Los grandes titulares de los primeros meses del año hablan de la caída en las principales bolsas de valores, de los efectos mundiales de la crisis hipotecaria norteamericana, y del humor político en la campaña presidencial de los Estados Unidos, que se vive en el mundo como el deporte de unos pocos pero con platea para todos. Pero estas noticias y comentarios encubren, o disimulan, el cambio fundamental que se avecina, cuyos primeros síntomas vale la pena enumerar.
La crisis como apertura a un mundo nuevo
La recesión que hoy se abate sobre la economía norteamericana –en gran parte empujada por la crisis del sector inmobiliario—no debe sorprender a nadie: es la crónica de una corrección anunciada. Hace tiempo que nuestra revista ha venido anunciando esta crisis, a través del análisis de la circulación mundial del dinero. Hemos llegado hasta formular conceptos económicos novedosos, como el de “capital ficticio,” y lo hemos hecho en un lenguaje común, sin uso de jerga especializada. El consumidor norteamericano ha sostenido la superproducción china gastando mas de la cuenta con dinero sacado de su alcancía inmobiliaria. Tarde o temprano, un creciente consumo hipotecado toca fondo. En ese preciso punto, todas la variables se invierten y el ciclo económico entra en fase descendiente. El estado norteamericano hará frente a la deuda aprovechando su situación internacional hasta ahora dominante. Como el país se ha endeudado en su propia moneda, ejercitará un semi-default elegante a través de la devaluación. Por su parte, el consumidor norteamericano endeudado se las tendrá que arreglar como pueda.
Toda crisis de este tipo, todo ciclo económico, son casi por definición, pasajeros. Detrás de la ansiedad que generan, hay la percepción y el deseo de algo nuevo. En los Estados Unidos, este deseo se nota ya en la campaña presidencial y todo el simbolismo que ésta acarrea. En el resto del mundo, y por primera vez en muchas décadas, la crisis norteamericana no tendrá el impacto que situaciones similares tenían en otras épocas. El tren de la humanidad ya tiene otras locomotoras. Desde un punto de vista geopolítico, el panorama se presenta como sigue, y tiene carices novedosos que vale la pena señalar.
Los haberes de la globalización
El primer tema a destacar es la característica fundamental de la nueva globalización, a saber: el paso de la producción industrial (y parte de la post-industrial) a los países asiáticos –China en particular—con todas las ventajas y desventajas de una industrialización veloz. Las grandes y antiguas sociedades asiáticas, que ya Napoleón Bonaparte calificaba como “un gigante dormido,” se han despertado, es decir, han movilizado a su población en torno a la producción barata de mercancías y servicios para el mercado mundial. Han quemado etapas conocidas por las sociedades de occidente: acumulación primitiva, veloz congestión urbana, búsqueda de mercados externos, aumento ulterior de la composición orgánica del capital y de la productividad tecnológica, disminución de la miseria sempiterna en favor de un distinto modelo de desigualdad social con menos pobreza, estabilización de la explosión demográfica a un nivel mas sostenible, aumento del consumo interno y surgimiento de un estilo de vida que tarde o temprano creará presión social para una mayor participación democrática. El desarrollo económico, aun en un mundo globalizado, se realiza dentro de sociedades nacionales, donde el estado sigue cumpliendo un papel importante. Esto significa, en pocas palabras, mayor poder militar y mayor influencia diplomática. En suma: un re-equilibrio geopolítico fundamental.
Los débitos globales
Todo lo anterior lo podemos pasar a la columna de haberes en la contabilidad provisoria de esta gran transformación mundial. En la columna de débitos debemos anotar las siguientes cargas para la humanidad. La rápida transferencia del factor trabajo de países ricos a países con mano de obra barata crea en los primeros un aumento de la desocupación estructural y sobre todo una sensación de inseguridad en el frente laboral. La explicación es simple: la emigración de fuentes de trabajo es mas veloz que la recalificación de la mano de obra desplazada. El desfase genera malestar, que se traduce en “bronca política,” a saber: proteccionismo, nativismo, y populismo reaccionario. Estos síntomas políticos se ven exacerbados por otro factor de la globalización actual. La extrema pobreza y dificultad de ajuste en los países no-asiáticos generan una corriente migratoria hacia países ricos, para ocupar vacantes en los rangos mas bajos de la estratificación social. En resumidas cuentas: en los países ricos, el descenso social de ciertos sectores obreros y medios los enfrenta con los recién llegados, para quienes el mismo proceso de globalización es fuente de esperanza de movilidad social. Este será uno de los principales frentes de conflicto en los anos venideros.
Los beneficios temporarios
En segundo lugar, la movilización productiva de los gigantes asiáticos ha provocado una voraz demanda de insumos, en particular tres: insumos energéticos, alimentos, y materias primas minerales. El aumento en los precios del petróleo, del gas, y de las llamadas commodities, en toda su gama, que va desde la soja hasta el cobre, ha sido espectacular y no da señales de desaceleración. Esto significa que los países productores de energía y de materias primas tienen frente a sí la perspectiva de un crecimiento sostenido basado en las exportaciones. Muchos llaman a esta perspectiva halagüeña un “largo viento de cola.” Hay incluso quienes sostienen que los tradicionales términos de intercambio entre productos primarios y productos manufacturados (hasta hace poco en detrimento de los primeros) se han invertido. El tema es fascinante y es en general fuente de optimismo. Ante todo, permite a muchos países salir del estancamiento y del subdesarrollo. Como la demanda de sus productos proviene no sólo de los países industrializados ricos sino también de los países emergentes, hay para los productores de commodities menor dependencia y mayor libertad de acción.
Pero no hay que olvidar la contracara de esta situación auspiciosa. Conviene siempre distinguir entre crecimiento y desarrollo. Si el crecimiento ayuda a la diversificación productiva de estas sociedades; si la riqueza generada se traduce –aunque sea en parte—en mejores instituciones, en mayor igualdad, en mejor capital cultural y humano, tendrá efectos positivos de largo plazo, mas allá del auge actual de las exportaciones. Esto es desarrollo. Si, por el contrario, la bonanza se disipa en subvenciones parasitarias, en sostener regímenes arcaicos, en una distribución de beneficios sin calificación cultural y productiva, en la concentración personalista o prebendaria del poder sin transparencia, y en aventuras geopolíticas poco serias o, pero aun, conflictivas, el crecimiento actual será un episodio mas en el ciclo boom/bust (auge/decepción) tan típico de la historia latinoamericana –esa historia tan bien narrada en nuestras novelas de hace treinta años. El gran tema latinoamericano y, por extensión, de muchos países del Sur global, es el aprovechamiento previsor de la actual coyuntura.
La gran oportunidad
En tercer lugar, la salida de miles de millones de personas de la pobreza, de una situación de subsistencia, y su incorporación veloz a la sociedad de consumo, crea problemas de hacinamiento y de contaminación ambiental que amenazan el bienestar físico de la humanidad entera. Estamos aquí frente a un impasse. La justicia social global (que no es otra que la justicia histórica), si se presenta en términos del desarrollo económico y social tradicional y conocido, entrará en conflicto agudo con la sostenibilidad ambiental. Las disfunciones del progreso global se multiplican a ojos vista: calentamiento global, cambio climático, escasez de agua, desaparición de especies animales y vegetales, acumulación de desechos tóxicos, cogestión urbana, aumento de enfermedades ligadas al stress, para no explayarnos en el terreno mas vago de las patologías sico-sociales.
Al mismo tiempo, y por fortuna, si vemos en cada uno de estos síntomas un desafío para la creatividad humana, surgirá frente a nosotros un enorme panorama de oportunidades y emprendimientos: nuevas áreas de investigación científica, novedosas oportunidades empresariales, nuevos mercados para productos alternativos, nuevos experimentos sociales de convivencia solidaria y menos dispendiosa.
El principal obstáculo a un futuro sostenible y equitativo no es tecnológico, no es económico, no es ambiental: es cultural, es decir, al mismo tiempo sicológico y espiritual. El obstáculo es la tendencia a repetir lo conocido, en frases tan aparentemente inocentes y de “sentido común” como “crecer es producir mas de lo mismo,” “justicia es pedir que llegue nuestro turno para hacer lo que otros hicieron antes y nosotros no pudimos,” “progreso es pensar que sin preocuparse demasiado las cosas se arreglarán.” Frente a la necesidad de un cambio de civilización, el obstáculo principal es nada menos que nuestro sentido común. Ya no nos sirve. Salgamos de él con responsabilidad, con fe y con entusiasmo.
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