La desigualdad, resultado directo del acelerado proceso de concentración económica, está en la base de la crisis que hoy azota a los países afluentes. Su impacto trasciende lo ético, lo injusto y se proyecta como un grave factor de inestabilidad sistémica. Es cierto, la desigualdad y la concentración atenazan nuestro futuro, aunque no es lo único que es necesario transformar. La desigualdad, resultado directo del acelerado proceso de concentración económica, está en la base de la crisis que hoy azota a los países afluentes. Su impacto trasciende lo ético, lo injusto y se proyecta como un grave factor de inestabilidad sistémica. En verdad siempre existió la desigualdad sólo que ya no se la tolera con resignación, como cuando el privilegio que incide sobre agendas, medios y mentes persuadía con sesgados argumentos o disuadía con la represión. Hemos avanzado hacia la globalización y en ese proceso se han arremolinado grietas, cuestionamientos y opciones.
En estos tiempos es posible saltar algunas alambradas. Aun con medios concentrados, la comunicación alternativa, directa, diversa, barre y conecta las costas del mundo. Egipto, Chile, Libia, Somalia, Grecia, Londres, Siria, Nueva York y tantos otros antes distantes lugares están ahora en nuestros vecindarios. Sus relatos y crónicas traen similitudes y singularidades. Los procesos se han acelerado y lo que antes tardaba en madurar hoy explosiona con la velocidad del sonido o de las imágenes. Las circunstancias requieren decisiones rápidas aunque al tomarlas se disponga de información parcial, incompleta, muchas veces deformada. Cambios que han estado por largo tiempo represados no se contienen y desbordan trazando nuevos cauces; cuesta que carguen sabiduría, prudencia y compasión.
Pesa la desigualdad
La desigualdad inflama y lleva a la inestabilidad. Mina la cohesión social y afecta la gobernabilidad democrática. Bien difícil tolerar la irritante sobre abundancia para unos y el rezago del resto; doloroso aceptar el derroche del consumo superfluo mientras la pobreza asfixia a la mitad del planeta y causa más muertes que cualquier enfermedad conocida.
La desigualdad descarrila el funcionamiento económico: genera cuellos de botella por brechas que se producen entre una producción que busca siempre expandirse y una demanda tullida por la concentración de la riqueza. En lugar de encarar el privilegio y reparar la injusticia se acude a soluciones sustitutas para evitar el colapso del sistema económico: el rezago de demanda se sostiene con financiamiento pero no mejorando los ingresos genuinos. Surgen las traumáticas burbujas financieras que crecen hasta que se tornan insostenibles. ¿Nos hemos preguntado por qué se castigan esquemas piramidales cuando un particular los aplica pero no cuando son instalados por la política económica?
Aparecen las recurrentes crisis y con ellas las explosiones sociales. Como suele ocurrir, el privilegio se arregla para acomodarse a las nuevas circunstancias de concentración; las mayorías otra vez a sufrir y a asumir el precio que imponen los embaucadores. Crece la desigualdad; insensible y codiciosa como siempre.
Durante las crisis los timoneles del desastre y de la ignominia continúan al mando. Los enfrentan voces de transformación pero la organización de tan diversos intereses se hace muy difícil. Somos como tribus nómades encarando imperios, sólo que en estos días los nómades moran también en los suburbios imperiales.
Habrá que decir que los antagonismos esterilizan esfuerzos y polarizan; que la paz y las imperfectas democracias son semillas a mejorar. Que la brutalidad de cuello blanco no se derrota con la brutalidad callejera. Que reclamar es legítimo pero no suficiente. Que habrá que construir mejores opciones para no quedarse en los gritos de angustia y pasar del lamento a la acción. Los cimientos de sociedades justas surgen desde las mentes y se nutren de conocimientos y de nuestras voluntades. Desde allí toca salir al encuentro de más promisorias utopías referenciales; identificar nuestro norte y utilizar brújulas que funcionen. El desafío es organizarnos para trabajar; todos y para todos; con valores que integren compasión, efectividad y responsabilidad.
Pero no es sólo la desigualdad
Pero no, aunque sabemos que la desigualdad pesa y atenaza, no lo es todo. Un mundo igualitario que siga despedazando el medio ambiente no sirve. Diseminar aun mas el consumismo irresponsable volvería a conducirnos hacia el abismo. Ciencia y tecnología orientadas al bienestar general y a la preservación del planeta deben desprenderse de la codicia y el lucro desaforado; igual que la educación, la salud, la seguridad social.
Abatir desigualdad es condición necesaria, casi imprescindible, para ajustar el rumbo y mejorar sustancialmente nuestra forma de funcionar, pero no es suficiente. Transformar el actual proceso de concentración es impostergable pero habrá que reemplazarlo con dinámicas no sólo efectivas y eficientes sino también portadoras de otros valores y de más sentida significación; movilizando a pleno el potencial de comunidades sin dejar atrás un tendal de excluidos.
No faltan opciones, talento, energía, recursos, determinación. Hay otras formas de vivir y de trabajar aunque deban ser perfeccionadas al instalarse; en toda transformación hay mucho por aprender. No tiene sentido reemplazar un fundamentalismo por otro. No hay malos de un lado y buenos del otro; cargamos todos con imperfecciones humanas y las llevamos con nosotros. Sólo que en unos rodeos brillan los cuchilleros y en otros cunde el deseo de crear, de ayudar, de facilitar; de no reproducir dolor y soledad.
Ya se sabe que en una carretera no existe piloto automático aunque sí en altos aires para momentos de calma y buen tiempo. No cabe resignar la conducción, ni la supervisión, ni el planeamiento, ni tampoco el cotidiano mantenimiento. Es una riesgosa ilusión creer que al transformar se puede luego descuidar la marcha, desactivar las alarmas. Así como cruzar una calle exige ejercer prudencia (siempre y no sólo alguna vez), la marcha social exige custodiar el rumbo, adaptando la trayectoria y la forma de funcionar a las cambiantes circunstancias de un mundo en movimiento.
Es posible ayudar a construir lo nuevo y acercarlo a nuestros anhelos. Está en cada uno poner el hombro y despejar la mente. Una vida balanceada no excluye dimensiones y en la búsqueda de felicidad reserva un espacio central para pensarnos, para aportar al conjunto social. Hay, sin embargo, mil formas de alienación, de conceder ahondando el vacío. El andar desorientado, la esperanza embotada en fetichismos e idolatrías, hace del rumbo individual un laberinto de emociones impostadas, una interminable huída de temores y ansiedades. Desde esas sombras toca arrancar, ajustar el rumbo, encarar la marcha, fortalecer lazos, unir en la diversidad, desplegar a pleno una nueva creatividad, cuidar el medio ambiente que nos cobija, generar emprendimientos inclusivos, eliminar pobreza, abatir desigualdad, desterrar privilegios y prebendas, avanzar en equidad y justicia, gestionar el desarrollo sin jamás perder la compasión. Construir es cosa seria.
Es cierto, la desigualdad y la concentración atenazan nuestro futuro, aunque no es lo único que es necesario transformar.
Opinion Sur



