El liderazgo en un mundo des-centrado

Pienso que vale la pena comenzar esta nota con una cita muy conocida de la primera parte de un poema famoso de William Butler Yeats (The Second Coming, o La Segunda Venida, 1919):

 

“Girando y girando en el creciente círculo
El halcón no puede oír al halconero;
Todo se deshace; el centro no puede sostenerse;
Mera anarquía es desatada sobre el mundo,
La oscurecida marea de sangre es desatada, y en todas partes
La ceremonia de la inocencia es ahogada;
Los mejores carecen de toda convicción, mientras los peores
Están llenos de apasionada intensidad.”

 

En mi artículo anterior, prometí que ofrecería algunas reflexiones sobre las causas profundas del liderazgo débil en el mundo actual.  Esta condición no es fortuita pero no deja por ello de ser preocupante.  En muchas democracias degradadas, la selección de líderes favorece a quienes tienen miras cortas y a quienes siguen el cambiante humor popular.  Este humor se caracteriza por la desconfianza y el cinismo frente a la clase política.  Se acusa a los políticos de falta de sinceridad, de tener lazos oscuros con intereses espurios, y de esconder su venalidad detrás de frases altisonantes, de formulas vacías, y de peleas personales.  Todo resulta al fin  en una congestión  gubernativa, en detrimento de serios desafíos globales.

En todo el mundo los ciudadanos se sienten con derecho a desafiar sus condiciones de vida.  Los nuevos medios de comunicación social refuerzan tal estado de ánimo.  Pero las quejas y protestas son diferentes, y las situaciones que desafían son muy diversas.  El resultado nos deja perplejos, y nos depara sorpresas políticas de signo muy diferente.

En Latinoamérica los cambios políticos corrientes tienen mucho que ver con dos cosas: el fin del súper-ciclo de las commodities (el prolongado ‘viento de cola’ de las exportaciones), y la prolongación en el poder de los gobiernos de turno, que hasta ahora habían utilizado el viento de cola para financiar sus políticas y mantener el apoyo popular.  Donde el status quo se inclinaba hacia la izquierda, la reacción fue por derechas.  Tal es el caso de varios países del sur del continente.  Donde el status quo era de corte conservador, la reacción vino por el lado liberal de izquierda.  Tal es el caso de Canadá.  En casi todos los casos, la reacción popular ha sido contra la complacencia de los detentores del poder, contra la arrogancia de su ejercicio, y contra la corrupción real o sospechada (la sospecha crece a medida que cualquier gobierno se mantiene en el poder por un  tiempo prolongado).  El péndulo oscila, sorprendiendo a los observadores e invirtiendo muchas predicciones.   Así como el crecimiento fácil es una bendición para los mandatarios, el estancamiento les significa una pesadilla.  En los Estados Unidos, una minoría de blancos amenazados en sus expectativas ha logrado apoderarse de resortes claves de poder y lograr paralizar al sistema político.

La desconfianza se traduce a menudo en una demanda de soluciones simplistas y en la esperanza vana de volver a una supuesta estabilidad o bonanza pasada.  Algunos gobiernos tratan de manejar esta crisis de confianza con viejos trucos de poder: buscan chivos expiatorios, aumentan las tensiones con otros países, fomentan miedos de todo tipo, o simplemente se aprontan a la guerra.  Cuando no les salen bien estos artilugios, los ciudadanos se muestran dispuestos a apoyar a otros políticos que “no temen decir lo que nosotros pensamos.”  Sin embargo, “lo que nosotros pensamos” no es más que una reacción temerosa al cambio, una franca xenofobia, y prejuicios de toda índole. Quienes se atreven a expresarlos abiertamente buscan en sus líderes una manifiesta “autenticidad.”  Pero los “auténticos” nacionalistas, sediciosos, racistas y xenófobos no hacen más que echar leña al fuego y alimentar el caos.  En lugar de autenticidad lo que deberían pedir es más sinceridad y más propuestas valientes para encarar los desequilibrios y los graves problemas que hoy enfrentan a nuestro planeta.  Se necesita con urgencia un nuevo tipo de liderazgo. Tendremos que ir a buscarlo a lugares a veces insospechados.

En un buen día de otoño, mientras pensaba en estos temas y caminaba por la plaza de Washington en Nueva York,  dirigí la mirada hacia la parte superior del Arco de Triunfo (diseñado por Stanford White) que se yergue en el sector norte de la plaza, donde comienza la Quinta Avenida.  Allí leí una cita grabada en la piedra, proveniente de un discurso del primer presidente de los Estados Unidos.  Me pareció adecuada. En 1787 George Washington presidía la Convención Constitucional de la república naciente. De 55 delegados a la Convención, 39 firmaron el documento final de la Constitución.  Esos hombres habían discutido mucho y se habían enfrentado con posturas contrapuestas.  Para evitar el impasse, en muchos casos llegaron a compromisos que diluían o tergiversaban el propósito original del documento.  Se dice que Washington rara vez participaba de la discusión.  Pero un día, después que los delegados hicieran un verdadero pastiche  de propuestas para salir de la encrucijada, Washington se levantó y, de acuerdo con los observadores de la época, hizo una alocución que cambió el rumbo de la historia.

“Si para complacer a la gente les ofrecemos lo que nosotros mismos desaprobamos, ¿cómo podremos después justificar nuestros esfuerzos?  Icemos un estandarte que agrupe a las personas sensatas y honestas; el hecho queda ahora en manos de Dios.

No he escuchado palabras similares en boca de ninguno de los líderes políticos contemporáneos, que expresen semejante coraje y convicción frente a las crisis que afligen al planeta –sólo el Papa se atreve.

Procedamos ahora por partes: vayamos de una a otra porción geopolítica del planeta.  Empecemos con Europa. Como hemos insistido en las páginas de Opinión Sur, la Unión Europea fue un proyecto digno pero defectuoso que se ha visto minado por tres crisis sobrepuestas antes de que pudiera consolidarse.  Mientras las crisis no eran ni demasiado grandes ni simultáneas, lograban acuciar a la lenta organización europea a dar algunos pasos necesarios hacia la integración, a pesar de la renuencia de algunos países miembros.  Pero a medida que la crisis económica se agudizaba, y que la UE forzaba soluciones equivocadas (tipo austeridad) a todos sus miembros por igual, descubrió que algunos de ellos quedaban sumidos en la más profunda depresión, atados como estaban a una moneda única  (una versión más amplia del malhadado “uno a uno” argentino).  La unión monetaria se transformó en una trampa.  Así como el desastre griego amenazó con la expulsión de uno de los miembros de la frágil unión, la expansión rápida y no bien pensada de esta última hacia el Este (con la OTAN como punta de lanza) provocó una fuerte reacción rusa.  Era predecible, pero el Occidente “triunfante” (después de la Guerra Fría) no se dio cuenta.  Al mismo tiempo que la reacción agresiva de Rusia sorprendía a los europeos, las convulsiones del Medio Oriente arrojaban ola tras ola de refugiados sobre las costas europeas.  No me ocuparé de estas crisis sobrepuestas porque lo he hecho en detalle en números anteriores de esta revista.   La sumatoria de estos múltiples desafíos reveló que Europa era más que una verdadera unión una reunión de miembros desiguales, sin un centro soberano de decisiones. En vez de solidaridad salió a luz una actitud de mezquindad mutua y un miedo generalizado a perder lo que hasta entonces era una vida privilegiada.  Alemania—el país más poderoso de la unión—trató de enfrentar la crisis en nombre del conjunto y con miras más amplias que el resto.  Pero sus políticas se vieron acotadas por el recelo de la población alemana, reacia a hacer sacrificios a favor de los miembros económicamente más débiles, a quienes trataron con gestos punitorios.  En el frente demográfico, los países europeos más ricos—casi todos con poblaciones cada vez más mermadas y más envejecidas—se mostraron inicialmente receptivos para con un caudal migratorio que prometía asegurar el reemplazo de la necesaria mano de obra, pero la magnitud de la ola de refugiados provoca al mismo tiempo la sospecha y la ansiedad de que se transforme en una “invasión extraña” en el corazón mismo de la prosperidad y del confort de los que hasta ahora habían gozado.  Cuando la canciller alemana trató de “izar un estandarte que agrupe a las personas sensatas y honestas” corrió el riesgo de perder su puesto y tuvo que batirse en retirada “para complacer a la gente” y ofrecerles lo que ella misma desaprobaba.  Su momento “washingtoniano” le duró poco.

En otros países ricos de Europa—a excepción de Suecia—tal intento de ejercer un verdadero liderazgo—por tímido que fuera—ni siquiera sucedió.  Como sostuvo Pamela Druckerman en el New York Times (“Francia, un paraíso perdido,” 3 de noviembre de 2015), “a este punto, los franceses parecen estar hasta descontentos con su actitud tan negativa.  Un enfoque positivo en relación con los refugiados tal vez les hubiese dado un poco de energía.  Tal como están las cosas, Francia no puede pretender como antes formular un mensaje universal.  Estos días es simplemente un país ordinario y defectuoso que sólo piensa en si mismo.”  La filosofía iluminista, los derechos del hombre, y “Francia, tierra de asilo” ya no son palabras que los franceses sean capaces de expresar.  Para los holandeses, belgas o finlandeses—entre los ricos de Europa—el egoísmo es más fácil: nunca tuvieron la pretensión generosa y universal de los franceses. Y entre los países del Este europeo, recién llegados a la Unión, hoy vuelve a surgir el espectro de un pasado fascista o comunista, mientras izan antiguas banderas de color desagradable.

El proyecto europeo original está muriendo, pero la Unión Europea no caerá en pedazos.  La Unión seguirá pagando la luz en sus edificios y los salarios de sus empleados y funcionarios.  Eso sí: tendrá una sobrevida de fachada y pacotilla, algo parecida a un montaje cinematográfico.

En el otro extremo de la Tierra, el “Reino del Medio” se apresta a retomar su lugar en el centro mismo de los asuntos humanos.  Pero todavía no.  China se ha transformado en la segunda economía más ponderosa del planeta y se prepara velozmente a adquirir una posición de súper potencia.  Con ello desafía a los Estados Unidos.  Éstos mantienen todavía su posición como potencia militar de primera fila, pero han dejado de ser el árbitro indiscutido de las relaciones internacionales y los garantes del orden global.

La dinámica de llegar a ser una potencia mundial y la necesidad de proteger las rutas marítimas para el transporte de insumos incitan a los chinos a construir una armada de aguas profundas y a desarrollar una estrategia global.  En este afán no hacen más que seguir los consejos del Contraalmirante norteamericano Alfred Thayer Mahan (un geopolítico eminente de fines del siglo XIX y director de la Escuela de Guerra Naval), y toman en serio su teoría de que quien controla las rutas marítimas controla su propio destino y también el del mundo (La influencia del poder naval en la historia, publicado en 1890).  Por el momento, mientras China avanza, los EEUU parecen retroceder,  y este re-equilibrio presenta tanto oportunidades de colaboración como riesgos de enfrentamientos bélicos.

La fricción es inevitable y se ha de requerir fineza diplomática y prudencia por ambas partes, algo que Henry Kissinger ha pregonado y practicado en su larga carrera, pero que no tiene garantías automáticas.  En su libro sobre China y sus relaciones con los EEUU (On China, 2011), Kissinger sostiene que cada uno de estos dos países expresa un sentido de destino manifiesto, pero “el excepcionalismo norteamericano es misionero,” dice. Y sostiene que “los Estados Unidos creen tener la obligación de sembrar sus valores en todas partes del mundo.”  Al contrario, el excepcionalismo chino expresa una cultura distinta: China no hace proselitismo ni sostiene que sus instituciones “son relevantes fuera de China,” y sin embargo juzga y clasifica a todos los otros países de acuerdo con su nivel tributario y con su aproximación relativa a las formas culturales y políticas de la China.

Los Estados Unidos de América son centrífugos; China es centrípeta.  Estas fuerzas ¿chocarán o colaborarán?  En la actualidad el liderazgo chino es más colegiado que autocrático.  Es cauto, sistemático, presta atención al largo  plazo, y contrasta con las miras cortoplacistas de las naciones democráticas.  Aun así a nadie se le ocurre que sea una inspiración en el proscenio del mundo.

A medida que merma su influencia, el excepcionalismo proselitista norteamericano pone a sus líderes en una encrucijada: si los Estados Unidos no intervienen en lugares de conflicto, dan la impresión de ser débiles.  Pero si intervienen, se empantanan en guerras que no pueden ganar.  Se los condena si hacen y se los critica si no hacen.  En otras palabras, Los Estados Unidos están en un impasse estratégico.  Un símbolo de este dilema es el avión de combate teledirigido (drone) en la guerra automática en que los EEUU están implicados:  son aviones sin piloto que combaten sin un plan.  No debe sorprender que otros poderes se aprovechen de este impasse estratégico con sus propias maniobras tácticas.  El celo misionero norteamericano encuentra hoy su rival en el celo misionero del islamismo político y en el renaciente nacionalismo ruso.

Para entender la actual situación caótica en el Oriente Medio conviene revisar un poco de historia europea.  El ejercicio nos puede ayudar a comprender las sorpresas y los peligros que hoy cunden por la región.  La desolación que afecta a Siria e Iraq repite y recuerda las atrocidades de la guerra europea de los treinta años. Esa guerra comenzó después de la Reforma cristiana y sólo terminó con el tratado de Westfalia en 1648. Durante tres horribles décadas los católicos masacraron a los protestantes y éstos les devolvieron el favor.

Hoy en día los alasitas que controlan lo que resta del gobierno en Siria destruyen ciudades enteras donde los sunitas desafían el poder del clan Assad.  Los sunitas desafían también a los gobernantes chiitas en Iraq, y lo hacen con todos los medios a su alcance.  En Yemen los Wahabís sauditas destruyen también varias hermosas ciudades—incluyendo escuelas y hospitales—desde el aire.  Los reyes sauditas se asemejan a los monarcas absolutos de Francia en otra época.  Haciéndose eco de las rivalidades políticas de la Europa del siglo XVII, Arabia Saudita e Irán rivalizan en una pugna por hegemonía regional a través de guerras interpósitas.  La purificación sectaria y la persecución étnica y política hoy dominan estas regiones.

Las guerras de religión en Francia y en Europa en general nos ofrecen un marco comparativo para apreciar la dinámica de los conflictos inter-islámicos.  Al final de ese proceso, los conflictos religiosos europeos cedieron frente al surgimiento de una serie de estados que estabilizaron la situación al reemplazar la guerra civil sectaria por un sistema de naciones rivales que compitieron en forma más “civilizada.”  Por analogía podríamos decir que los conflictos del Medio Oriente actual han de durar varias décadas hasta que el cansancio por destrucción reemplace el celo misionero con la tolerancia mutua. El precio a pagar en sufrimiento humano es y será inmenso.  Sus consecuencias ya se hacen sentir en la oleada migratoria que avanza sobre las naciones más desarrolladas y amenaza su vieja complacencia.

Pero aun en medio de tal caos hay refuljores de esperanza.  Es útil recordar que el propio Islam, con pocas excepciones, no fue una religión persecutoria durante y después de su gran periodo de expansión y conquista.  Era más tolerante en el año  730 que hoy en día.  Tal vez la rivalidad actual en su seno de lugar a una nueva búsqueda de tolerancia en sus propias raíces (ver al respecto el libro de la historiadora cubana María Rosa Menocal, El ornamento del mundo: Como  musulmanes, judíos y cristianos crearon una cultura de tolerancia en la España medieval,  2002).  Retomará entonces el Medio Oriente, si es que lo hace, el camino de su propio desarrollo.

Entre los poderes que buscan aprovecharse de la hesitación norteamericana se destaca Rusia en primer plano.  El colapso del sistema soviético redujo a ese país de una posición de súper-potencia a un estado autoritario petrolero.  El proceso de democratización se frenó, como suele suceder en casi todos los países ricos en recursos naturales pero sin una estructura institucional pre-existente y favorable a la democracia (Friedson, M., Bolden, L., and Corradi, J., “Before the Natural Resource Boom: State-Civil Society Relations and Democracy in Resource Rich Societies,” Journal of Third World Studies, 2011). Esta situación puso a Rusia en la categoría de “mercado emergente” y sujeto a una aguda dependencia exportadora. Bajo la “dictadura democrática” de Vladimir Putin, el descenso económico hoy se ve compensado por una postura agresiva, militar y nacionalista, que responde a la desatención malévola de Occidente.  Rusia trata de tomar ventaja de los puntos débiles en la política exterior de la NATO, de Europa y de los EEUU.

El presidente ruso no es un genio estratégico, pero sí es un hábil táctico en materia geopolítica.  Actúa en forma enérgica, tomando la iniciativa en Ucrania, en el Báltico, y en Siria, y crea hechos sobre el terreno, para consternación de europeos y norteamericanos. Como sostiene Michael McFaul, “El Sr. Putin es hábil en sus respuestas tácticas a los reveses, pero es menos hábil en materia de estrategias de largo alcance” (“The Myth of Putin’s Strategic Genius,” The New York Times, October 23, 2015).  No tiene rival en el Occidente en su postura marcial y en su juego de ajedrez.

Enfrentarse a tal eximio oportunista puede ser peligroso.  El nuevo Jefe de Operaciones de la marina norteamericana, el Almirante Richardson, ha expresado ese dilema en forma escueta: “¿Cómo hemos de posicionar nuestras fuerzas para asegurar que mantengamos un buen equilibrio y una capacidad de acción adecuada?”(Financial Times, 2 Noviembre 2015).  “Capacidad de acción adecuada” desde el Mar Negro hasta el Océano Pacífico podría ser la receta preparatoria a una nueva guerra mundial.

Mientras avanzamos en la segunda década del siglo XXI, es cada vez más claro que el universo heliocéntrico al que estábamos acostumbrados, con los Estados Unidos ocupando el centro, ha cedido el lugar a una serie de planetas dispersos, sin saber muy bien a dónde van.  En términos geopolíticos volvemos aparentemente al viejo sistema de “equilibrio de poder” entre grupos regionales y actores independientes (con la salvedad que varios de éstos no son actores estatales). Es hora de un nuevo “realismo duro”, con liderazgos sinceros y con imaginación, y también capaces de improvisar pero sin riesgos irresponsables.
A los 91 años de edad, Henry Kissinger expresó este sentimiento en su libro World Order (2014). Como en los ocho libros precedentes, en éste defiende el sistema de equilibrio entre poderes que ha dado al mundo, según él,  el escaso orden del que hemos gozado.  Pero Kissinger sostiene que este orden y sus protocolos se están viniendo abajo sin perspectivas de reemplazo por el momento. Llama a sus conciudadanos a tomar en serio los peligros que se ciernen sobre el orden mundial, y a rehacer los lazos que otros e igualmente famosos ministros de relaciones extranjeras como Richelieu, Wallenstein, Talleyrand, Palmerston, Metternich, Zhou Enlai y Yitzhak Rabin,  lograron mantener durante tres siglos, en vez de embarcarse en cruzadas descabelladas y guerras que no se pueden ganar en forma convencional.

La alternativa es sombría: Jeder für sich und Gott gegen alle (Cada uno para sí y Dios contra todos). Es el título del film del director alemán Werner Herzog (1974), a su vez tomado de una expresión en la novela brasileña de Mario de Andrade, Macunaíma. Esperemos que no nos suceda.

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