Primera parte: un esquema conceptual
Sin un futuro claro y positivo, cada vez más el “comportamiento desviado” se vuelve “normal.” Para entenderlo debemos desempolvar los esquemas conceptuales de la sociología clásica.
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Imagine el lector la descripción de la muerte hecha por un muerto –algo imposible salvo en la literatura fantástica. No sería el monólogo de Hamlet príncipe de Dinamarca sino el de Yorick, la calavera. Diría algo así: “No quiero apesadumbrarlos con los detalles, asaz desagradables: las pérdidas de sangre, la fiebre, la persistente tos, el ahogo final. Pude, eso sí, morirme en mi cama. Durante mi agonía vino un sacerdote. Aunque nunca fui creyente, lo dejé hacer, porque al final, ¿quién sabe lo que hay después? Trajo una cajita de ungüentos y un libro de oración. Mi familia me acompañó. A las 20:11 por mi fin me liberé. Se me paró el corazón. Afuera había aguacero, como en el poema de Cesar Vallejo[1]. Ese año hubo un millón de muertos tan sólo en mi país. El virus que me mató se originó en Xian, en el noroeste de China, con unos pobres pollos apestados que se volvieron pestíferos.”
No se preocupe el amable lector. El anuncio de tal muerte pandémica en boca de un finado es una exageración fantástica. No hay, por el momento, testimonio veraz del más allá. Nadie, que yo sepa, traspuso el umbral hacia atrás. No hay más remedio que vivir para contarla, como escribió García Márquez. Decía Marco Aurelio (cuyas Meditaciones recomiendo), que sólo disponemos del presente para aprovechar o para perder. El pasado ya lo perdimos, y el futuro todavía no existe. Sin embargo, pasado y futuro son indispensables en todo presente del vivir, entre la nada (individual) antes de nacer y la nada (individual) después de morir.
Con el advenimiento de la modernidad, la humanidad (primero en Occidente) creyó en la promesa de un futuro feliz y alcanzable. Fue toda una novedad. Hoy todo eso está en crisis. Me explico.
El futuro es uno de los puntos de referencia indispensables para existir. Lo necesitamos porque, como decía Sartre, vivir es proyectar, lanzarse hacia delante, aunque al final la pasión resulte inútil. Ahora bien, ¿qué pasa cuando el futuro se desdibuja, desaparece, o se presenta como un horizonte de negros nubarrones? Los puntos de referencia de la acción (individual y colectiva) tiemblan todos, y se nos presentan distintas posibilidades de adaptación que debemos examinar.
Ese desajuste o tembladeral de normas es lo que la sociología clásica denominaba anomia. En el siglo 19 el primero en estudiarla fue el sociólogo francés Emile Durkheim en sus estudios sobre el suicidio como fenómeno social. En el siglo 20, el concepto fue elaborado por el sociólogo norteamericano Robert K. Merton, en sus estudios sobre la tensión que provocan las contradicciones del sistema cultural y la tensión entre las normas de una cultura y los obstáculos a su realización que provienen de la estructura social. Pienso que hoy, en pleno siglo 21, debemos volver a aquel concepto y adecuarlo a la situación moral o normativa en que se encuentra el mundo. De allí su relevancia geopolítica.[2]
Anticiparnos a lo que vendrá es lícito, común y necesario, y se llama predicción. Lo hacemos con el tiempo que va a hacer mañana, en meteorología, y cada vez con más precisión. Lo hacemos también con los tiempos que vendrán, es decir con la vida individual y colectiva. Salvo que, en este campo, la precisión es menor. Toda predicción suscita tanto esperanza como temor.
Predecir se confunde con proyectar. La modernidad celebra la incertidumbre, típica de la ciencia y del progreso tecnológico. Para un entusiasta de la modernidad, sin la incertidumbre del cambio, el mundo sería de un aburrimiento insoportable, o de un fatalismo aterrador. “Proyectar” tiene dos significados. Uno es el de Sartre: entre el Ser y la Nada, tenemos que Hacer. El otro es el de Freud (modificado por Borges): al dibujar el futuro trazamos apenas el croquis de nuestra propia nariz.
En los países jóvenes, o de asentamiento reciente (USA, Argentina, Australia) la proyección a futuro es en general optimista (ejemplo: el “sueño americano”). A pesar de la incertidumbre consustancial con la modernidad, el futuro en esas culturas es generalmente positivo: hacia delante, todo es más y mejor. Poco importan los errores de predicción (algunos garrafales y otros bastante cómicos).
Nos quedamos entonces con la reflexión de Oscar Wilde: “la predicción es arte difícil; sobre todo la predicción del futuro.” El futuro es irremediablemente una función de nuestra acción en el presente, pero sin garantías. La sabiduría, por su parte, es la misma incertidumbre vista del revés. Es irremediablemente retrospectiva. Por eso Hegel decía que el búho de Minerva levanta vuelo al atardecer. En buen criollo: cuando te das cuenta, ya es tarde. Miremos algunos futuros ya pasados y consideremos la poca agudeza de su previsión.
En 1940 los demógrafos norteamericanos hicieron una estimación del crecimiento de la población en ese país en los veinte años sucesivos. Basaron sus cálculos en la proyección de tasas de natalidad y mortalidad (descontando la Guerra) existentes. Pero no previeron la posibilidad de que, con el fin de las hostilidades y el auge de una nueva prosperidad, se desatara un verdadero entusiasmo copulativo. Sin embargo, eso fue lo que sucedió, y se llamó el “baby boom.” Se quedaron cortos de cien millones.
Cuando William Graham Bell inventó el teléfono, el alcalde de una ciudad norteamericana lo festejó con un discurso e hizo una predicción: “Puedo ya ver el día, dijo, en que cada ciudad de nuestro país tendrá uno de estos aparatos.”
El mundo no se acabó ni en el año mil ni en el año dos mil. La confusión de computadoras que habíamos proyectado no se produjo con la llegada del Y2K. La Guerra Fría no desembocó en un holocausto nuclear. Ni Bonaparte ni Hitler conquistaron Rusia. El comunismo no enterró al capitalismo. A pesar de su juvenil certeza en otras épocas, un revolucionario en la vejez ya sabe que la historia no lo absolvió. Entre el fin concreto de cada uno y el fin final de todo, no hay fines firmemente preestablecidos. Hay sí deseos, proyectos, condicionamientos, aciertos y errores, lecciones del pasado y normas prudenciales.
No nos privemos de estos tres dones, que son la otra faz de nuestra incertidumbre: la libertad, la esperanza, y la voluntad de acción. Ah… me olvidaba de un cuarto don: el sentido del humor. Con estas herramientas, propongo volver al esquema del citado Robert Merton en sus estudios sobre la anomia y la estructura social, esta vez en clave geopolítica. Hay que desempolvar la sociología clásica.
Para Merton la anomia es “Como la quiebra de la estructura cultural, que tiene lugar en particular cuando hay una disyunción aguda entre las normas y los objetivos culturales y las capacidades socialmente estructuradas de los individuos del grupo para obrar de acuerdo con aquellos.” (Teoría social y estructura social 1964:170).
Desde un punto de vista geopolítico me atrevo a argumentar que, primero con la globalización y luego con el supuesto contrario –la desglobalización– el mundo experimenta múltiples quiebras de las estructuras culturales y también una quiebra en las capacidades de individuos y grupos para obrar con cualquier tipo de normas y objetivos culturales, viejos o nuevos.
Por supuesto la probabilidad de caer en la anomia difiere entre los individuos debido a la estructura social donde conviven, haciendo a unos más propensos que otros. La anomia cunde en los estratos donde las posibilidades para acceder a los fines prescriptos por la cultura y la sociedad en general son escasos. De esta manera sin poder encontrar los medios para los fines, el individuo se ve obligado o en la necesidad -si quiere cumplir con los deberes y fines impuestos culturalmente- a buscar soluciones ilícitas para llegar a su meta. Además, las metas mismas (ej. la riqueza o la fama) a veces se ven desdibujadas. Las mafias, el tráfico de personas, el narcotráfico, el crimen callejero u organizado, el nihilismo violento y el hacking son ejemplos de esta situación.
Sabemos que hay sociedades (cada vez son menos) donde hay cierto equilibro entre objetivos y la capacidad para llegar a ellos, el cual podría ser una sociedad con un sistema de castas (ej. la India tradicional que está desapareciendo) el cual podría restringir objetivos que serían catalizadores para un estado de anomia. En sociedades modernas, sólo aquellas de población reducida, próspera, y culturalmente compacta contienen las tendencias anómicas (Escandinavia es un ejemplo). En el otro extremo, una sociedad heterogénea, capitalista y democrática (no sólo en el sentido político sino en el social) en medio, por ejemplo, de una crisis económica, es un gran caldo de cultivo de comportamientos anómicos.
Merton planteaba varias categorías para entender la anomia. Estas categorías “se refieren a la conducta que corresponde al papel social en tipos específicos de situaciones, no a la personalidad. Son tipos de reacciones más o menos duraderas, no tipos de organización de la personalidad”. Son las siguientes:
(1) Conformidad: Es la adaptación más común entre los privilegiados, donde tanto las metas culturales como los medios institucionales son aceptados. Es la forma de conducta “normal” no desviada.
(2) Innovación: Es cuando los individuos aceptan las metas establecidas, pero no los medios para llegar a ellas. La tecnología es el campo más citado de innovación, pero la criminalidad lo es también.
(3) Ritualismo: Es característico de individuos que no toman riesgos ni aceptan tomar una decisión en donde no tengan todas las garantías y, además estén completamente seguros de que van a conseguir lo que desean. En una sociedad dinámica y moderna se quedan atrás.
(4) Retraimiento: No se trata de una adaptación sino tal vez una desadaptación al medio, ya que no tienen ni las metas, ni los medios para hacer realidad los objetivos propuestos culturalmente. Es característica de los vagos, autistas, alcohólicos entre otros. Hoy en algunos estratos de la sociedad norteamericana cunde un comportamiento suicida por desesperación (ej. crisis de los opioides).
(5) Rebelión: Son las personas que no están de acuerdo ni con los medios ni con los fines. Su objetivo es crear una sociedad nueva o modificar radicalmente la actual por otra. Ha sido característico de actitudes revolucionarias. La activista sueca Greta Thunberg entra en esta categoría.
En la mayoría de las sociedades actuales, los modos de comportamiento más salientes son #1 la innovación (en sus dos acepciones normal y criminal) y #4 el retraimiento. Estas dos categorías nos ofrecen una interpretación sociológica de la marcada (y muy mentada) desigualdad a nivel nacional y global. Los grandes innovadores (los héroes del invento tipo Bill Gates o Elon Musk) y los grandes criminales (Bernard Madoff entre los financistas, o Joaquín “el Chapo” Guzmán entre los narcos) se han apoderado de los fines de la sociedad, es decir, de su futuro, mientras grandes sectores de la población no sólo se quedan atrás sino ven el futuro no como una promesa de felicidad sino como una amenaza a su propia supervivencia. Esta pérdida de futuro me parece inédita y muy importante. En mi artículo siguiente trataré de analizar sus consecuencias y delinear un camino para su posible superación.
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[1] Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París -y no me corro-
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.
Jueves será, porque hoy, jueves, que proso
estos versos, los húmeros me he puesto
a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto,
con todo mi camino, a verme solo.
César Vallejo ha muerto, le pegaban
todos sin que él les haga nada;
le daban duro con un palo y duro
también con una soga; son testigos
los días jueves y los huesos húmeros,
la soledad, la lluvia, los caminos…
[2] Sobre la inestabilidad geopolítica leer https://www.nytimes.com/2023/06/26/science/3-body-problem-nuclear-china.html
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