El debate por el casamiento entre personas del mismo sexo dejó muchas lecciones positivas y algunas negativas. En esta nota, alguien que siguió de cerca toda la discusión cuenta algunas sensaciones y pide que en todos los debates se intente escuchar a los involucrados en los temas.

El mes pasado se discutió en la Argentina una nueva ley que recibió el nombre de “Matrimonio Igualitario”, aunque coloquialmente se la denominó ley de matrimonio gay. Básicamente era una reforma del Código Civil para eliminar el requisito de que para casarse se necesitaran dos personas de diferentes sexos. La ley finalmente sancionada habilita a que las parejas constituidas por personas del mismo sexo puedan formar una familia e, incluso, adoptar.

Por cuestiones laborales, me tocó seguir casi en su totalidad el debate por el matrimonio igualitario, desde que empezó el año pasado en la Cámara de Diputados (donde no pudo prosperar porque el partido de Gobierno se oponía), hasta la sanción en el Senado el 14 de julio de este año. En el medio hubo cientos de debates, reuniones de comisiones, disertaciones de especialistas en derecho, psicología, medicina, bioética, religiosos católicos, judíos, evangélicos, organizaciones gay, periodistas, artistas…

Más allá de la sanción efectiva de la ley, la cual celebro, me pareció interesante compartir con vos algunas reflexiones en torno al proceso que la gestó. Muchas veces en la Argentina y en otros países de América Latina tenemos un debate sobre el fondo y las formas de las medidas políticas que se implementan. Este debate dejó algunas cosas positivas y negativas que vale la pena analizar porque son una buena lección a futuro. Aquí algunos puntos.

¿Especulación o convicción?

En 2009 algunos grupos progresistas creyeron que era el momento oportuno para discutir una ley que permitiera casarse a las personas del mismo sexo. El tema avanzó en la Cámara de Diputados y se pensó que podría ser tratada en el recinto en cualquier momento. Sin embargo, las disidencias internas en el bloque oficialista obligaron a frenar el debate. Era un tiempo post-electoral y era importante poder disciplinar a la tropa para sancionar leyes vinculadas a lo económico.

«Cuando fuimos mayoría en el Parlamento, jamás sacamos una ley que sacara o restringiera derechos de las minorías». Con esta frase, la presidenta argentina, Cristina Fernández de Kirchner arengó a la oposición para responsabilizarla por un eventual fracaso de la ley. Sin embargo, cuando vemos los números de quienes apoyaron y rechazaron esta ley, vemos que fue un mérito conjunto del oficialismo y la oposición. Apenas el 53,5% de los diputados del Frente para la Victoria (partido de gobierno) apoyó la ley de matrimonio gay. Legisladores de espacios progresistas (aliados u opositores al gobierno) la avalaron en un 100%. En otros partidos como el radicalismo tuvo un 40% de apoyo.

En el Senado los números se modificaron un poco más por el peso del voto conservador en las provincias. Aquí se vivió una disputa de poderes más fuerte entre el Gobierno y la Iglesia, y esto polarizó aún más la cuestión. De todos modos, el 40% de los senadores oficialistas rechazó la ley, que sin los 13 votos opositores que acompañaron el proyecto hubiera naufragado.

Todos estos números (espero no haberte mareado), demuestran que esta ley no es el logro de un único espacio político, sino el resultado de un acuerdo (tácito o explícito) entre distintas fuerzas progresistas. El voto fue transversal y no respondió a una estructura política unificada. Entonces, resulta preocupante que un gobierno (cuyo espacio político siquiera presentó un proyecto sobre el tema) quiera adueñarse de la lucha de años de unos y de una ley en la que colaboró pero cuyo apoyo no fue decisivo.

Esto es la demostración de una Argentina poco generosa y poco dispuesta a compartir los logros. Una Argentina con serias dificultades para trabajar en equipo.

De minoría oprimida a mayoría opresora

Un detalle negativo que detecté en el debate fue la prepotencia de ciertas organizaciones vinculadas al mundo gay. Muchas de ellas no querían solamente la reivindicación justa que suponía obtener la igualdad de derechos, sino que querían vengarse de los grupos más conservadores que se los habían negado durante todos estos años. La pelea en algún punto dejó de ser “derechos sí, derechos no” para convertirse en una guerra contra la iglesia. No les alcanzaba con obtener derechos, sino que necesitaban humillar al que pensaba distinto.

Tal vez el ejemplo más cabal de esto fue cuando Alex –el primer gay en casarse en la Argentina- hizo su exposición en el Senado. Con argumentos muy interesantes fue defendiendo su posición y refutando una a una las críticas que se habían escuchado los días anteriores. El problema fue que al finalizar su discurso empezó a atacar a las religiones. Esto fue lo que dijo:

“Para finalizar, voy a cerrar con algunas preguntas a quienes les expondrán a ustedes, porque estoy seguro que hablarán de la Biblia, de la abominación, de lo que es pecado y de lo que Dios dijo. Y como he leído la Biblia les quiero hacer algunas consultas. Me gustaría vender a mi hija como esclava, ya que me es permitido. En estos días, ¿cuánto creen que debo pedir por ella? Éxodo 21:7. (…) Mi tío tiene una granja, él ha violado la ley del Levítico 19:19 al plantar dos clases de cosechas en el mismo campo; lo mismo hace su esposa que viste dos clases de tejidos: algodón y poliéster mezclados. Encima, a veces, maldice. ¿Es necesario molestar a todo el pueblo para que los apedreemos a todos juntos? Como lo dice 24:10–16. ¿No podemos quemarlos en una reunión familiar privada para que no se genere tanto ruido en el pueblo? Así también apedreamos a la gente que se acuesta con sus cuñados”.

¿Es necesario agredir a quienes piensan distinto? ¿Es necesario ofender a quienes piensan igual pero creen en la sacralidad de la Biblia? Queda claro que esos textos fueron escritos hace miles de años y no todo es leído literalmente. No comparto cuando la defensa de derechos se transforma en agresión hacia quienes piensan diferente.

Un gran debate

El último punto que me gustaría tocar es la ejemplaridad que tuvo el debate en el Senado. Un parlamento tiene la obligación de cuestionar las leyes que cree necesarias para un país, escuchando a todas las voces e intentando consensuar normas que representen lo más posible a la mayor cantidad de personas o grupos.

La teoría que está detrás de la existencia de los parlamentos es que cuanto más plurales sean los órganos en que se tomen las decisiones, éstas serán más efectivas. No es lo mismo que decida una persona entre cuatro paredes a que lo hagan legisladores (representantes del pueblo y de las provincias) que simbolizan diversos intereses e ideologías. No es lo mismo que la decisión la tomen los legisladores tras una ronda de cafés o que se pueda debatir en reuniones de comisión (públicas y con versiones taquigráficas) por las que circulen todos los especialistas en el tema que se va a abordar y todos aquellos que creen que se pueden ver afectados según lo que resuelva el Congreso. Por supuesto que esa opinión no es vinculante pero sirve como insumo para quienes tienen que tomar las decisiones.

En el Senado se escuchó a todos durante casi un mes y después se votó. La medida fue aprobar la ley de matrimonio igualitario por considerarla más ajustada a estos tiempos. ¿Qué habría pasado en la Argentina si estuviéramos en un régimen de democracia directa en el que los ciudadanos podemos votar todos los temas que se debaten? Seguramente esta ley se habría caído porque –según las encuestas- la mayoría de la población no apoyaba la posibilidad de que personas del mismo sexo adopten. No siempre una democracia más directa garantiza mejores decisiones.

Este fue un caso en que se escuchó a todas las organizaciones y especialistas que tenían algo para decir. Pero a la vez, esta apertura no generó que se pospusiera la votación. Muchas veces se decide contar con más opiniones para dilatar un debate. En apenas unas semanas se recorrieron todas las provincias y se hicieron decenas de ponencias. Luego, en la fecha prevista, se votó.

¡Que se repita!

Más allá de este debate puntual, es interesante que los mecanismos que llevaron a la sanción de esta ley puedan repetirse en futuros temas sociales, políticos o económicos. El Congreso consultando a los especialistas, los bloques políticos debatiendo internamente qué hacer, la sociedad en las calles manifestando pacíficamente por una u otra postura, el Congreso poniendo plazos para votar y respetándolos, las instituciones funcionando en plenitud. Ese es el país que yo quiero, más allá de que después las decisiones que se toman me representen más o menos.

Lo que sí me gustaría en los próximos debates es que los gobiernos y los partidos políticos (sean del signo que fueren) sean más generosos a la hora de reconocer los méritos ajenos o compartidos. Y que aquellos que en una circunstancia resulten vencedores sean más humildes con quienes no lograron imponer su posición. Eso en definitiva nos va a permitir tener un país más justo para todos: para las mayorías y para las minorías.

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