Se cerraron los Juegos Olímpicos de Beijing y el ideal del juego limpio estuvo presente a pesar de transgresiones que no faltaron. Algunas fueron sancionadas; otras quedaron impunes y sirvieron para ganar transgrediendo. Vale preguntarse sin caer en ingenuidad alguna ¿qué es lo que lleva a querer ganar a toda costa, violando reglas, engañando? Transgresión deportiva
Transgrede el jugador de futbol que simula una falta para obtener un penal, el atleta que utiliza drogas prohibidas para acceder a un superior rendimiento, aquel que lesiona arteramente a su rival. El afán de esos transgresores es “triunfar” a como dé lugar; no les preocupa la falsedad o la hipocresía de lograr resultados tramposos; hay dinero, frustaciones, fama, reconocimiento de por medio..
Algunos espectadores confunden transgresión con habilidad, con viveza para engañar y salirse con la suya; no descalifican al transgresor ni les importa que se hubiese afectado el esfuerzo y el derecho de otros. Convalidar el engaño con aplausos o admiración es tan destructivo como el engaño mismo: alienta a transgredir, recompensa al transgresor. Para enfrentar la transgresión es necesario quitarle el aura al resultado tramposo, con lo cual toca volcar el foco y una cuota de co-responsabilidad sobre nosotros.
Somos fanáticos de nuestros seleccionados, del club favorito, de un atleta preferido. Nos gusta que ganen y muchas veces lo deseamos apasionadamente. Somos concientes que proyectamos en la competencia deportiva muchas cosas personales y aún sentimientos grupales o nacionales y, sin embargo, en el momento de la competencia se nos vuelan los papeles y ahí estamos vociferando nuestra preferencia a todo pulmón. Quien escribe es uno de esos fanáticos que también se desliza hacia esa pasión, esa casi locura, adulta o resabio lúdico infantil.
Aunque admiro la competencia y celebro el placer de jugar, no comprendo a cabalidad porqué sentimos esa permanente necesidad de “ganar” cuando lo lógico, lo natural, lo que sucede con mayor frecuencia, es alternar ganar y perder. No hemos aprendido a perder y, muchas veces, tampoco a ganar. Quizás ayudaría alejarse de esa dicotómica categorización ganar-perder.
Intereses, afanes, conductas transgresoras se proyectan en el deporte. Es que el deporte como negocio, como distracción de otras preocupaciones mayores, como alienación popular, como cuota de poder y figuración, es tan valorado que impulsa a deportistas y directivos a usar artimañas, ilícitos, a actuar en base al engaño, apostando a no ser sorprendido, a que el eventual castigo no sea significativo o quede impune.
Las transgresiones en el deporte son sancionadas; en el futbol con advertencia, tarjeta amarilla o roja. También hay jueces y supervisores que velan por la debida aplicación de las normas aunque no faltan casos de corrupción entre los propios árbitros y quienes regulan el deporte. Esto no descalifica el valor de las reglas pero exige estar alerta para que no terminen siendo aplicadas en detrimento de los que las cumplen.
Transgresiones más alla del deporte
Por cierto que existen mentira y engaño más allá del deporte. Gobernantes, policias, recaudadores de impuestos, comerciantes, abogados, inspectores, síndicos de quiebras, entre otros, pueden no cumplir con su deber. En esos casos utilizan mentiras, engaños, sobornos, influencias, amenazas, violencia. Son delincuentes que buscan “ganar” poder, dinero, fama, honores, a los que no podrían acceder por otros medios. Enfrentarlos hace parte de la eterna lucha por justicia, equidad y juego limpio. Es que la transgresión de las normas no llega sin costo: resquebraja la cohesión social y afecta el derecho de los demás. Al premiar con impunidad el engaño y la transgresión se socava el basamento de la vida en sociedad.
Lo que complica el panorama es que hay situaciones donde las reglas son groseramente injustas y casi fuerzan a transgredirlas. De hecho toda norma, toda reglamentación, es imperfecta y, por tanto, mejorable. La cuestión es que si violamos las normas para evitar el efecto de sus imperfecciones tomamos justicia por propia mano y podemos caer en peores situaciones. Toca aceptar reglas de convivencia (en lo social, en los deportes, en política, en lo económico, en lo militar, en lo religioso, en el vecindario, en la familia, en la pareja) mientras intentamos mejorarlas o eliminarlas utilizando todos los medios y procedimientos legales o sociales existentes. Se trata de pelear por normativas más justas y equitativas, aunque no a través del “sálvese quien pueda” individualista donde cada quien lucha por sí y para sí, sino de establecer regulaciones que permitan conciliar intereses y asegurar espacios de buena convivencia y realización para todos.
El tema es que nadie puede hablar desde la verdad o la honestidad absolutas porque, en un sentido u otro, todos somos transgresores; sólo que hay grados de transgresión y diferentes niveles de responsabilidad. La historia nos presenta con la paradoja que, aún desde nuestra imperfección, hemos sido capaces de conformar sociedades organizadas sustentadas en valores y regulaciones. Personas imperfectas, sociedades imperfectas, normas imperfectas no han impedido que, inmersos en contradicciones y tensiones, con múltiples y diversos intereses y necesidades, sigamos buscando mejores modalidades de convivir. En ese proceso cambian circunstancias, evoluciona el pensamiento; en ocasiones hasta pudimos transladar al campo del deporte lo que sólo se resolvía en un campo de batalla.
Otra mirada sobre la “mano de dios”
Miro ahora con otros ojos mi pasión futbolera. Por un lado, veo que sirve para canalizar agresividad –genética o cultural- antes expresada fuera del ámbito del deporte. Por otro lado, la pasión deportiva nos ofrece una oportunidad para desarrollarnos como personas portadoras de valores y de sentimientos. Es allí en lo alto del descontrol, donde la manada ruge y los latidos resuenan fuerte, que toca poner a prueba, foguear, nuestra propia madurez, ecuanimidad, sentido de justicia, comprensión de situaciones. En medio del hervor de la tribuna no es fácil templar la capacidad de respetar al adversario, de aprender a ganar y a perder con la misma dignidad e hidalguía.
Dándome cuenta del valor de esta reflexión me pregunto si en el próximo desafío tendré la entereza para celebrar el esfuerzo y rechazar la trampa. Con el perdón de lectores no familiarizados con códigos futboleros, cierro estas líneas pensando en la famosa “mano de dios” de Maradona. ¿Habrá sido con dios o con el diablo que sellamos aquel pacto?
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