Ni gotea ni derrama

El agua ocupa las tres cuartas partes de la superficie de la tierra y los pobres representan un porcentaje más o menos parecido de la población que la habita. (Aclaro que no considero pobres sólo a los indigentes sino a todos aquéllos que no logran alcanzar los niveles mínimos de “desarrollo humano” que definen las Naciones Unidas). Tal vez sea ésa la causa última de una tendencia bastante llamativa: casi siempre, los discursos sobre la pobreza apelan a metáforas relacionadas con el agua. Desde la constatación elemental de que la pobreza constituye una forma aguda de la falta de liquidez hasta la propia circunstancia de que hace más de un siglo fuera un armador de barcos convertido en lúcido crítico social, el inglés Charles Booth, quien primero hablase de una “línea de la pobreza”, extrapolando a partir de la línea de flotación de las naves que construía.Veamos: uno es hombre al agua, se hunde o se ahoga en la miseria, se va a pique, toca fondo, se lo lleva la corriente, es un seco, está empantanado, el agua le llega al cuello, se estanca, se vuelve un sumergido, es un náufrago, lo inundan las deudas, se cae al charco. Salvo, claro, que logre hacer pie o, por lo menos, la plancha y, en una de ésas, salga a flote – especialmente si alguien le tira una soga o un salvavidas antes de que se lo coman los tiburones -.

Los economistas no podían resultar ajenos a esta tendencia y así fue cómo en los EEUU los más conservadores de entre ellos se apropiaron con gusto de lo que comenzó siendo una ironía del humorista Will Rogers en plena crisis de 1930 y, unos años después, la convirtieron en la teoría del trickle down effect. En inglés, el sustantivo trickle designa a un chorrito de líquido; y el verbo to trickle, a eso que nosotros denominamos gotear. Con lo cual regreso a la teoría del trickle down effect, de la cual se valió el Presidente Reagan en enero de 1981 para justificar una fenomenal rebaja del 60 % en los impuestos que pagaban los más ricos. Es que, contrariamente a lo que pensaban hasta entonces los liberales de corazón blando del Partido Demócrata, agrandar la desigualdad acabaría redundando en una disminución de la pobreza gracias al goteo.

El núcleo del razonamiento es de un simplismo pasmoso. Parte de suponer que la gente responde siempre de modo lineal a los incentivos que se le ofrecen y, por lo tanto, permitir que se eleven rápidamente las ganancias va a estimular de inmediato un aumento de las inversiones productivas que, a su vez, ampliarán la demanda de mano de obra. De esta manera, más tarde o más temprano, el proceso terminará beneficiando también a los de abajo porque goteará a través de mejores ingresos y posibilidades de consumo. La doble condición es que no se promuevan reformas fiscales pretendidamente progresivas que afecten a las utilidades y que no se interfiera en la libre operación de los mercados. Satisfechas estas exigencias, el goteo ocurrirá inevitablemente porque ni siquiera depende de la generosidad o de la benevolencia de los empresarios.

Lo notable es que la historia contemporánea de los EEUU prueba todo lo contrario. De la mano del keynesianismo, su economía creció significativamente en la segunda posguerra al mismo tiempo que se reducían las desigualdades sociales; en cambio, después de 1973, cuando estas desigualdades se profundizaron con el ascenso del neoliberalismo y de la Reaganomics, el crecimiento se detuvo o se redujo a niveles mínimos. En una palabra, las bondades del trickle down effect no se sostienen en el campo teórico por su ostensible esquematismo y fueron abundante y reiteradamente refutadas en el plano empírico. Según concluye Stiglitz (2010): “Los pobres han sido las víctimas del fundamentalismo de mercado. La economía del goteo no funcionó”.

Pero esto no ha ocurrido sólo en los EEUU, como lo muestran diversos estudios del Banco Mundial y de la OCDE. En su conocido examen comparativo de 65 naciones industriales, Alberto Alessina y Dani Rodrick, por ejemplo, pusieron de manifiesto una clara relación inversa entre el crecimiento económico y la desigualdad: aquél fue mucho más lento allí donde el 5 % o el 20 % de mayores recursos se adueñó de una parte más elevada del ingreso y más alto en los países donde sucedió lo opuesto, es decir, donde quienes menos tienen recibieron una porción más grande de la torta.

A esta luz, resulta todavía más asombroso lo que han venido haciendo en América Latina desde los años 80 muchos sedicentes expertos y un gran número de políticos y de comunicadores sociales. Con una picardía digna de mejor causa, se dieron cuenta enseguida de que, dadas las graves urgencias sociales existentes, apelar a una teoría del goteo para defender y expandir los privilegios del poder económico era muy poco vendedor. Se valieron entonces de un truco que pasó desapercibido hasta para sus críticos: sin vacilación alguna reemplazaron “goteo” por “derrame” y lograron instalar este término tanto en la discusión académica como en el lenguaje de sentido común.

Lo cierto es que, si en el campo de los análisis de la distribución del ingreso ya resultaban muy discutibles las credenciales teóricas del “goteo”, el “derrame” sencillamente no posee ninguna. En esa área nunca fue formulada una teoría del derrame. La noción se tomó sin más de la literatura sobre las innovaciones tecnológicas donde el “spill over effect” (derrame) alude a las llamadas “externalidades”. Se trata del caso bastante frecuente de firmas innovadoras que no pueden evitar que una parte de los conocimientos que desarrollan escapen a su control y desborden los límites de la empresa. Como se advierte, ni este uso (ni, mucho menos, las aplicaciones del “spill over effect” en ámbitos como los de la psicología cognitiva o los estudios internacionales) tienen nada que ver con lo que llevo dicho.

O sea que entre quienes decretaron el fin de las ideologías, proliferan aquéllos que emplearon (y emplean) todos los medios a su alcance para difundir ideas falsas que sirven a sus intereses y a los de sus representados. Porque la impostura que critico no ha cesado de producir serias consecuencias hasta el día de hoy. Para comprenderlo, quizás sea bueno recordar el teorema que formuló en 1928 William I. Thomas. Sucintamente expuesto: si las personas definen una situación como real (aunque no lo sea), la situación será real en sus efectos. En este caso, la inexistencia de una teoría del derrame no es un obstáculo para que sus secuelas puedan hacerse sentir. Y mucho.

Baste un ejemplo para ilustrarlo. En agosto de 1976, la dictadura militar argentina promulgó la ley 21.382, de inversiones extranjeras. Varios discursos del ministro Martínez de Hoz le allanaron el camino, sosteniendo que había que liberalizar al máximo las condiciones de acceso y de operación en el país de los grandes capitales transnacionales para crear así un “clima de negocios propicio” que los atrajera. Esto exigía liquidar cualquier medida proteccionista y equipararlos por completo a los capitales nacionales, con el argumento ya conocido de que las desigualdades resultantes de su distinta capacidad patrimonial finalmente iban a terminar favoreciendo a todos. Nótese que, entre otras cosas, la ley estableció que los inversores extranjeros debían tener un pleno acceso al crédito interno; podían “transferir al exterior las utilidades líquidas y realizadas provenientes de sus inversiones así como repatriar su inversión”; adquirir firmas locales; computar como inversión los bienes nuevos o usados que trajesen, etc. Para consumar este cuadro de ventajas no igualitarias, bajo el menemismo se dictó el decreto 1853/93 que les permitió desde entonces a las empresas extranjeras recurrir a tribunales arbitrales internacionales en caso de conflicto, opción que desde luego les está vedada a las firmas argentinas.

¿Cuáles han sido las consecuencias de tanta generosidad? Un proceso galopante de extranjerización de nuestra economía a través de las privatizaciones, primero, y de la venta de compañías nacionales, después. Entre 2003 y 2009, casi un 50 % del total de las exportaciones argentinas fue realizado por 70 empresas extranjeras; y en 2009, 117 de las 200 firmas más importantes del país (sin siquiera incluir a los sectores agropecuario y financiero) ya eran también extranjeras. Tomo estos datos de un excelente estudio de Daniel Azpiazu, Pablo Manzanelli y Martín Schorr, próximo a publicarse. Los autores concluyen que las políticas seguidas no han originado “aportes relevantes en materia de expansión del acervo de capitales ni mucho menos una redefinición del perfil de especialización productivo-industrial ni ‘efecto derrame’ alguno”.
No elegí el ejemplo al azar. Dije antes que, pese a todas las refutaciones teóricas y empíricas, las secuelas de este falso ‘efecto derrame’ podían continuar operando. Agrego ahora que, treinta y cinco años (y varios gobiernos) después, la ley de inversiones extranjeras de la dictadura militar todavía está vigente.

(c) La Nación

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