La tiraní­a de los mercados: Quien siembra vientos cosecha tempestades

La expresión “los mercados” denota la enorme masa de capital financiero que hoy domina la economía global, y está compuesta por una infinidad de inversores que actúan de manera individual o combinada en gigantescos fondos gestionados por poderosas figuras. “Los mercados” son cambiantes, veloces y despiadados; evaden y esquivan las normas; los mueve la conveniencia y el dinero, y a menudo se burlan de la tecnocracia y la democracia; deciden el éxito o el fracaso de naciones enteras. En pocas palabras, gobiernan el mundo, aunque lamentablemente no puedan gobernarse a sí mismos. Antes causaron estragos en los países emergentes. Hoy tienen la mira puesta en las naciones avanzadas. El planeta se parece a un autobús a toda velocidad con un conductor loco al volante. Cuando una persona supera el tope máximo de gastos de sus tarjetas de crédito, corre el riesgo de no poder hacer frente a la deuda acumulada y entra en quiebra. Cuando un país acumula deuda, la situación es parecida, salvo que en este caso es el estado, y no una persona física, el protagonista. Otros poderosos actores –pueden ser otros estados o agencias multilaterales o bien la masa anónima de inversores conocida como “los mercados”– intervienen, ya sea colaborando o poniendo palos en la rueda.

Un país puede salir de una deuda insostenible por tres –y sólo tres– vías: el incumplimiento de sus obligaciones, la devaluación de su moneda y la inflación. Estas vías (y sus respectivas políticas) no son mutuamente excluyentes: se las puede intentar (o caer en ellas) en secuencia o en simultáneo. Existe una cuarta alternativa, la única sensata: el crecimiento. Para que el crecimiento sea sostenido, debe ser inclusivo y justo. Por ende, el corolario de estas verdades básicas puede formularse en estos términos: Un programa multilateral eficaz para gestionar una crisis soberana debe apuntar a restablecer la viabilidad de la balanza de pagos de un país, con un costo mínimo para sus perspectivas de crecimiento sustentable. Esa es la razón de ser de organizaciones multilaterales como el Fondo Monetario Internacional. Sin embargo, la historia no se condice con esta pretendida misión.

Cuando un país ha gastado en exceso y se ha endeudado demasiado, cae en la denominada «trampa de la deuda». El costo de endeudarse aún más para hacer frente a sus obligaciones ya contraídas aumenta de manera drástica. Los inversores (potenciales compradores de los bonos del país) exigen intereses más altos por lo que, con razón, perciben como un juego riesgoso. Son los famosos o infames “mercados”, sobre los que leemos en la sección finanzas de los periódicos y a los que las autoridades de cualquier país –especialmente los que están al borde de la quiebra– hacen más caso, a menudo a expensas de sus propios ciudadanos.

Quizás deberíamos preguntar quién controla a “los mercados”, pero convencionalmente el interrogante no se formula así. No escuchamos a los políticos decir que “si no cumplimos con las exigencias de quienes controlan los mercados nos obligarán a cumplirlas”. Dicen, en cambio: “si no lo hacemos, los mercados lo harán por nosotros… y eso será mucho más doloroso” (o palabras al mismo efecto). Los políticos jamás cuestionan la legitimidad de esta camarilla, que nadie votó, para incidir en la vida de una sociedad. Muy pocos los hacen, con la posible excepción de los comediantes [[Recomiendo a los lectores de esta nota el siguiente vínculo: [http://www.youtube.com/watch?v=SwRFoxgEcHc->http://www.youtube.com/watch?v=SwRFoxgEcHc].]] Sólo cuando los políticos están en apuros emerge no toda la verdad sino una verdad a medias. A fines del año 2001, el super-ministro de economía de la Argentina, Domingo Cavallo, luego de haber intentado en vano todas las recetas de manual para evitar la quiebra, vociferó en la víspera del mayor default de la deuda soberana de la que los libros de historia tengan registro: “¿Qué son ‘los mercados’? ¡Unos pocos yuppies con celulares!” Finalmente se dio por vencido, y un país que había sido un ejemplo de reforma neoliberal en la década de 1990 y obediente alumno del FMI, se desmoronó. Lo que siguió fue un default caótico de las obligaciones internas e internacionales, una severa crisis política (cinco presidentes en unos pocos meses), y el «corralito», en el que un sinnúmero de ahorristas quedó atrapado, luego del colapso de la convertibilidad (un rígido tipo de cambio de paridad con el dólar) y el súbito hundimiento de la mitad de la población en la pobreza total.

Luego vino la «reestructuración de la deuda”, una manera cortés de describir el haber convocado a los acreedores y pagarles lo que se podía, según un cronograma acordado y con un fenomenal descuento o recorte, conocido también como «haircut». En la larga fila de acreedores se establecieron precedencias: a algunos se les pagó más y/o primero, mientras que a otros se los dejó librados a su suerte con promesas incumplidas. Los acreedores a los que se les pagó (en orden decreciente de compromisos renegociados sobre bonos, pensiones, salarios, bienestar y salud) fueron:

• Agencias multilaterales

• Los grandes bancos

• Fondos de pensión

• Trabajadores y empleados

• Pequeños ahorristas

• Jubilados

• Los pobres

• Los hijos de los pobres

La base de la pirámide social fue la más afectada y la que tenía menos influencia para evitar ser objeto de un masivo abuso social y económico. Para los que estaban en la base, la crisis fue el equivalente a un desastre natural: un terremoto, un ataque nuclear o un tsunami. En los países en cesación de pagos, como la Argentina en 2002, los impactos en las conductas fueron extremos: las noches de Buenos Aires se vieron pobladas por un ejército fantasmal de cartoneros que, en silencio, clasificaba la basura; se multiplicaron los robos armados; el colapso monetario dio lugar al trueque; durante el día se producían todo tipo de demostraciones y manifestaciones; y por último, pero no por ello menos importante, se multiplicaron por diez los suicidios de personas de la tercera edad. Hasta ahora, esos traumas por alteraciones, tanto en la esfera íntima como en la social, habían ocurrido –para el europeo y el norteamericano promedio– “allá afuera”, en la periferia y los suburbios del planeta. Los medios los habían puesto al tanto de las penurias del tercer mundo y de los países en desarrollo, además de habituarlos al sufrimiento que ellas conllevan. La Argentina era un bochorno para aquellos con memoria residual, un poco de educación, y mínimo conocimiento de la economía. La Argentina había sido una de las naciones más ricas a comienzos del siglo veinte y, al cabo de un largo período de decadencia e inestabilidad política, supuestamente había reingresado al primer mundo como un caso emblemático de neoliberalismo y ejemplo del consenso de Washington. Cuando cayó en desgracia, oficialmente, la culpa recayó en los «argentinos despilfarradores», por sus políticas ineficientes, la corrupción local y los retratos sutilmente racistas de un «caracter nacional» disfuncional (los expertos y académicos siempre saben cómo disimular esos groseros estereotipos).

Pero, ¡oh sorpresa!, al ingresar en la segunda década del siglo veintiuno, resulta que las vacas –o para el caso, los cerdos– ahora vuelan, y causan estragos cuando regresan al corral. Primero, la periferia de la euro zona, los llamados PIIGS (Portugal, Irlanda, Italia, Grecia y España), después, algunos de los mismísimos países de Europa central, y por último, ni más ni menos que la «nación indispensable», los Estados Unidos de América, se enfrentan hoy a la posibilidad de no poder hacer frente al pago de sus deudas. Los latinoamericanos, que no se vieron afectados por la reciente crisis financiera global, exclaman con inquieta perplejidad: «Esta película ya la vimos.» [[Puede consultarse una argumentación más exhaustiva en mi último libro South of the Crisis. A Latin American Perspective on the Late Capitalist World, Londres: Anthem Press, 2010.]]

La experiencia demuestra que un default catastrófico sobreviene luego de un largo período de haberse negado a reconocer que el modelo económico de un país es insostenible. Las recetas estabilizadoras del Fondo Monetario Internacional y otras agencias multilaterales perpetúan esta larga agonía. Estos organismos públicos han pasado a ser custodios no del interés público sino de los intereses de “los mercados” y de quienes los controlan, escudándose en el “tal vez las cosas se acomoden solas”. Una y otra vez, el FMI ha fundado sus recetas en la falacia de que una crisis de insolvencia es una crisis de liquidez. Se somete a un país, por lo general a quienes se encuentran en la base de la pirámide, a medidas de austeridad fiscal y recortes de servicios. Tales medidas tienen el efecto adicional de ser pro-cíclicas y profundizar aún más la crisis. La única ventaja de este error, y de la subsiguiente agonía prolongada es, que permite a los grandes acreedores ganar tiempo para descontar el inminente default y trasladar la mayor parte del riesgo a los gobiernos, de modo que las pérdidas sufridas por los fondos tomadores de riesgo terminan siendo, para decirlo de manera simple, socializados. Esto puede llegar a explicar por qué, ante la clara evidencia en contrario, el FMI (bajo el mando del ahora destronado Dominque Strauss Kahn) insistió en aplicar para Irlanda, Grecia y Portugal las mismas políticas que hundieron a la Argentina en 1999-2001 y Latvia en 2008-2009. Como sostiene el economista Desmond Lachman, tales experiencias “deberían haber enseñado al FMI que con el euro –el más rígido de los sistemas de tipo de cambio– esa política no podía producir otra cosa que la peor de las recesiones económicas”. [[Desmond Lachman, “The IMF is making the same mistakes all over again,” Financial Times, 19 de mayo de 2011, pág.11. ]] Al final, a causa de las profundas recesiones, será políticamente imposible que estos países mantengan el rumbo, y sobrevendrá el default con tanta certeza como que después del día viene la noche.

En el primer mundo, especialmente en los Estados Unidos, se da otra situación vergonzosa. El tan celebrado sistema político de la democracia liberal, que combina el sistema de controles y contrapesos con la participación popular a través del voto, parece estar jaqueado por una profunda disfuncionalidad. En los Estados Unidos, los dos partidos se pelean en un congreso paralizado acerca de cómo encarar el problema de una deuda escalofriante. Es un penoso espectáculo del ejercicio de vetos recíprocos, un estancamiento que Karl Max describió como “cretinismo parlamentario” en su magistral ensayo El 18 brumario de Luis Bonaparte. El gobierno de los Estados Unidos, en la cara de póquer de su Secretario del Tesoro, advierte que a menos que el Congreso amplíe el techo de la deuda, deberá cumplir con sus acreedores traicionando a sus bases, tal como lo hizo el gobierno argentino de turno en ocasión de su histórico default hace una década.
Este es tan solo el comienzo de esta crisis: si Washington es incapaz –una vez más– de adoptar medidas inmediatas, dolorosas y extremadamente impopulares, existe un riesgo muy real de que el número de inversores que hoy se está deshaciendo de a poco de bonos y dólares se convierta en una avalancha. Luego, “los mercados” atacarán, esta vez al mismísimo Estados Unidos.

El valor de los títulos de la deuda de los Estados Unidos podría desmoronarse estrepitosamente, causando estragos en el mercado de bonos.
Las tasas de interés se irán por las nubes, con lo cual para el gobierno, empresas y consumidores tomar préstamos resultará extremadamente caro.
El valor y poder de compra del dinero se estrellarán aún más rápido, y el costo de vida se disparará aún más, a medida que los inversores globales («los mercados») huyan en estampida de las inversiones en dólares.
Una vez más, los más afectados serán los que se ubican en la base de la pirámide social. Y una vez más, “los mercados” quedarán perfectamente satisfechos. La inminente crisis vendrá acompañada de gritos de sauve qui peut (sálvese quien pueda). Unos pocos en la cima de la pirámide responderán a la cruel parodia del eslogan de campaña de Obama: “Nosotros sí, podemos».

¿No vimos ya esta película?

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *