Crisis y nuevo gobierno en los Estados Unidos: Una visión latinoamericana

La campaña presidencial norteamericana abre un interrogante importante para ese país y para el mundo: frente a la múltiple crisis que se cierne sobre ella ¿está la sociedad norteamericana dispuesta a aceptar un cambio generacional de elenco y un cambio de rumbo en las políticas de estado? La verdadera elección es entre el miedo y la esperanza. Vista desde la experiencia latinoamericana, la otra cara de la crisis en el Norte es la oportunidad que representa para una acción amplia y menos condicionada por las trabas del pasado reciente, por parte de un nuevo equipo gubernamental.
Las crisis latinoamericanas

Los grandes cambios de orientación social, económica y política en América Latina de las últimas décadas han sido impulsados menos por un plan, una voluntad consensuada o una ideología coherente que por la dura necesidad y por las crisis fuertes y recurrentes que han sacudido al continente. Esas crisis, y sus respectivas salidas, han tenido orientaciones contrarias. La historia latinoamericana reciente se ubica así bajo el signo de la discontinuidad. No ha habido, por lo tanto, ni desarrollo económico sostenido ni progreso social sistemático.

Para simplificar, diré que las grandes crisis latinoamericanas de las últimas décadas han sido dos: la primera fue la crisis hiperinflacionaria de los años ochenta, que marcó el agotamiento de un estilo de desarrollo industrial sustitutivo y mayormente orientado hacia los mercados internos. Para salir de la crisis, las elites gubernamentales se vieron obligadas a dar un golpe de timón brutal a las políticas publicas anteriores y aceptaron recetas de estabilización, privatización y apertura a un nuevo mundo globalizado. Ese cambio de 180 grados hoy se conoce por el rótulo “neo-liberal.” El remedio, adoptado con premura y administrado en sobredosis, funcionó por un tiempo pero tuvo efectos colaterales muy nocivos: des industrializaciohn, desocupación, aumento de la pobreza y de la desigualdad, entre otros. En algunos países, la estrategia condujo, a la larga, a un aumento intolerable de la deuda y a la bancarrota nacional.

Surgió, luego de una década de políticas neoliberales, una nueva crisis, esta vez deflacionaria, que se vivió en algunos países como el brote de una enfermedad terminal, cuyo desenlace político fue la llegada a la cúspide de estados maltrechos de nuevos elencos gubernamentales, dispuestos a adoptar urgentes medidas de salvataje y a ensayar otras salidas. Default, devaluación, nacionalizaciones, mayor ingerencia del estado en el mercado, intentos de redistribución de ingresos, son algunas de estas medidas. La mayoría de estos nuevos gobiernos se autodefinen “de izquierda”, utilizando una versión bastante amplia y a veces contradictoria del venerable vocablo, cuya semántica se ha reducido, en los últimos 25 años, a políticas que tienden a producir una mayor igualdad social y una mayor inclusión de grupos marginados, así como una mayor independencia ideológica de las tradicionales instituciones del Norte, pero sin ofrecer un esquema alternativo a las prácticas de concurrencia en los mercados globales.

Por motivos que me son oscuros, en América Latina hay una manifiesta tendencia a empaquetar políticas y a asignarles una sistematicidad que en realidad no tienen. Así, las medidas tomadas por muchos gobiernos en los años 80 y 90 son interpretadas como resultado lógico de un plan conspiratorio y nefasto, una entelequia llamada “neoliberalismo” a la que se otorga el título de “modelo.” De la misma manera, pero con signo contrario, las medidas tomadas por muchos gobiernos actuales son interpretadas como parte de un “modelo” distinto, llamado a veces “estado desarrollista,” “tercera vía,” o, en modo mas solemne, “socialismo del siglo XXI.” Pero en uno y otro caso, un estudio mas sereno llega a otra conclusión: los llamados “modelos” son en realidad sólo conjuntos de medidas de urgencia para salir de una crisis. Para decirlo en buen criollo: el manotón de ahogado no es un estilo de natación.1

Una lección aprendida

Pero no es el propósito de esta nota hacer un análisis de las políticas públicas de los gobiernos latinoamericanos de los últimos 20 o 30 años. Mi propósito es introducir un tema que me parece es una lección importante proporcionada por la historia reciente de América Latina, a saber: el papel que juegan las crisis en la adopción de medidas fuertes y necesarias –pero muy difíciles de llevar a cabo en “épocas normales”– por parte de un gobierno. En un texto muy lúcido sobre la relación entre política y reforma en América Latina, el sociólogo argentino Juan Carlos Torre indica cómo una crisis colectivamente percibida abre oportunidades de gobierno insospechadas para una nueva administración. Su análisis, desarrollado a partir de la experiencia latinoamericana, bien se puede aplicar a la nueva administración norteamericana que tomará las riendas del poder en enero de 2009, y en particular a una administración Obama, que inauguraría un nuevo estilo de gobierno con escasos compromisos anteriores, y que significaría un recambio generacional en la política del Norte. Vale la pena citar a Torre con cierta extensión:

“Primero, las crisis tienen el efecto de desacreditar las posturas y las ideas de la administración anterior y predispone a la opinión pública a conceder a quienes acceden al gobierno un amplio mandato para actuar sobre la emergencia. Segundo, las crisis instalan un sentido de urgencia que fortalece la creencia de que la falta de iniciativas sólo puede agravar las cosas; en estas circunstancias, los escrúpulos acerca de los procedimientos mas apropiados para tomar decisiones dejan paso a una aceptación de decisiones extra-ordinarias. Tercero, las crisis no solo agudizan los problemas colectivos sino que generan además un extendido temor por el alza de los conflictos sociales y amenazas al orden institucional. Todo ello amplía los márgenes para la acción de los líderes de gobierno e intimida a las fuerzas de oposición. Cuando estos varios mecanismos que las crisis ponen en movimiento se combinan, se genera una demanda de gobierno que permite a la presidencia echar mano a los recursos institucionales necesarios para concentrar la autoridad de decisión, adoptar políticas elaboradas en el sigilo de los gabinetes tecnocráticos e imponer un trámite expeditivo a su promulgación.”2

Estados Unidos: la política en época de crisis

¿Cómo aplicamos estas reflexiones a la situación tanto interna como geopolítica de los Estados Unidos en el crepúsculo de la era Bush? Primero debemos determinar si hay efectivamente una crisis, y, en caso afirmativo, si se trata de un fenómeno parcial, coyuntural o aleatorio, o si se trata en cambio de una pauta sostenida y profunda, que requiere un tratamiento extra-ordinario. La opinión norteamericana está dividida al respecto. Dos de los tres candidatos a la presidencia –el republicano John McCain y la demócrata Hillary Clinton- aunque difieren entre si, tienen mucho en común: ambos son políticos experimentados y hábiles en el manejo del sistema gubernamental tal como está constituido. En particular, cuentan para sus campañas (y por ende para su futura acción de gobierno—con el apoyo (y por lo tanto el condicionamiento) de poderosos grupos de presión, cuyos intereses con frecuencia encontrados llevan al usual compromiso y a “mas de lo mismo,” que se traduce en políticas bastante tímidas, cuando no en algo peor, que es el empate político, la parálisis y el veto mutuo. Cualquiera de los dos, si saliese elegido o elegida, se distanciaría de algunas de las políticas singularmente fracasadas de la administración Bush (con excepción de la guerra de Irak, que McCain quiere continuar en apariencia sine die) como ser el abandono por parte de ese gobernante de elementales normas del estado de derecho a favor de políticas de seguridad interna. Difieren en materia impositiva, en filosofía judicial, y en filosofía social en general. En materia de seguro médico y de seguridad social hay diferencias importantes pero de grado mas que de fondo. El “tono” o tenor ideológico es la oposición mas importante entre estos dos candidatos. Se trata de una repetición del contrapunto tradicional entre los dos grandes partidos antes de la presidencia de Bush hijo.

La futura administración de Obama, si es que sale elegido, sería muy distinta, tanto en la forma como en el fondo. Esta diferencia se debe al cambio generacional que Obama representa. Durante la reciente campaña por la interna del partido Demócrata, este candidato se ha hecho portavoz de los jóvenes, un sector del electorado de notorio ausentismo en todas las campañas presidenciales posteriores a la guerra de Vietnam. La participación juvenil en la campaña de este joven candidato es asombrosa.3

Desde un punto de vista simbólico, Obama representa un cambio decisivo. Desde el color de su piel hasta su nombre es un personaje fundamentalmente distinto: no representa la división racial sino su superación en el mestizaje de etnias y culturas que caracteriza a la nueva sociedad norteamericana. Como suele decir, es portador de esta síntesis en su propio ADN. No se trata de un representante de la política identitaria de los últimos 30 años sino de una nueva identidad sincrética. No se postula como “bi-partidista” (una postura común de muchos políticos en el pasado) sino como “unitario.” Y esa unidad se basaría según sus declaraciones, en políticas de estado básicas y necesarias para todo el país, mas allá de las diferencias partidarias. No se presenta como conservador ni como “liberal” en el sentido norteamericano, sino como un posible reformador modernizante. He aquí el eslabón entre su imagen o estilo y la tarea de gobierno que se propone. Ésta se basaría en la actualización de la economía y la sociedad norteamericanas para adaptarse mejor a un mundo dinámico, multipolar, y fracturado. Su imagen – y el enorme desafío que significa—es la de un hombre nuevo para un mundo nuevo.

La verdadera elección

Si este diagnóstico es correcto, cabe una pregunta fundamental: ¿está la sociedad norteamericana dispuesta a aceptar semejante cambio de elenco y de rumbo? En otras palabras, mas a tono con mis reflexiones precedentes, ¿existe una situación de crisis colectivamente percibida capaz de generar una demanda de gobierno que permita a éste último adoptar políticas novedosas, creativas y racionales al mismo tiempo, que hasta ahora fueron o bien impensadas o bien archivadas por los grandes intereses establecidos? Hay indicios de que efectivamente, la crisis es percibida por muchos sectores de la población y que, entre ellos, hay demanda de “algo nuevo.” Y recordemos que –para decirlo en forma muy simplificada—en democracia basta con la mitad mas uno, y a veces sólo con una pluralidad, para que triunfe un candidato, un programa, o un partido.

En la historia norteamericana hay antecedentes que favorecen esta última hipótesis. Se trata de la gran crisis económica y social de los años 30. En su libro sobre Franklin Delano Roosevelt, el historiador J.M. Burns describe cómo al inicio del New Deal, cuando el congreso debió tratar la ley de emergencia bancaria: “Completado por el presidente y sus asesores a las dos de la mañana, el proyecto de ley estaba todavía en borrador. Sin embargo, aun durante los magros 45 minutos asignados al debate en el recinto, se escucharon voces reclamando ‘Hay que votar’… La Cámara aprobó prontamente el proyecto a mano alzada; el Senado lo hizo unas pocas horas después; el presidente lo promulgó con su firma a las nueve de la mañana.”4
Existen indicios de que hemos entrado en un período de crisis convergentes y de situaciones de emergencia. Enumeraré las mas notorias:

Crisis financiera

Crisis de calidad de vida y de ocupación

Crisis de seguridad

Crisis del medio ambiente

Crisis energética

Crisis educacional

Crisis jubilatoria

Crisis de seguro de salud

Crisis de posicionamiento geopolítico

A partir del ataque del 11 de septiembre de 2001, y varios años después, con el huracán Katrina, las población norteamericana ha experimentado grandes disrupciones. Tales episodios producen reacciones de miedo colectivo y una demanda de seguridad o de “gobierno fuerte.” Pero hay otras crisis, de naturaleza menos coyuntural y mas estructural, que deberían producir una demanda de “gobierno racional”, esa decir, una disposición a apoyar políticas de estado en las áreas de medio ambiente, energía, educación, salud, y relaciones exteriores que salgan del marco convencional. Se trata de demandas positivas, no represivas, y requieren una fuerte dosis de esperanza mas que miedo.

En el fondo, la gran elección estadounidense es entre el miedo y la esperanza. Ambos sentimientos otorgan mayor libertad de acción a un gobierno: uno para que castigue y vigile, el otro para que promueva y dignifique. Desde América Latina, acostumbrados como estamos a otorgar amplia libertad de acción a los gobiernos que deben enfrentar nuestras periódicas y graves crisis, deseamos que la larga crisis norteamericana que avanza produzca una reacción política saludable, con la elección de un elenco nuevo para tiempos distintos. De salir elegido, ese elenco tendrá una mayor libertad de acción. Es la oportunidad que toda crisis otorga a quien se encuentra en el gobierno en tiempos difíciles.

Somos pocos los latinoamericanos que tendremos el privilegio de votar en estas elecciones presidenciales de los Estados Unidos. La mayoría no podrá votar. Pero sí pueden opinar. Con esta nota quiero estimular el ejercicio de opinión, y prometo votar en el Norte con una perspectiva que se orienta desde el Sur.

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