Cuando el tiempo se acaba

Frente a las varias y serias dificultades de supervivencia en la Tierra debemos repensar con urgencia y en forma radical los presupuestos de nuestra acción.

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El ángel que yo había visto de pie sobre el mar y sobre la tierra levantó al cielo su mano derecha y juró por el que vive por los siglos de los siglos, el que creó el cielo, la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos, y dijo:

 “¡El tiempo ha terminado!”

         Juan Apóstol

Apocalipsis 10:5,6

En la experiencia humana el tiempo ha sido siempre  motivo de preocupación desde la mas remota antigüedad.[1]  El tiempo es cambio, y como tal, está sujeto a muchas y diversas interpretaciones (lineal, cíclico, etc.), cuya enorme variedad nos distrae de una constancia universal, a saber, que todo se acaba.  La sabiduría maya nos ha legado una bella expresión de esa constancia en los fragmentos del libro del Chilan Balam:

Toda luna, todo año, todo día, todo viento
camina y pasa también.
Toda sangre llega al lugar de su quietud,

como llega a su poder y a su trono…”

Para los Mayas, ese fin lo trajeron los extranjeros, que destruyeron su civilización:

“Ellos enseñaron el miedo,
y vinieron a marchitar las flores.
Para que su flor viviese,
dañaron y sorbieron la flor de los otros…
¡Castrar al sol!
Eso vinieron a hacer aquí los extranjeros…”[2]

Cada crisis profunda –guerra, invasión, plaga, o catástrofe ambiental—agudiza el temor sobre el fin de todo.  Todo cambia, nace y muere, y también (tal vez) vuelve a nacer.  Detrás de todo ese flujo existe una angustia y una duda, que es la conciencia de la finitud. 

En la naturaleza –hoy interpelada por la ciencia—todo termina y se renueva en cualquier escala del Ser. Lo que la ciencia ha logrado con telescopios y microscopios es extender la escala desde lo infinitamente pequeño hasta el espacio sideral.  Para visualizarlo vale consultar el experimento matemático con la potencia de diez, ilustrado en el asombroso film de Ray y Charles Eames, hecho para la compañía IBM, con el sencillo artilugio de ir agregando ceros a cada escala.[3]  Se trata de una dimensión espacial, pero es temporal también.  Parece establecer una noción de infinitud, pero la experiencia indica que, a cada nivel, todo se acaba, desde las partículas subatómicas hasta las mas distantes galaxias.  Todo surge y se acaba, ¿y el universo entero también?

Aquí llegamos al límite de la ciencia, es decir de la razón.  Es el tema del mas grande filósofo racionalista de Occidente, Immanuel Kant, en su ensayo publicado en las postrimerías del siglo 18, titulado “El fin de todas las cosas.”[4] Se pregunta Kant ¿Cómo concebir el fin de todo, es decir del tiempo también? Allí la razón se pierde, y cede paso a otra dimensión metafísica, moral, o teológica, acompañada en la limitada existencia humana por la esperanza o el terror, es decir por la fe, que de racional no tiene nada. ¿Existe un mas allá del tiempo, un después que deja de ser tiempo? ¿La eternidad es otro tiempo, o su entera cesación?  La razón tiene inmensos logros, pero se detiene ante una última frontera.  Kant repite en clave filosófica el monólogo de Hamlet.

Las religiones dieron distintas respuestas a semejante (y escalofriante) imposibilidad del saber, ya sea buscando un camino hacia el Nirvana (la Nada como beatitud), o imaginando un juicio final, que sería la antesala del fin de los tiempos. La razón humana es incapaz de dar una respuesta.  Está frente a un obstáculo insuperable, que los griegos llamaron aporía (del griego ἀπορία, dificultad para el paso).  Para una imagen casera, pensemos en el bañista que se adentra en el mar hasta no poder hacer pie. Y no podemos pensar que nadar es la solución, pues sólo posterga la aporía, y el bañista al final quiere volver a tierra firme. En la dimensión humana individual, el existencialismo afrontó la aporía con la contundente frase de Jean Paul Sartre “el hombre (hoy diríamos ‘toda persona’) es una pasión inútil,”  aunque no podamos prescindir de ella o de sus obras. Nuestras vidas y sus obras van, como se dice en Brasil “da nada a lugar ninguem.”

Entre la dimensión humana existencial y la escala cósmica o teosófica se encuentra la dimensión colectiva o sociológica, que es la que corresponde a la sección geopolítica de la que estoy a cargo. Hay circunstancias aquí en las que también el tiempo se acaba.  Para ilustrar la instancia me referiré a la guerra que hoy nos toca presenciar con mayor angustia y cuya presencia satura todos los medios: la guerra en Ucrania.

¿Estamos ante el nacimiento (a sangre y fuego) de una importante nación, o su destrucción total?  ¿Es ésta una guerra limitada a una sola región o una guerra mundial[5]?  Si la escalada no frena ¿estamos al borde de una gran guerra terminal (es decir nuclear)?  Y la pregunta final: esta guerra, aunque bien o mal termine de una vez, ¿no es acaso el ejemplo de una forma particularmente perversa de desatender (algunos dirían acelerar o provocar)  un desastre planetario, en el que nuestro propio tiempo como especie está por concluir? No sabemos si este es el fin de una guerra mas, o el comienzo de un fin mucho peor para todos. Para responder, citaré algunos detalles de las batallas en curso.

La contraofensiva ucraniana en la región de Kharviv es importante por su rapidez y extensión (70 kilómetros en tres días y en múltiples direcciones, rodeando a la importante ciudad de Izyum).  Alivia también la amenaza a  fuerzas ucranianas en la región oriental de Donbas. Esta derrota táctica  conducirá a los rusos a intentar  una movilización mayor (conscripción) para extender e intensificar la guerra.  En toda su historia militar, la estrategia de los rusos ha sido retirarse como la marea, aun con enormes pérdidas, para luego volver a atacar con mayor brutalidad.  Lo hicieron con Napoleón y después con Hitler.  Para ello Rusia cuenta con tres factores de ventaja: su extensión (profundidad estratégica), su indiferencia frente a grandes bajas, y el “comandante” mas importante de su territorio: el “general” Invierno.

En círculos políticos y en los medios de comunicación, el mundo occidental se complace y celebra la contraofensiva, con lo que a mi juicio es un festejo prematuro. Desde la perspectiva de la dirigencia rusa, a la actual humillación se debe responder con un mayor zarpazo. La guerra se prolongará, se hará mas violenta, y se extenderá.  Sólo después de un largo y cruel camino habrá un atisbo de negociación.  A la desolación la llamarán paz; surgirá un nuevo equilibrio estratégico en el que Polonia jugará un papel mayor en la región y China en el mundo entero, en el que Ucrania devastada comenzará una penosa reconstrucción, y en el que el régimen de Vladimir Putin se verá en apuros dentro de sus propias fronteras. Este escenario que presento es el de un pesimismo esperanzado, que es lo mejor que puedo pensar.  Supone que los diversos actores en este conflicto se frenen frente al abismo de una gran guerra general. 

Si ese impasse se diera, llegará el momento de repensar los principales supuestos de nuestra civilización.  En materia económica ¿cómo desprendernos de la premisa de crecimiento, sin la cual corre riesgo de caerse toda la estantería de la que sido llamada “ciencia funesta” (dismal science)? En materia geopolítica, ¿cómo desprendernos del obsoleto y funesto concepto de soberanía que hoy cunde como un reguero entre las ruinas de la mas reciente globalización?

Como no soy economista, me ocuparé del segundo interrogante, buscando una nueva interpretación del concepto de soberanía. 

La noción hoy utilizada de soberanía presupone dos cosas: (1) el derecho de cada estado a controlar como mejor le parezca a la población dentro de sus fronteras reconocidas por otros estados, y (2) el derecho de cada estado de defender sus fronteras frente a otros estados.  Con el fin de la Pax Americana, hoy muchos países reivindican esta postura.[6] Pero esta doble premisa se cae frente a los desafíos que hoy enfrenta el planeta y toda la humanidad que lo habita y que hoy en él pulula. Así, unos estados emiten gases tóxicos y otros los sufren sin emitirlos, pero algunos reclaman el derecho de hacerlo porque sería justo, o piden, en el mejor de los casos, compensación.  Pero la atmósfera está afectada para todos, y ya no hay mas tiempo para dirimir derechos a la contaminación mientras se agrava el cambio climático. Un ejemplo claro de este impasse es el destino de Amazonia, que varios gobiernos de Brasil han dejado devastar y donde hay ciudadanos que defienden tal acción –de consecuencia universal—bajo el pretexto de ejercer la soberanía sobre ese territorio y lograr mas desarrollo, es decir crecimiento. 

Si de la flora pasamos a la fauna humana, algunos estados defienden el tratamiento cruel de algunas minorías como un derecho soberano, fronteras adentro.  De fronteras afuera, cada estado soberano se siente con derecho a pelearse con otros estados en guerras de conquista o de elección, bajo el pretexto de defender sus intereses vitales, como ser una supuesta contención de la intención malévola atribuida a otros estados. En resumen un poco grosero, soberanía quiere decir al final de cuentas el derecho de un estado establecido a la represión interna y a la agresión externa.  Para peor, la “comunidad” internacional no es tal.  Por ejemplo las Naciones Unidas es un club de estados soberanos que actúan con la lógica arriba delineada y son  inermes frente a los grandes desafíos generales, a los que responden con declaraciones altisonantes pero inoperables. 

Estos juegos de “soberanías” son de larga data (al menos desde el establecimiento de los estados modernos con la paz de Westfalia), pero a medida que ha pasado el tiempo, dan por resultado una “tragedia de los comunes” a nivel global, porque el tiempo corre y ya no queda para seguir en lo mismo o dar marcha atrás, ni tampoco para soluciones individuales a una serie de crisis planetarias[7]

La única marcha es hacia adelante, empezando con la redefinición del concepto.  En un mundo que, como decía Cristóbal Colón, “es poca cosa” (y mucho menos cosa después de la globalización que él inició), el único concepto de soberanía razonable es el de un fideicomiso,[8] en el que cada estado se comprometa a defender no simplemente sus fronteras sino los bienes públicos que le corresponde administrar, y que se extienden desde el medio ambiente a los derechos humanos universales y universables.  Por ejemplo, dos estados que se han hecho la guerra en el Atlántico Sud podrían bajar las armas y colaborar en el control patrullero de la pesca ilegal de altura y la protección de otras especies, bajo supervisión de un ente multilateral. [9]

Toda soberanía supone para su mantenimiento algún principio de legitimidad.  Para Max Weber, en quien me apoyo, son tres los principales: la tradición, la legalidad, y el entusiasmo carismático.  En épocas modernas la soberanía se ha basado en un consenso general en torno a reglas jurídicas (una constitución y las leyes que de ella derivan).  Podemos concebir la soberanía de una nación como el derecho a decisiones propias pero siempre custodiadas.  En antiguas naciones (Inglaterra es un ejemplo) la tradición monárquica es la custodia, suplementada por una armadura constitucional (la legalidad democrática).  En otras circunstancias, la primacía constitucional es a veces suplida o superada por otra custodia: la de líderes carismáticos con apoyo plebiscitario (lo que Weber llamaba “democracia con liderazgo plebiscitario”). 

Desde Jean Jacques Rousseau en adelante, la soberanía reside en el pueblo, que sería su custodio principal. Pero desde los antiguos romanos en adelante, toda custodia de soberanía se encuentra frente a un gran interrogante: Quis custodiet ipsos custodes? (quien vigilará a los propios vigilantes?). 

Hagamos un breve repaso de historia argentina.  El presidente Bartolomé Mitre (1862-1868), dirigiéndose al pueblo reunido en un acto cívico, se sacó el sombrero, bajó la cabeza,  y dijo que antes de arengar como líder se descubría ante el soberano. Para su sucesor en la presidencia Domingo Faustino Sarmiento (1868-1874) la respuesta práctica frente al dilema de los custodios era “educar al soberano.”  Su legado de educación general y gratuita permitió un gran desarrollo argentino durante muchas décadas.

La pregunta y su respuesta son tan vigentes hoy como entonces.  Con el advenimiento de movimientos totalitarios surgió otra disyuntiva: el pueblo soberano versus la plebe proselitista[10].  Hoy está otra vez vigente, pero ella se remonta muy lejos, desde el escepticismo de Platón frente a la democracia ateniense hasta la preocupación de Tocqueville frente a la democracia norteamericana. En la tradición política norteamericana, los padres fundadores idearon su respuesta a la vieja pregunta sobre los custodios: la constitución debe establecer una división de poderes.  Es el remedio republicano a una democracia potencialmente populista y a los peligros de un liderazgo carismático y totalitario.

¿Cómo adaptar estas preguntas y dilemas a la concepción de una soberanía fideicomisaria? Para ello debemos hacer otra pregunta: ¿quién es el otorgante del fideicomiso y quién el beneficiario? Si el otorgante es un poder a espaldas del pueblo y el beneficiario un grupo externo poderoso, la cesión de soberanía no es legítima, y el fideicomiso es otra forma de sumisión.  Pero si el otorgante es un verdadero representante democrático, o el pueblo entero a través de una consulta, y el beneficiario es un conjunto de pueblos igualmente consultados, el fideicomiso es legítimo.  El fideicomiso (cesión parcial de soberanía) debe depositarse en organizaciones supra o trans-gubernamentales cuyo interés no es ni el lucro ni el control particularista, sino el interés por el bien público general. Si avanzamos en esa dirección llegaremos a las puertas de un futuro gobierno mundial, hoy aparentemente lejano pero eventualmente factible. Hay que dar los primeros pasos sin perder mas tiempo.[11]

En un mundo pos-globalizado, nuestro destino no es el retorno de los nacionalismos “soberanos” como hoy pareciera ocurrir, sino el tratamiento del patrimonio natural, social y cultural como indivisible, para así proceder a administrarlo en forma coordinada y colectiva. Pero debemos apresurarnos. Pongamos en boca de un romano su reflexión sobre la caída del Imperio y por ende de su civilización: Tempus fugit, vita mutatur etiam tollitur (el tiempo corre, la vida cambia y también se acaba).


[1] Ver https://www.lrb.co.uk/the-paper/v44/n16/robert-cioffi/this-is-the-end

[2] Ver https://es.wikipedia.org/wiki/Chilam_Balam

[3] https://vimeo.com/215888892

[4] https://www.scribd.com/doc/261686734/Kant-El-Fin-de-Todas-Las-Cosas

[5] Para el Papa Francisco ya se ha declarado la tercera guerra mundial.

[6] Según Max Weber el estado moderno es una organización política institucional cuyo objetivo final es el mantenimiento de la dominación sobre un territorio dado en forma duradera e incuestionable por parte de los diferentes actores del sistema.  Esta definición clásica es hoy insuficiente y peligrosa.

[7] La tragedia de los comunes describe una situación en la que los individuos, motivados sólo por su interés personal, acaban sobreexplotando un recurso limitado que comparten con otros individuos.

[8] En términos técnicos, un fideicomiso es una forma de titularidad de propiedad que separa la titularidad efectiva de la titularidad legal. Designa a un fideicomisario como propietario legal de los activos, al tiempo que designa a uno o varios beneficiarios que gozarán de los beneficios de los bienes depositados en el fideicomiso. La persona que creó el fideicomiso y transfirió la propiedad de los activos al fideicomiso se conoce como el otorgante o el fideicomitente. El otorgante establece las condiciones y normas de uso de los bienes del fideicomiso. El fideicomisario lleva a cabo esas instrucciones en beneficio de los beneficiarios del fideicomiso.

[9] En el caso que tengo en mente, y en tesitura cómico/ecológica yo propondría “Ni Falklands ni Malvinas, las islas son pingüinas.”

[10] Para el caso italiano ver https://www.economist.com/culture/2022/09/15/italians-memories-of-fascism-are-dangerously-inaccurate

[11] Aun con los imperfectos actores actuales, como sugiere este interesante artículo: Juan Tokatlian, “The United States Should Play a ‘Constructive’ Role in the Falklands,” International Policy Digest, 09.16.2022. https://intpolicydigest.org/the-platform/the-united-states-should-play-a-constructive-role-in-the-falklands/

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