El dieciocho brumario* de Barak Obama: lo que no sucedió.

La situación política en los Estados Unidos es rayana con una crisis constitucional. La merma de poder mundial se ve aumentada por un sistema político que ha dejado de funcionar y que abre el camino a la sedición. A diferencia de otros imperios, como el británico, que supieron manejar bien su ocaso, la decadencia norteamericana es torpe y espasmódica.[[El 18 de brumario del año VIII hace referencia a una fecha del calendario republicano francés, coincidente con el 9 de noviembre de 1799. En esa fecha, Napoleón Bonaparte dio un golpe de Estado que acabó con el Directorio, última forma de gobierno de la Revolución francesa, e inició el periodo conocido como Consulado. Durante mucho tiempo, se ha relacionado esta fecha (18 de brumario) con el concepto de golpe de Estado. En 1851, Luis Bonaparte, sobrino de Napoleón I, dio otro golpe de estado, poniendo fin a la Segunda Republica y reemplazándola por el Segundo Imperio.]]

En su famoso libro sobre la situación política en Francia de 1848 a 1851, Karl Marx sentenció, siguiendo a Hegel: “la historia se repite, pero con una salvedad: la primera vez es una tragedia; la segunda es una farsa.” No creo que Marx hubiera imaginado una tercera, que es lo que sucedió en Washington en el mes de octubre del 2013. Podríamos entonces agregar a su sentencia: “la tercera vez es un circo.”

Antes del dieciocho brumario de Luis Bonaparte, la Asamblea Nacional francesa estaba dividida en fracciones que no lograban ponerse de acuerdo sobre ninguna iniciativa, incluso las mas trascendentes para el desarrollo nacional. La legislatura estaba paralizada y las diversas corrientes políticas sólo lograban ejercer el veto recíproco. El gobierno estaba empantanado y el presidente (elegido por voto nacional mayoritario) Luis Bonaparte (sobrino de Napoleón) tenía las manos atadas. En otro texto de la misma época, Marx describía así la situación política en Francia y su repercusión en la administración pública:

“[Es] imposible supeditar la administración del Estado al interés de la producción nacional sin restablecer el equilibrio del presupuesto, el equilibrio entre los gastos e ingresos del Estado ¿Y cómo restablecer ese equilibrio sin restringir los gastos públicos, es decir, sin herir intereses que eran otros tantos puntales del sistema dominante y sin someter a una nueva regulación el reparto de impuestos, es decir, sin transferir una parte importante de las cargas públicas a los hombros de la alta burguesía? El incremento de la deuda pública interesaba directamente a la fracción burguesa que gobernaba y legislaba a través de las Cámaras. El déficit del Estado era precisamente el verdadero objeto de sus especulaciones y la fuente principal de su enriquecimiento. (…) Cada nuevo empréstito brindaba a la aristocracia financiera una nueva ocasión de estafar a un Estado mantenido artificialmente al borde de la bancarrota; éste no tenía más remedio que contratar con los banqueros en las condiciones más desfavorables. Cada nuevo empréstito daba una nueva ocasión para saquear al público que coloca sus capitales en valores del Estado, mediante operaciones de Bolsa (…). Y si el déficit del Estado respondía al interés directo de la fracción burguesa dominante, se explica por qué los gastos extraordinarios (…). Las enormes sumas que pasaban así por las manos del Estado daban, además, ocasión para contratar suministros, que eran otras tantas estafas, para sobornos, malversaciones y granujadas de todo género. La estafa en gran escala al Estado, tal como se practicaba por medio de los empréstitos, se repetía al por menor en las obras públicas. Y lo que ocurría entre la Cámara y el gobierno se reproducía hasta el infinito en las relaciones entre los múltiples organismos de la Administración y los distintos empresarios”.

En suma, se trataba de una pugna redistributiva entre intereses contrapuestos que se traducía en un empate político entre fracciones a favor o en contra de la deuda pública y del gasto social. Por un lado estaban los intereses de la “patria financiera,” por otro la de un gobierno potencialmente mas dispuesto que los financistas a sostener el gasto social con una mayor carga impositiva a los sectores pudientes, y por añadidura había otras fracciones que no querían saber nada ni de impuestos, ni de deuda pública, ni de alta finanza y que estaban dispuestos a provocar la caída de toda la estantería. Como podrá apreciar el lector de esta nota, no hay nada nuevo bajo el sol.

Frente a esta situación, el presidente Bonaparte decidió cortar por lo sano: sondeó primero la opinión pública –desfavorable a la politiquería entronizada en Paris–, luego se aseguró la lealtad de las tropas de guardia, y lanzó entonces un “auto-golpe”: suspendió la Constitución, clausuró el congreso (la Asamblea Nacional), y se proclamó soberano absoluto, ejerciendo desde entonces el gobierno por decreto y adoptando el título de Emperador, siguiendo el ejemplo de su ilustre tío. Se proclamó Napoleón Tercero, y así ejerció el poder hasta su derrota a manos del ejercito prusiano en Sedan, en 1871. Su régimen autoritario (precursor de las dictaduras del siglo veinte) duró exactamente 20 años.

¿Qué sacó en limpio Marx de este proceso? Sostuvo que cuando la representación parlamentaria a través de los partidos políticos se divide en fracciones irreconciliables y recalcitrantes, se vuelve muy difícil gobernar. Todo el sistema representativo de la democracia burguesa entra en crisis, a un punto tal que se envilece en lo que Marx llamaba “el cretinismo parlamentario.” Como respuesta a este vicio, el aparato del estado central y su ejecutivo a veces se distancian del régimen representativo y se erigen en árbitros supremos por encima de los partidos. Surge la dictadura temporaria, un estado autoritario que toma decisiones autónomas a favor de todo el sistema, en función de lo que el teórico alemán Carl Schmitt llamaría mucho después, el ejercicio de la soberanía a través del estado de excepción. Siguiendo esta línea de pensamiento, en nuestros propios días el teórico italiano Giorgio Agamben ha sostenido que toda constitución contiene cláusulas que prevén su propia suspensión. Los ejemplos mas comunes de tal estado de emergencia son la guerra exterior o la sedición interna. Detiene la soberanía quien da un golpe de timón frente a la tormenta que se avecina. A veces el golpe de timón se da dentro de las reglas de sucesión previstas en la Constitución. Así por ejemplo, en la crisis financiera de 1890 en Argentina, la renuncia del presidente Juárez Celman abrió el camino del poder a un sucesor mas capaz y decidido –Carlos Pellegrini—quien justamente se ganó el apodo de “piloto de tormenta.” Otras veces, el sucesor accede al comando del estado por un golpe destituyente (el verdadero golpe de estado), que se aparta de la Constitución. Tal fuel caso de Napoleón Tercero.

En las recientes disputas legislativas de los Estados Unidos se observan tanto similitudes como diferencias con el panorama que acabo de describir. Por un lado observamos la división del Congreso en facciones irreconciliables, y en particular dentro de la Cámara de Diputados (House of Representatives), pero también en forma mas atenuada en el Senado. Debemos sin embargo hacer la siguiente salvedad: no se trata, como tradicionalmente en Europa, de un empate entre izquierdas y derechas, sino una disputa entre una facción de extrema derecha y un centro moderado, tanto conservador como liberal-progresista. En los últimos 30 años, todo el espectro político norteamericano se ha corrido hacia la derecha, a un punto tal que podemos resumir la situación así: un centro tímido, un conservadurismo tradicional bastante anémico, y una derecha cada vez mas extremista y vociferante. Es una geometría paradojal: se trata de un espectro con un solo extremo.

Haré otra salvedad. A diferencia de los países europeos, que favorecen un régimen parlamentario, el sistema norteamericano es presidencialista (modelo constitucional adoptado por la mayoría de los países latinoamericanos). En teoría, un presidencialismo fuerte permite que el ejecutivo tome medidas “de necesidad y urgencia” por dentro y no por fuera del marco constitucional, cuando circunstancias excepcionales –previstas por la propia Constitución– así lo exigen.

Los fundadores de la República norteamericana establecieron un sistema de división de poderes (ejecutivo, legislativo, y judicial, y dentro del legislativo una división en dos cámaras) que permitiese gobernar con compromisos y consenso, sin caer en los excesos de una república de jueces, o de un estado de asamblea permanente, o de una presidencia autoritaria. Tal vez no previeron el caso de un congreso que se desdice: por un lado promulga leyes pero por otro impide su aplicación (el caso de la ley previsional de salud o Affordable Care Act), con el añadido de un presidente que se niega a cortar el nudo gordiano y a gobernar por un tiempo en estado de excepción, por abdicación del poder legislativo frente a un grupo sedicioso en su seno. En tales circunstancias de indecisión tanto del poder legislativo como del poder ejecutivo, el sistema político entero va de crisis en crisis y sólo sale de cada una cuando la situación se vuelve peligrosa para la economía de todo el país y para la seguridad del estado (riesgo de insolvencia, y desatención en las relaciones internacionales). Esas salidas son parciales y dilatorias, y pronto el sistema vuelve a caer en el mismo círculo vicioso. Cada crisis –y la acumulación de toda una serie de ellas—impide sostener políticas de estado coherentes, establecer prioridades, y afrontar desafíos serios en el orden nacional (educación, infraestructura, distribución de la riqueza, e incorporación productiva de sectores marginados y del caudal inmigratorio), e internacional (transferencia del eje geopolítico de occidente a oriente, y riesgos de guerra simultánea en distintas regiones del planeta). Todo el país se distrae con un espectáculo de poder que en el fondo nadie quiere, y que es pernicioso y deplorable. Es una crisis autoinfligida que pesa sobre toda la comunidad como la peste pesaba sobre una ciudad en una tragedia griega. Sófocles le dio un nombre: miasma. Hoy podemos calificar la situación de la primer potencia como miasma político.

El brazo largo de la historia

De acuerdo con el historiador y comentarista Gary Wills, la situación en el Congreso norteamericano tiene antecedentes graves en la historia del país, en particular en el secesionismo virtual de los estados sureños antes de lanzarse al secesionismo real que provocó la cruenta Guerra Civil (1861-65). Hoy las legislaturas de varios estados (entre ellos los del Sur) imponen restricciones al voto libre y universal a través de subterfugios de un supuesto “control del fraude” en los padrones, medidas que en realidad pretenden excluir a la población negra del proceso electoral. Es un racismo disfrazado (con la diferencia de que bajo el presidente Lincoln el partido republicano era anti-esclavista), como lo es la divulgación de rumores de que el presidente Obama es musulmán y socialista. El racismo apenas disfrazado y la distorsión desfachatada de las políticas del gobierno por parte del ala extremista y minoritaria del actual Partido Republicano han logrado intimidar al liderazgo de ese partido en el congreso, temeroso de perder sus puestos en las internas del partido en distritos homogéneos que han logrado una representación desproporcionada en las cámaras, en contraposición directa con la mayoría de la población norteamericana, que es auténticamente heterogénea y que ha votado dos veces por el presidente Obama en elecciones universales y abiertas. Por medio del artilugio de distritos electorales manipulados, de la restricción del voto, y de una campaña de desinformación de la opinión pública, los extremistas del llamado Tea Party se han transformado en la cola que mueve al perro del Partido Republicano y este, a su vez, ha paralizado al gobierno de Obama. El presidente se ha mostrado notoriamente reacio a utilizar el poder del ejecutivo en un estado de emergencia para enfrentar la secesión virtual republicana con toda la fuerza que la misma Constitución le permitiría. Frente a la amenaza de los republicanos de suspender la financiación del gobierno y el pago de la deuda, a cambio de concesiones en el programa de salud pública, el presidente podría declarar el estado de sitio y ordenar directamente y por encima del Congreso que el Tesoro emita dinero para pagar las obligaciones del gobierno y el Banco Central emita los bonos necesarios para refinanciar la deuda publica. Esto provocaría sin dudas un intento de juicio político del presidente en la Cámara Baja (que la Constitución erige en fiscal del proceso) y una ulterior absolución por parte del Senado (que la Constitución erige en juez). Se terminaría así de una vez por todas con la amenaza desproporcionada del ala extremista republicana de destruir el buen crédito y la solvencia del país para extraer concesiones de revisión de leyes ya sancionadas pero que no son de su agrado. Como lo ha señalado el legendario inversor Warren Buffet, la estrategia de este ala extrema es equivalente a intentar el uso de armas atómicas en una disputa de frontera o en un diferendo comercial entre dos países. La actitud firme del ejecutivo permitiría a su vez eliminar el absurdo de un techo de la deuda pública, como lo han señalado una y otra vez economistas norteamericanos y extranjeros. Como dicen mis amigos, el Grand Old Party (viejo apodo del partido Republicano) se ha transformado en el Grand Obstructionist Party.

Se están dando condiciones que se asemejan al secesionismo virtual que precedió a la Guerra Civil, a saber: un partido que es rehén de una facción extremista y la representación desproporcionada de esa facción. Recordemos que en la mayoría de los estados el voto fue por Obama en las elecciones presidenciales del 2012, pero la mayoría de los puestos en la Cámara de Diputados fue asignada a los Republicanos –no porque los votantes separaron sus boletas en el cuarto oscuro, sino porque los gobernadores republicanos de varios estados distribuyeron los distritos electorales a favor de su partido, es decir, por medio de un truco antidemocrático de prestidigitación. Tal espíritu de secesión (o si prefiere el lector, de sedición), fue reforzado por medio de intentos de restringir el voto y de sabotear en el Senado toda legislación que no fuese del agrado reaccionario del partido Republicano, a través de la dilación del voto –maniobra denominada “filibuster.” Bien podemos afirmar que los diputados y senadores que abusan de esta maniobra actúan como filibusteros.

En tales circunstancias, la responsabilidad del presidente es insoslayable: si no ejerce todos los poderes que necesita en estado de emergencia, sólo logrará terminar su mandato a los sobresaltos, de crisis en crisis, con salidas parciales y de compromiso, asegurando a sus enemigos políticos el triunfo que buscan, que no es otro que impedir que gobierne con cualquier pretexto, por absurdo que fuese. El segundo mandato de Obama tendrá de este modo un fin mediocre y triste: tanto en política exterior como en política interna ha dejado que la iniciativa la tomen otros, y si ha sobrevivido hasta ahora no es a causa de su firmeza o habilidad, sino de la mayor torpeza de sus rivales. Ni Napoleón Tercero ni Abraham Lincoln: hoy tenemos en Washington un Hamlet distante, dubitativo y sombrío. Tiempos tempestuosos se avecinan y no tenemos al timón del estado –por ahora—un verdadero piloto de tormentas.

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