Hélio Jaguaribe 1923-2018

Desde un punto de vista generacional y biológico, podría haber sido mi padre.  Desde un punto de vista intelectual lo fue. Hélio Jaguaribe fue un gran patriota latinoamericano, un pensador de los que ya no quedan, desde la especulación metafísica, pasando por la geopolítica, hasta llegar a la descripción minuciosa de los procesos sociales y políticos.  Toda una generación de cientistas sociales se inspiró en su obra.  En las páginas de su voluminosa producción, Hélio sigue vivo y vigente.

Yo lo leía ya en mi juventud cuando lo encontré en los Estados Unidos (Jaguaribe era profesor visitante en Harvard) en el lejano 1967, en ocasión de un simposio sobre América Latina en la Universidad de Brandeis.  Con pocos recursos pero mucho corazón, tres aprendices de sociólogo –Margherita Ciacci, Charles Nathanson, y yo—reunimos a un grupo luminario de científicos y escritores latinoamericanos en las soledades de Waltham, Massachusetts.  La intervención de Hélio Jaguaribe fue la mas brillante de todas.  Brilló como su nombre. Brilló como un sol.

Pasaron los años.  A lo largo de décadas tuve el privilegio de conocer a Hélio y a toda su familia.  De todos ellos, y de su pater familias, saqué mucha inspiración, y sobre todo la esperanza de un futuro mejor para América Latina.  Fue un brasileño amante de la Argentina.  Siempre pensó que su país y el nuestro podrían colaborar de la manera mas fructífera.  En tiempos aciagos en los que a veces dudamos de nuestro futuro, Jaguaribe nos decía:  “Nuestros países están condenados al éxito.”

Fue un hombre del Renacimiento, reforzado por la Ilustración.  Gran conocedor del mundo antiguo, sobre todo el Greco-romano, estuvo siempre al día en el diagnóstico de la realidad contemporánea,  que iluminó como pocos en sus libros, ensayos y conferencias.  Fue gran catador de filosofía, música, y vinos, de los que siempre se inspiró.

En homenaje a su vida ejemplar, Opinión Sur ofrece hoy algunos párrafos de su original cosmovisión.

 “Es interesante observar el hecho de que el pensamiento contemporáneo, a pesar de los extraordinarios progresos alcanzados por el conocimiento humano hasta nuestros días, tiene muy poco que añadir a la meditación griega a ese respecto. En última instancia, lo que cabe pensar, respecto al sentido del hombre y de su destino, ya fue formulado por Demócrito y por Epicuro. El hombre es poseedor de una libertad racional que puede ejercer en el curso de su corta existencia terrestre. Esta condición abarca la totalidad de lo que se da al hombre. Ninguna entidad supra terrestre existe para castigar al hombre por sus malos actos o premiarlo por los buenos. Ninguna entidad extraterrestre, por otro lado, juzgará los actos humanos y los considerará buenos o malos. El hombre, como dijo Protágoras, es la medida de todas las cosas

En tales condiciones, ¿qué le queda al hombre? En verdad, lo único que queda al ser humano es lo que el ser humano mismo se da. En esta condición, corresponde al ser humano escoger un régimen de la vida en que se conjugue lo que le sea personalmente favorable como el que sea favorable para los demás seres humanos, o una línea de conducta orientada hacia la optimización individual de sus intereses, independientemente de lo que ocurra con los otros seres. Es antropológicamente admisible optar por un bandidismo eficaz, que conduzca a la apropiación, por la violencia o el fraude, de todo lo que un individuo desee, desde que se previene de castigos y optimice las condiciones de la propia supervivencia.

El problema que permanece abierto, sin embargo, es el de la relevancia de la vida. En su condición de animal trascendente, el ser humano necesita la relevancia, independientemente del hecho de que, en último análisis, todo sea irrelevante. En efecto, como ya se ha mencionado, a largo plazo todo es irrelevante. El mundo no tiene sentido y terminará acabando, o en un Big Crunch, según la hipótesis cíclica, o en una infinita dispersión de la materia y de la energía, en un espacio reducido al cero absoluto. En este mundo finito, la humanidad es igualmente finita, apenas en un plazo mucho más corto. Y cada individuo humano es finito a un plazo aún más corto. Nada, por lo tanto, en último análisis, es relevante.

Sin embargo, lo que es irrelevante, en el corto plazo, es la irrelevancia final del mundo. Mientras la humanidad exista y mientras exista cada persona individual, el problema que se presenta es el de su respectiva relevancia, en ese corto plazo. La extraña condición trascendente del ser humano opera de forma que la significación de la vida, para cada persona, se deriva de la medida en que preste relevancia a esa su vida.

La relevancia de la vida presenta un espectro extremadamente amplio, que depende, para cada persona, de su cultura, de su capacidad, su modalidad de inserción social y, en la base orgánica, su vitalidad. Dentro de la amplísima gama de posibilidades que se abren, según la capacidad de cada ser humano y las circunstancias en que se encuentra, se puede verificar una constante: el sentido de la vida, para cada ser humano, dependerá, en función de elementos precedentemente referidos, medida en que trasciende el nivel puramente psicofísico.

La distinción fundamental entre el ser humano y los animales superiores deriva del hecho de que, estrictamente, solamente el ser humano es un animal trascendente. Para los animales, el sentido de sus respectivas vidas depende de la medida en que logren satisfactoriamente atención de sus necesidades fisiológicas además, si la especie es gregaria, de la satisfactoria inserción en su bando. En el caso del ser humano, a los requisitos de felicidad animal y satisfactoria inserción social se agregan los requisitos de satisfactorio atención de su trascendencia, conforme a los niveles y características de cada persona. Un trabajador de baja calcificación cultural y técnica encontrará satisfacción conforme desempeña sus funciones de forma correcta, independientemente de mejor remuneración. Opuestamente, podrá encontrar satisfacción en la medida en que su rebelión social encuentre alguna modalidad de manifestarse, en términos que no le sean desventajosos. La trascendencia se ejerce tanto en el buen obrar como en la rebelión.

Para seres humanos de nivel cultural más elevado, la trascendencia se ejerce en función de su desempeño, no sólo en términos del éxito que alcanza, que corresponde, en un superior nivel psicosocial, a una satisfacción fisiológica, pero también, específicamente, en términos de la validez objetiva, social, cultural o ética, del objeto de su acción.

En un mundo que presenta perspectivas muy pesimistas, como indicamos, persiste, alternativamente, una perspectiva optimista, cuando se considere que la trascendencia humana tiende a impulsar al ser humano a intentar compatibilizar sus intereses personales con el de los demás seres humanos, para dar un sentido de relevancia la propia vida. Así, en las presentes condiciones del mundo, la relevancia de la vida, para los seres humanos dotados de relevancia pública, consiste en contribuir a la formación de un sistema internacional más racional y equitativo y para regímenes domésticos igualmente más racionales y equitativos. Las posibilidades de un mundo mejor no dependen ni de un caso ni del altruismo humano, considerado como virtud, sino del impulso, por parte de seres superiores, dotados de capacidad de interferencia, de prestar relevancia a sus vidas contribuyendo a la construcción de un mundo mejor. Se trata, en última instancia, de lo que se podría denominar «egoísmo trascendente.» El mundo puede llegar a ser tolerable para todos los seres humanos y excelente para muchos. Para ello, depende de las formas esclarecidas de ese egoísmo.”

 

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