de Mussolini en Italia) se hará evidente. Implicaría, entre otras cosas el establecimiento de campos de concentración por primera vez en la historia norteamericana desde la internación de personas y familias japonesas durante la Segunda Guerra Mundial. Peor aún, éstos centros de internación podrían tener un uso político ulterior, como sucedió en Europa y América del Sur en los años treinta.
Una pregunta pertinente es si el trumpismo (para evitar por el momento la palabra fascismo) continuará en ascenso o no después de Trump, cuya edad avanzada y previsibles problemas de salud casi garantizan que deberá dejar el poder directo en un futuro a corto o mediano plazo. Por lo tanto debemos fijar la mira en el vicepresidente Vance y en el partido después de Trump.
En la sociedad civil cundirá inicialmente la cultura del miedo. Se intensificará la lucha que se viene librando desde la derecha y por muchos años para restablecer la antigua jerarquía racial y política norteamericanas frente a los avances en las luchas por derechos civiles y reivindicaciones raciales, de género, y de orientación sexual. El miedo y la paranoia son sentimientos característicos de la vida bajo el terror de estado.[2]
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La segunda constatación se refiere a la política económica y sus consecuencias. En este orden hay tanto puntos en común como diferencias importantes entre los dos candidatos y las fuerzas políticas que representan.
Los puntos en común entre los demócratas de Harris y los trumpistas republicanos son dos: mantenimiento de altas tarifas a la importación de productos considerados estratégicos –sobre todo chinos—y re-industrialización con sustitución de importaciones. Se trata en ambos casos de una retirada de la globalización librecambista a ultranza típica del neoliberalismo anterior y su sustitución por una cierta autarquía con políticas mercantilistas. Pero ahí terminan las coincidencias.
Según el economista de mi alma mater (NYU) Nouriel Roubini, las diferencias son significativas en una serie de órdenes importantes: fiscal, comercial, climático o ambientalista, inmigración, y monetaria, amén de la relación con China. Para Roubini, la agenda de Trump ha de causar inflación, reducirá el crecimiento económico (a causa de altas tarifas, depreciación de la moneda, y restricción de la inmigración), y causará un aumento explosivo del déficit del presupuesto. Por el momento los mercados (sobre todo el financiero) no se han percatado de la seriedad de tales consecuencias. Wall Street espera mayores ganancias y reducción de impuestos con Trump, por lo que sus gestores se hacen los sordos o los distraídos. Los grandes empresarios monopolistas se mantienen callados, con una excepción notable: Elon Musk, ardiente soporte del gran taita y tahúr de casinos. Los dueños de periódicos de gran circulación, The Washington Post y Los Angeles Times, (tienen intereses asociados a contratos con el estado) han decidido no pronunciarse por ningún candidato (como solían hacerlo en elecciones anteriores), para evitar la ira de Trump si éste llega a la presidencia. Esta estrategia ha sido denominada de “sumisión preventiva.”[3] Trump suena la trompeta de los libertarios mientras reduce la libertad de los que considera rivales u opositores, a quienes trata de enemigos. Se propone usar el arma económica para perseguirlos.[4] Los libertarios quieren desarmar el estado, excepto el aparato represivo.
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La tercer constatación se refiere a las consecuencias directas e indirectas en el campo internacional de cada una de las propuestas en juego. También en este campo hay algunas coincidencias y varias disidencias. Ambos candidatos mantienen la continuidad en Medio Oriente con el apoyo militar incondicional al estado de Israel, a pesar de opiniones opuestas en relación al castigo colectivo que ese estado inflige a los palestinos. También hay una distinción en la retórica agresiva frente a Irán, pero evitando una escalada de mayor envergadura. En los dos casos se trata de una distinción entre mayor o menor hipocresía. En ambos casos no existe una estrategia razonable de largo plazo. Por lo tanto habrá conflicto y guerra sine die en esa región.
Con respecto a Ucrania la diferencia se ubicará en el matiz con que los EEUU apoyarán el congelamiento de hostilidades sin paz duradera y en las concesiones mutuas que habrán de tolerar entre Ucrania y Rusia. Sea como fuese, el “fin” de esta guerra no ha de superar el modelo de la guerra congelada que hoy existe entre las dos Coreas. Una estrategia más inteligente que la perseguida por Biden, Blinken y compañía hubiese ya impuesto un fin un poco más justo a la invasión rusa, con la Finlandia de Mannerheim como modelo (1939-41). Curiosamente en este tema Trump se ha mostrado más “realista” que la camarilla de Biden y Blinken.
En general, en cualquiera de los dos escenarios, los EEUU seguirán estando distraídos de su rivalidad principal con China. Desde un punto de vista ideológico, el autoritarismo de Trump pondrá fin al “soft power” democrático del país en el mundo y estimulará el ascenso de la extrema derecha en más de un continente, siendo Europa y la OTAN las víctimas principales.
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Auge del ducor. Si como sostengo, la gran crisis de la democracia norteamericana sólo ha comenzado, los días, meses, y años que seguirán a estas elecciones se han de caracterizar por varias crisis de gran envergadura: crisis constitucional (cambio en la relación entre los tres poderes, recorte de ciertas garantías, restricciones a la participación electoral y los derechos civiles); crisis cívica, con un mayor ambiente malsano caracterizado por el miedo, la paranoia y la apatía; y crisis de dominio internacional, campo en que el poderío estadounidense conducirá (duco) menos que antes y en cambio será en varios dominios reducido (ducor). Ejemplos notorios del ducor que se viene es la pérdida de iniciativa y la falta de estrategia frente a actores “truhanes” (rogue states) como Israel, Norcorea, Hungría, y otros varios que se sumarán a una pléyade de estados que a pesar de su escaso peso demográfico o económico, definirán la agenda geopolítica de los mayores. En palabras de Churchill: producen más historia que la que son capaces de consumir. O en palabras criollas: serán la cola que mueva al perro y no al revés, como debería ser.
[1] Ver Federica Bertagna, La patria di riserva. L’emigrazione fascista in Argentina, Roma: Donzelli, 2006.
[2] Los latinoamericanos conocen bien estos estados anímicos. Ver al respecto Juan E. Corradi, Patricia Fagen y Manuel Antonio Garreton, eds., Fear at the Edge: State Terror and Resistance in Latin America, Berkeley: University of California Press, 1992.
[3] Ver Timothy Snyder, On Tyranny: Twenty Lessons from the Twentieth Century, New York: Tim Duggan Books, 2017. El tema es tan antiguo como el panfleto de Étienne de la Boetie, Sobre la servidumbre voluntaria (1574). Mas recientemente ver Ivan Ermakoff, Ruling Oneself Out. A Theory of Collective Abdication, NC: Duke University Press, 2008.
[4] Para un análisis pormenorizado ver el artículo de Martin Wolff, “Trump is the man who would be King,” Financial Times, 30 de octubre de 2024.
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