Por la razón o por la fuerza. La crisis internacional y el resurgimiento de la intervención publica.

arton494-2ae18En la extraña calma de la “post-crisis” está surgiendo una nueva racionalidad “sistémica” de la que son incapaces los individuos y los estados: se trata de un nuevo consenso y coordinación internacionales que es “por fuerza” colegiado. Este es el puente hacia un reordenamiento geopolítico internacional.La disyuntiva en clave patriótica

“Por la razón o la fuerza” es el lema del escudo nacional chileno, que data de 1812. Nuestra sensibilidad de “corrección política” nos inclina a rechazarlo, ya que tiene connotaciones bélicas y autoritarias. Pero no era así para los fundadores de las primeras repúblicas latinoamericanas, autodidactas del iluminismo, para quienes la independencia nacional era un objetivo justo y racional. Si no era posible conseguirlo por medio de la persuasión, se ganaría por fuerza de las armas. Era una época aquélla de militares cultos, para quienes la espada y la razón iban juntos. Tal el caso de José de San Martín, miembro correspondiente de la logia de Filadelfia, cuna del racionalismo norteamericano, de Bernardo de O’Higgins en Chile, y de Simón Bolívar, un general mejor educado que quienes hoy usan su nombre como marca registrada. Un general argentino, Bartolomé Mitre escribió la historia de otro general culto, Manuel Belgrano y tradujo, mientras guerreaba, La Divina Comedia.

El lema es una versión española del latín «aut consiliis aut ense» («o por consejos o por espada»), que está vinculado a los orígenes del estado de derecho. Se remonta a la antigua Roma y es expresión del clásico dualismo saber-poder (consilium-auxilium; «consejo»-«auxilio»), que es posible encontrar en el pensamiento platónico, y que fue desarrollado en la Europa medieval. De ese dualismo, a su vez, es expresión el símbolo más conocido de la justicia: la balanza (que es expresión de la razón y el Derecho) y la espada (que representa al poder y la fuerza).

A comienzos del gobierno del Presidente chileno Ricardo Lagos, se generó un debate originado por algunos parlamentarios de la Concertación que pretendían cambiar la divisa a «Por la fuerza de la razón», pues consideraban que el nuevo lema era «menos belicoso» que el tradicional. Aquella propuesta estuvo varios meses en el tapete de la discusión, pero la moción no prosperó por no tener quórum en el Congreso. Fue un desenlace feliz, ya que un lema de este tipo, o se mantiene íntegro y tajante, o se elimina, pero no debe ser tergiversado en aras de una pacata cobardía. Conservemos pues la disyuntiva: por la razón o por la fuerza.

La disyuntiva en clave filosófica

La disyuntiva se remonta a Platón, que la pone en boca de Sócrates cuando en La República trata el tema del raciocinio y la justicia. Los antiguos griegos observaron lo siguiente: en el comportamiento cotidiano que el sentido común no dudaría en llamar “racional”, los inescrupulosos y los simuladores con frecuencia le llevan la delantera al ciudadano honrado. El cálculo del beneficio individual se sobrepone al espíritu solidario, y cada uno quiere tener ventaja sobre los demás. Las normas de convivencia son desobedecidas u obedecidas sólo por conveniencia o por temor al castigo. Como en el tango Cambalache el que puede hacer trampa lo hace:

“Si uno vive en la impostura
y otro roba en su ambición,
da lo mismo que sea cura,
colchonero, Rey de Bastos,
caradura o polizón.”

Los filósofos llegaron así a la desconcertante conclusión de que la injusticia suele ser clave del éxito. Frente al aparente triunfo de la “viveza”, Platón propone, siempre por boca de Sócrates, una argumentación de superior inteligencia. Demuestra que la “viveza”, es decir, el uso inescrupuloso de la razón para sacar ventaja individual, se vuelve contra sí misma en dos instancias fundamentales: en el conjunto comunitario y en el tiempo. En el conjunto porque la ventaja individual desleal, una vez generalizada, produce un malestar para todos. Cuando un grupo de espectadores observa en campo raso un partido de fútbol, y uno de ellos se pone en puntas de pie par ver mas lejos, impidiendo así la vista a la persona de atrás, va a ser rápidamente imitado por sus vecinos, y éstos a su vez por otros, hasta que, al cabo de un tiempo todos los espectadores estarán en puntas de pie, volviendo al estado de igualdad inicial, pero mucho mas incómodo para todos. En el tiempo porque el despilfarro de recursos que produce nuestra sed de beneficios a corto plazo se traducirá en escasez y penuria para quienes nos sigan en el camino de la vida. En resumen: la racionalidad en escala reducida se vuelve irracional en escala ampliada. O dicho de otra manera: toda racionalidad depende de un contexto.

La disyuntiva en clave económica

Es archisabido que la dinámica de una economía de mercado está sujeta a ciclos de crecimiento y contracción. Ese ritmo es parte del vaivén normal de una economía capitalista. Sin embargo, en franjas de tiempo mas largas, está sujeta también a crisis mucho mas profundas y severas, tales como la Gran Depresión de los años 30 y la Gran Recesión actual. Ambas fueron producto de excesos (sobre todo de naturaleza financiera) y malos cálculos, agravados por políticas de respuesta equivocadas. Los grandes críticos del capitalismo, desde Marx a Kondiatreff, hicieron hincapié en la dificultad del sistema de (1) anticipar y (2) prevenir esas grandes crisis. Las grandes crisis se comprenden sólo cuando ya se han desatado. En otras palabras, la comprensión racional llega demasiado tarde. Pero aun ese aprendizaje (tardío) que produce una crisis se olvida rápidamente cuando el crecimiento económico se recupera, y así se generan los gérmenes de crisis ulteriores.

A veces la crisis misma obliga a la dirigencia política y a la elite empresarial a tomar medidas de regulación y control que pueden llegar a institucionalizarse y así evitar, por un tiempo mas largo, la repetición de los mismos excesos y errores. Pero tarde o temprano la dinámica económica supera a esas instituciones y lleva a crisis de nuevo tipo y de mayor magnitud. Sólo después de la nueva crisis se crea una nueva rueda de regulación e innovación institucional. Así la gran crisis de la década del 30 obligó a las autoridades de los países mas ricos a establecer programas de obras públicas, sistemas provisionales, reglas de control, reaseguros y acuerdos internacionales que equilibraron el crecimiento durante aproximadamente siete décadas, hasta que las grandes innovaciones financieras y una nueva división internacional del trabajo condujeron a la crisis actual. Así como la gran crisis del 30 condujo a los acuerdos de Bretton Woods, la crisis actual condujo al cambio en la conducción de la economía global del G-7 (las potencias tradicionales de posguerra) al G-20, que incorpora a las potencias emergentes.

El sistema económico cobra una mayor racionalidad por la fuerza. Pero aquí no se trata de una imposición dictatorial (ejemplo: el “despotismo ilustrado” de los soberanos europeos a mediados del siglo 18) ni tampoco de una revolución social (ejemplo: el “culto de la razón” bajo la dictadura de Robespierre durante la Revolución francesa, o la dictadura leninista de comienzos del siglo 20), sino la fuerza de la circunstancia, que obliga a tomar acciones que la racionalidad acotada y hasta ahora “normal” de los actores hasta hace poco rechazaba. Es lo que en francés se llama force majeure. En otras palabras, la crisis provoca un cambio en la escala de la racionalidad. Se pasa el contexto micro al contexto macro. Del lema “sálvese quien pueda” se pasa al lema “salvar el sistema.”

Pero ¿cuál es el actor que opera con esta racionalidad sistemática y no individual cuando la fuerza de las circunstancias cambia la escala de acción? El único candidato capaz de actuar con racionalidad de conjunto es el estado. El estado debe intervenir para garantizar la paz social, imponer un cierto grado de equidad, compensar a los que pierden, controlar a los que ganan, estimular la demanda a través de inversiones públicas, estabilizar el sistema financiero, recapitalizar a los bancos, frenar o mitigar la desocupación, y en muchos casos, transformarse en “inversionista de riesgo de última instancia.” Frente a la anemia (o parálisis) del sector privado, el sector público se ve obligado a intervenir con fuerza y por fuerza de las circunstancias. En este contexto, la ideología de un gobierno (de izquierda, centro, o derecha) es menos consecuente que la “razón de estado.” Y así nos encontramos nuevamente con el viejo lema del escudo nacional chileno.

Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre el lema patriótico de 1812 y la realidad del siglo 21. El estado ha dejado de ser una realidad o un proyecto exclusivamente nacional. En la era de nuestra globalización, de la que hemos escrito abundantemente en las páginas de Opinión Sur, el estado ha sido superado en su posición de territorialidad monopólica (base de toda geopolítica tradicional) por los movimientos de capital, de las personas físicas, y por los adelantos de la tecnología, de la comunicación y de la información. Ha habido una pérdida neta de soberanía a favor de una internacionalización a ultranza de las principales dimensiones de la vida social. Sin llegar al extremo de proclamar la muerte o la obsolescencia del estado, es justo reconocer su acotamiento y su rol cada vez mas intersticial. Pero la declinación del estado no significa que hayan claudicado sus funciones –en otras palabras, que haya disminuido en manera alguna la necesidad de estadualidad. Así como hoy en día los gobiernos son menos importantes que la gubernamentalidad (en ingles governance y en francés, siguiendo a Michel Foucault, la gouvernementalite), los estados son menos importantes que la estadualidad (en ingles stateness). En la gran crisis del 30, los gobiernos utilizaron políticas proteccionistas, y así agravaron las crisis y aumentaron las tensiones hasta que se llegó a una guerra mundial. En la gran recesión del 2007-2009 los gobiernos se han reunido con frecuencia, y han coordinado sus acciones de rescate económico desde el principio.

Nada de esto significa que las medidas que los estados han tomado en forma bastante mas consensuada y coordinada que hace 70 años se vean coronadas por el éxito. Nada impide que la “recuperación” tan anhelada sea apenas modesta. Pero todo indica que, mientras esperamos respuestas de fondo a una civilización en peligro, por lo menos no caigamos en la histeria individual y colectiva con la que terminó la década de los 30, es decir en nacionalismos contrapuestos.

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