Las numerosas guerras norteamericanas sirvieron para introducir innovaciones en materia tecnológica, fiscal y política que no hubieran sido posibles en épocas más apacibles. Los últimos ocho años, bajo el gobierno de Bush II, representan un cambio peligroso en la manera de sostener política y financieramente el esfuerzo bélico, con políticas que se han apartado de la responsabilidad fiscal y de la solidaridad moral. Ese cambio a su vez provoca en los sectores más ilustrados de la dirigencia nacional una profunda preocupación por el futuro geopolítico de los Estados Unidos, que tienen frente a sí el espectro de la deuda externa, de altos gastos militares y sociales permanentes, y de una pérdida de influencia internacional.
Es muy difícil imaginar a los Estados Unidos sin guerra. Su historia ha sido marcada una y otra vez por conflictos bélicos de todo tipo: La Guerra de Independencia, la Guerra de 1812, la Guerra Civil, La Primera Guerra Mundial, la Segunda, la Guerra de Corea, la Guerra Fría, la Guerra de Vietnam, y ahora la Guerra contra el Terrorismo; y esto sin contar cientos de conflictos secundarios por interpósitos beligerantes, o incursiones de diplomacia cañonera. Los paréntesis de paz han sido cortos e insípidos. Salvo durante la Guerra Civil y la actual “guerra” anti-terrorista, la lucha tuvo lugar en tierras ajenas. Desde un punto de vista político y militar, el gran país del Norte salió airoso de todas las pruebas, con dos excepciones: Vietnam e Irak. Desde un punto de vista económico, el país pudo siempre afrontar los enormes gastos de la guerra con holgura, y en los casos más importantes, salió de la contienda ampliamente enriquecido.
Igual que las repúblicas sudamericanas, los Estados Unidos nacieron de la guerra y tuvieron, por consiguiente, una infancia endeudada. A diferencia de las repúblicas sudamericanas,[1] el manejo norteamericano de la deuda fue prudente y sumamente creativo. Para pagar las deudas contraídas en la lucha por la independencia, el primer secretario del tesoro norteamericano, Alexander Hamilton, creó un sistema fiscal y financiero moderno y sofisticado. Hamilton es el bisabuelo de la Reserva Federal y del sistema impositivo y presupuestario norteamericano que ha regido hasta nuestros días. Un acto tal vez accidental de justicia histórica ha hecho que la lápida de Hamilton se encuentre en medio del distrito de Wall Street, en un camposanto salvado milagrosamente de los estragos del 11 de septiembre del 2001.[2]
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Durante los dos siglos que siguieron a la exitosa gestión de Hamilton en el gobierno del general Washington, otros gobernantes se percataron que no bastaba tener un número suficiente de tropas y una estrategia militar inteligente para afrontar las sucesivas guerras en que se vieron implicados; necesitaban también una buena estrategia fiscal para afrontar el gasto extraordinario que una contienda bélica hace ineludible. Las técnicas que inventaron en la consecución de esos esfuerzos refinaron aun más el esquema fiscal y prestatario a tal punto que hoy los EEUU gozan del sistema financiero más flexible y avanzado del planeta. En resumidas cuentas, los Estados Unidos han aprovechado la guerra para desarrollar no sólo una tecnología de vanguardia[3] hasta hoy indisputable (aeroespacial, de información y de difusión cultural), sino también para desarrollar una ingeniería financiera insuperada.
La historia de esos logros la cuenta, con lujo de detalles, el Sr. Robert Hormats, que además de buen historiador, es director ejecutivo de Goldman, Sachs & Co. Su libro, El precio de la libertad (la frase es de Hamilton),[4] salió a la venta en estos días, y fue el objeto de una discusión reciente en un club de Manhattan, en uno de esos “desayunos inteligentes” que a veces tengo el privilegio de compartir con un público avisado y algunos miembros de la elite de poder. De ese ágape sesudo pude sacar en limpio tres cosas: Primero, las guerras norteamericanas sirvieron para introducir innovaciones en materia fiscal y política que no hubieran sido posibles en épocas más apacibles; segundo, los últimos ocho años, bajo el gobierno de Bush II, representan un cambio radical (y peligroso) en la manera de sostener política y financieramente el esfuerzo bélico, y tercero, ese cambio genera, en los sectores más ilustrados de la dirigencia nacional, una profunda preocupación por el futuro geopolítico de los Estados Unidos.
La tradición prudencial
La historia de cómo los Estados Unidos pagaron por sus guerras no es solamente una historia de plata y de manejos financieros. Es por sobre todo la historia de la visión y habilidad política de algunos gobernantes. La lista no es larga pero es muy significativa: George Washington (con Hamilton a su lado), Abraham Lincoln, Woodrow Wilson, Franklin Delano Roosevelt,[5] Ronald Reagan, y George H.W. Bush (Bush I). Todos esos gobernantes, a pesar de pertenecer a partidos políticos y posiciones ideológicas muy diferentes, se las arreglaron para financiar guerras con habilidad financiera y para conseguir al mismo tiempo un amplio apoyo popular para sus políticas. En pocas palabras, lograron que el esfuerzo nacional en tiempos de guerra fuese percibido como un proyecto común, responsable, y legítimo.
En toda guerra, el dilema fiscal se enlaza con el dilema político. La recolección de los cuantiosos fondos para sostener un esfuerzo bélico de envergadura implica sortear toda una serie de obstáculos y unir intereses contrapuestos. El objetivo es doble: resolver las diferencias internas en aras de un esfuerzo común, por un lado, y aumentar el producto económico por otro. Si el gobierno engorda su erario al precio de dividir el país, los objetivos de la guerra se vuelven contenciosos. Si amplios sectores de la población –sobre todo los sectores de bajos ingresos que son los que proveen la mayoría de las tropas—consideran que los métodos de financiamiento (el peso económico) son injustos, que castigan en forma desproporcionada a un sector en vez de a otros, la guerra tendrá escaso apoyo. Finalmente, si los métodos elegidos para financiar una guerra terminan por debilitar la base económica del país, la guerra será a la larga contraproducente, aun después de una victoria militar.[6]
Todos los gobernantes citados lograron resolver esa difícil ecuación: combinar exitosamente legitimidad con productividad. Cada uno de ellos tuvo que lidiar con opositores y circunstancias diferentes, pero cada uno salió airoso de la prueba. El hilo común que unió todos esos esfuerzos tan dispares fue el pago sistemático y veloz de las deudas contraídas durante la guerra[7]. En la historia norteamericana, esa costumbre se volvió un principio casi religioso. Cada guerra sucesiva acarreó un gran aumento de la deuda nacional, pero a cada guerra sucedió un periodo de gran crecimiento económico que permitió pagarla con comodidad, pero siempre con atención fiscal y una política financiera prudente y cuidadosa. La última gran guerra clásica o convencional –la Segunda Guerra Mundial—elevó la deuda a una cifra récord (110% del PBI). Sin embargo, desde el fin de la Guerra hasta 1960 (15 años), la carga bajó al 60% en las postrimerías de la administración del general Eisenhower. Eso fue posible gracias a la prudencia fiscal y al hecho contundente que los EEUU salieron del conflicto con un aumento de más del 300% del producto bruto interno: el único de los contendientes que acabó la guerra más rico que cuando había empezado.
La Guerra Fría–el largo conflicto con la Unión Soviética que se extendió desde 1945 hasta 1991—presentó otro tipo de desafío. Por primera vez los Estados Unidos tuvieron que mantener un gran contingente de sus fuerzas armadas movilizadas sin combatir. El presupuesto militar aumentó en forma considerable con cada ejercicio fiscal. Y durante ese largo periodo hubo dos guerras “calientes” por añadidura: Corea y Vietnam. La carrera armamentista nuclear exigió la apropiación de trillones de dólares en programas militares de todo tipo. Se rompió la vieja tradición de reducir el gasto en tiempos de paz, y el país entro en un compás de política fiscal de emisión permanente y acumulativa de deuda, que en el fondo no fue otra cosa que un Keynesianismo militar (el uso del gasto deficitario para estimular el crecimiento económico).
En la primera década de nuestro nuevo siglo, los Estados Unidos se enfrentan con otro desafío: Cómo financiar un nuevo tipo de guerra anti-terrorista, descentralizada, sin enemigos con domicilio fijo y sin un fin temporal claro. Se trata de una guerra nebulosa, guerra de sombras, guerra indefinida, algo así como un texto narrativo en que se mantiene el predicado pero cambia el sujeto. A ella se añaden otros riesgos de seguridad: la proliferación nuclear, el colapso de gobiernos de todo tipo, la inestabilidad de los proveedores de energía.
La ruptura
Durante la administración de Bush II, en los últimos 8 años, el ejecutivo y el congreso norteamericanos se han alejado mucho de las prácticas pasadas de financiamiento –incluso de aquéllas ensayadas durante la Guerra Fría. Se han votado ingentes sumas para la defensa y la seguridad internas, y otras para las guerras externas, lo cual se explica fácilmente por las nuevas amenazas después del 11 de septiembre. Pero surge aquí una novedad: las nuevas apropiaciones militares han sido acompañadas de un gran aumento del gasto no-militar, en proyectos de escasa relevancia nacional pero de alto valor para intereses particulares vinculados al partido de gobierno. Al mismo tiempo, los gobernantes se lanzaron a una política fiscal a ultranza que consiste en una reducción masiva de la carga impositiva a las corporaciones y a los sectores de altos ingresos. Los resultados inmediatos han sido un fuerte aumento del déficit y un fuerte aumento de la desigualdad social. En otras épocas, todo aumento del gasto militar era compensado por una disminución correlativa de otros gastos y por un aumento de los impuestos. El segundo presidente Bush rompió con la tradición fiscal que va de Madison a Lincoln, y sigue con Wilson, Franklin Roosevelt, Truman, pasando por Johnson y Reagan, culminando con su padre. El desafío de la nueva guerra de sombras y la manera de financiarla es de una magnitud superior a todos los desafíos anteriores. Las implicaciones son asaz preocupantes.
Hagamos un poco de memoria. Recordemos que la Guerra Fría empezó con el intento estratégico de la Unión Soviética de acumular poder industrial-militar a un punto tal que, sin necesidad de una guerra que la bomba nuclear había tornado suicida para ambas partes, produciría, tarde o temprano, una crisis terminal en las economías capitalistas del mundo occidental. La respuesta norteamericana fue aumentar el gasto militar, aprovecharlo para aumentar la productividad a través de alta tecnología, y utilizar el gasto no militar en desarrollo productivo no solo propio sino también de sus aliados. Al cabo de cincuenta años, el sistema soviético entró en bancarrota y literalmente “tiró la toalla.”
Una nueva situación
Pasemos ahora al 11 de septiembre de 2001. Los autores del atentado a las ciudades de Nueva York y Washington se jactaron de haber invertido sólo 500.000 dólares en el ataque, mientras provocaron una pérdida inmediata de 500 billones. La nueva guerra asimétrica consiste en provocar enormes gastos en las sociedades avanzadas con una inversión mínima por parte de los atacantes. Como es una guerra de sombras, cuentan también con el efecto multiplicador del desprestigio que producen los contraataques equivocados o poco certeros de la superpotencia supérstite.
Agreguemos a esta mezcla indigesta un último ingrediente. Todas la poblaciones de los países capitalistas avanzados sufren un proceso irreversible de envejecimiento. Con pocas excepciones (entre ellas los mismos Estados Unidos), la tasa de reproducción vegetativa no alcanza para mantener los niveles actuales de población. A medida que la pirámide demográfica se va invirtiendo, los gastos provisionales y de salud aumentan vertiginosamente. El sistema jubilatorio y el sistema de seguros médicos son una pesada carga sobre una economía ya abrumada por las expensas extraordinarias en materia de seguridad militar.
El desafío no es solamente coyuntural: ha de prolongarse y aumentar independientemente de la resolución a corto o mediano plazo del conflicto en Irak y Afganistán. Se trata de un desafío estructural que requiere el ejercicio de un fino tacto estratégico, a saber: un esquema fiscal de largo plazo que atienda a la doble necesidad de seguridad social y militar, una cuidadosa política de prioridades en la asignación de recursos, el recorte severo del gasto no esencial, una política impositiva que evite el déficit crónico, y una reestructuración de programas de derechos adquiridos para alinearlos con los ingresos fiscales. Lo que está en juego no es sólo la solidez financiera del país, sino sus principios elementales de solidaridad social y fibra moral.
Errores de tiro y futuro preocupante
Estos grandes lineamientos de política económica –sana, prudente y responsable, dentro de la venerable tradición norteamericana— están a la espera de una nueva dirigencia que los haga suyos. Por el momento no se vislumbra la posibilidad de tal alternativa, a juzgar por el discurso pre-electoral de los candidatos de ambos partidos que hoy se postulan para la presidencia. Pero es posible que, con mucha suerte, la próxima administración tome conciencia de la seriedad de la situación y convenza al país que tiene que tomar la buena vía (que es una versión de la antigua vía).
Con la administración Bush II, los Estados Unidos han ido a una guerra indeterminada sin exigir sacrificios de la población en general; han hecho recaer el costo en sangre sobre las fuerzas armadas con reclutamiento voluntario; han financiado el gasto bélico con enormes partidas discrecionales fuera del presupuesto regular; han declarado un verdadero estado de excepción jurídico, político y fiscal por encima y al costado de la ley; han aumentado el déficit por medio de una reducción masiva de impuestos y con el aumento de gastos innecesarios que han ido a alimentar los bolsillos de contratistas y mercenarios “amigos del poder;” y han financiado ese despilfarro de fuerza y dinero con emisión de bonos a extranjeros. Peor aún, en vez de exigir el antiguo sacrificio republicano que caracterizó a todas las guerras de su historia (con el sacrificio impositivo y proporcional de los sectores más pudientes), los dirigentes actuales han estimulado el endeudamiento privado de los ciudadanos a través de préstamos hipotecarios baratos sobre valores inmobiliarios inflados y ficticios. En resumen, mientras el gobierno se embarcaba en una guerra costosa y mal concebida, los ciudadanos especulaban con la compraventa de casas con dinero prestado, en última instancia, por los chinos. Para el lector rioplatense resumiré la política fiscal y el ambiente moral de la administración Bush II con dos expresiones que le resultarán familiares: plata dulce y cuento chino.
Entretanto, después de 8 años de políticas completamente opuestas al buen sentido que he expuesto más arriba, los Estados Unidos se enfrentan a la negra perspectiva de un descalabro económico y una pérdida acelerada de hegemonía geopolítica. En artículos anteriores para Opinión Sur –aquellos referidos a “doña Rosa y el dólar”— anuncié la posibilidad de una crisis. Ahora que estamos mucho más al borde de ese descalabro anunciado, convendrá analizar las consecuencias ya maduras de las políticas equivocadas de estos últimos años. Será el momento de visitar nuevamente a doña Rosa, que nos espera en el próximo número.
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[1] Basta citar, como datos ilustrativos, la historia del endeudamiento argentino con la banca de Baring Brothers, en el siglo diecinueve, la terrible y triste historia de la deuda externa y las relaciones con el FMI en el veinte, y el endeudamiento actual de la república venezolana, en pleno auge petrolero. La historia financiera de muchos países –y no sólo los latinoamericanos—muestra repetidos ciclos de endeudamiento irresponsable, seguidos del consabido default y crisis desgarradoras. [2] La mejor biografía de este hombre interesante fue escrita por Ron Chernow, Alexander Hamilton, New York: Penguin Press, 2004. [3] En la actual fase de globalización, se trata de una vanguardia post-industrial, ya que la producción industrial ha pasado en mayor parte a los países asiáticos emergentes. [4] Robert D. Hormats, The Price of Liberty. Paying for America’s Wars, New York: Times Books, 2007. [5] La figura de Lyndon B. Johnson es trágica porque a pesar de su habilidad política y recetas fiscales bien pensadas para su época, no pudo aunar al país en torno a una guerra neo-colonial e impopular. El esfuerzo se le escapó de las manos y amenazó con llevar a los Estados Unidos al borde de una segunda guerra civil. Mis memorias de su gestión fueron publicadas en Los hilos del desorden, Buenos Aires: Ediciones Del Umbral (Colección Opinión Sur), 2006. [6] Después del triunfo en la segunda Guerra Mundial, Inglaterra quedó debilitada económicamente y el imperio británico se desintegró. [7] Lo que les permitió, por supuesto, prepararse para guerras futuras.———————————————————————————–
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