La Responsabilidad Global de la Argentina: Un Tema del Bicentenario

El mundo se enfrenta a una urgente crisis alimentaria para casi mil millones de pobres. No pueden pagar los gastos de comida y se pueden morir de hambre. Los países productores de alimentos tienen la responsabilidad global de (1) coordinar una ayuda de emergencia, y (2) aumentar la producción a largo plazo con políticas macro-económicas sensatas. Si no fuera por trabas de orden político, la Argentina debería estar al frente del pelotón de socorro. Haría un bien para la humanidad, cumpliría con un deber de solidaridad, y se ganaría el prestigio internacional que le corresponde.Una lectura veloz de los titulares, la asistencia a uno de los tantos foros internacionales, la participación en seminarios sobre los problemas actuales del desarrollo, o la investigación serena de los datos, todos ellos nos llevan a conclusiones coincidentes. Se cierne sobre el mundo una nueva crisis, que se añade a las varias y serias que ya padecemos. Se trata de la crisis alimentaria. No es crisis de escasez1 sino una crisis de valores, en el doble sentido de la palabra, económico y moral.

La globalización ha permitido que cientos de millones de personas hayan salido de la pobreza. Ha permitido también que varios e importantes países, hasta hace poco condenados al subdesarrollo, se hayan transformado en pujantes potencias, con voz y peso en la geopolítica mundial. Son beneficios innegables y de gran portada histórica.

Pero si bien es cierto que cientos de millones de personas hoy comen mas y mejor, es también tristemente cierto que otros cientos de millones, en otras regiones del planeta, hoy comen menos y peor. El último informe de la FAO, Perspectivas Alimentarias, señala que el costo total de las importaciones de alimentos de los países de bajos ingresos y con déficit de alimentos puede alcanzar los 169 000 millones de dólares EE.UU. en 2008, un 40 por ciento más que en 2007. La FAO califica al constante incremento del gasto en importaciones de alimentos de los grupos de países vulnerables de “situación preocupante”, y afirma que para finales de 2008 el gasto anual en alimentos importados podría suponer cuatro veces más que en 2000.

Como ya ha sucedido con el sector energético, un aumento exponencial de la demanda de alimentos produce un aumento vertiginoso de precios. Pero la diferencia entre petróleo y alimentos es fundamental: al nivel de subsistencia, que es lo que cuenta para los pobres, se puede vivir sin petróleo pero no se puede vivir sin comer. En verdad, para quienes ocupan los rangos de ingresos mas bajos, el consumo de petróleo es insignificante. Pero sobreviven, aun en la misérrima condición de los pobladores de Haití, del Sudan, de las Filipinas y de tantos otros países, a base del consumo de cereales. Si con sus pingues ingresos no pueden comprar cereales, simplemente morirán de hambre. ¿Habremos llegado a una situación globalmente perversa, que une el destino de un cantones o un hindú –hoy mejor alimentados que sus padres y abuelos—con el de un haitiano, que ha llegado al borde de la extinción? Y si es así, ¿cómo podemos romper esta cadena fatal? Vaya pregunta geopolítica: urgente y global. ¿Cómo puede la humanidad permitir que unos progresen y otros se hundan en un silencioso exterminio? Como lo han señalado varios estadistas y expertos, hay cuatro puntos de intervención urgente y necesaria.

El primero es el “desarme de la bomba demográfica,” es decir, frenar, a través de la planificación familiar y el control de la natalidad, el aumento demográfico que es típicamente mayor entre los mas pobres, para evitar el “natural” desfasaje entre la tasa tradicional de natalidad y la tasa de mortalidad (que con el mejoramiento técnico y sanitario cae con mucha mas velocidad que la primera), y el consiguiente y cruel re-equilibrio maltusiano.

El segundo es un programa global de ayuda alimentaria (subsidios internacionales a los que tienen hambre). De no efectuarse esta operación de emergencia, a los 850 millones de hambrientos en el mundo se sumaran rápidamente otros 100 millones.

Hace cien años, Argentina se llamaba con orgullo “el granero del mundo.” Hoy puede volver a serlo, si las trabas de la política interna y las pujas redistributivas nacionales no se lo impiden. Veamos los datos serios disponibles. Son del 2004. En los cuatro años que han transcurrido desde entonces, las cifras (menos completas) se han vuelto aun mas notables, con un fuerte crescendo en casi todos los rubros.

[BAJAR->http://www.surnorte.org.ar/opinionsur/exportaciones Argdealimentos.doc] CUADRO EXPORTACIONES ARGENTINAS DE ALIMENTOS

 Es bien sabido que se trata de un pais con un amplio territorio, poca densidad de población, y enormes recursos naturales. Un tercio de su territorio está dedicado a cultivos de alta modernidad, muchos de ellos con insumos biogenéticos y control satelital. En las provincias más ricas del país: Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba, Entre Ríos, la fértil llanura pampeana, cultivada casi en su totalidad con soja transgénica se produce el ‘oro verde’ del siglo XXI. Argentina es el tercer exportador mundial de ese grano. Para este año se preveía una cosecha récord de 13.000 millones de toneladas de soja, posibles de vender a 17.000 millones de euros, hoy puesta en duda por el conflicto entre el gobierno y los ruralistas. Países de este tipo, productores de alimentos como la Argentina, tienen la obligación histórica de estar a la vanguardia de iniciativas mundiales de ayuda, de la siguiente manera.
Deben tener políticas de estado que estimulen y aceleren la producción, en vez de políticas confiscatorias que desincentivan a los productores. Correlativamente, deben re-diseñar su política de retenciones para contribuir una buena parte de ellas a una bolsa mundial de ayuda en granos, disminuyendo en forma proporcional la parte de las retenciones que “alimentan” al estado central con escaso control social y transparencia.

Hace cinco años, Argentina salió de la peor crisis de su historia con un programa de emergencia bastante bien armado. Por un lado, la crisis de 2001-2002 había dejado a las fuerzas de la producción agropecuaria e industrial con una formidable capacidad ociosa ya instalada. La devaluación promovida a comienzos de 2002 convirtió al campo (que había recibido fuertes inversiones en la década anterior) otra vez en competitivo después del insostenible tipo de cambio del «uno a uno» que se había agotado. El programa económico impulsó al mismo tiempo a la industria gracias a la protección que le brindaba el nuevo tipo de cambio del «tres a uno» en un mercado interno resucitado. Con una prudente gestión, el país empezó a crecer a la espectacular tasa “china” del 9 % anual. No hubo ningún conflicto entre campo y ciudad, industria y agricultura.

Se llegó entonces a una encrucijada en la que el país todavía se encuentra. Tuvo por delante dos opciones. Una era prolongar en forma equilibrada la bonanza que recibía, cimentándola a través de lo que todavía le faltaba: una intensa corriente de nuevas inversiones internas y externas que viniera a reforzar la capacidad instalada en la década anterior, con la idea de generar un proceso ya no de mero crecimiento de corto plazo, de algunos años, sino de verdadero desarrollo aunque con una tasa menos alucinante pero mas sostenible. La otra opción era usar la bonanza de las commodities para otro tipo de proyecto, de naturaleza política y sujeto a la sentencia de Lord Acton: “el poder corrompe; y el poder absoluto corrompe absolutamente.” Hasta ahora lamentablemente se ha seguido este segundo camino, que sólo lleva al conflicto social y al desaprovechamiento económico. Se está a tiempo todavía de corregir el rumbo.

Dado que la actual administración se proclama “justicialista,” cabe recordar que en otras épocas el primer gobierno de Juan Domingo Perón movilizó una cuantiosa ayuda en granos a las poblaciones de España e Italia, que atravesaban entonces una dolorosa posguerra.1 Una iniciativa de este tipo, hoy necesariamente multilateral y generalizada, tendría varios méritos. Contribuiría a mitigar el hambre en el mundo; daría a la Argentina la voz y el prestigio internacionales que le corresponden y que le hacen tanta falta; daría una inyección de idoneidad al tema de las retenciones, y finalmente haría compatibles el estímulo a los productores y la solidaridad internacional. No es poco, y sería como se dice en inglés una salida win-win (donde todos ganan).

En tercer lugar, y esto vale tanto para los países industrializados como para países agro-exportadores que han sido y que son potencialmente ricos, hay que liberarse del proteccionismo y los subsidios que por tantos años han “anestesiado” la producción y trabado el comercio. Hay que evitar los falsos remedios, como la limitación de las exportaciones y la incentivacion de los cultivos de biocarburantes.
En cuarto y último lugar, hay que garantizar un aumento de la oferta de alimentos a largo término, financiando la investigación en el campo y para el campo, olvidando las viejas dicotomías de “campo” e “industria” y los prejuicios eco-ideológicos contra la gestión genética e informática de la producción agrícola.

En el caso particular de la Argentina, la casi unanimidad de los economistas está escribiendo el mismo recetario de políticas sensatas. Todos dicen más o menos lo mismo. Hay que controlar los derroches fiscales (sobre todo los enormes subsidios cruzados), hay que atraer a la inversión para aumentar la oferta y hay que reducir la demanda a la oferta actual, mientras aquel proceso esté en marcha. Una demanda por encima de la oferta es una distorsión de la economía, de triste fama en la Argentina: el espectro de alta inflación. Eso sucede, además, cuando la inversión no es suficiente. Son viejos e inevitables principios de un manual de economía –ni un tratado de cohetería ni un libro de alquimia. Los síntomas de una desviación están a la vista. Cuando la revista The Economist se propuso medir el estado de la inflación en los mercados emergentes, Argentina apareció al frente del pelotón, con una estimación del 23% de aumento en precios al consumidor.
Con un sinceramiento y saneamiento en la política macro-económica, Argentina estaría en condiciones de llevar la delantera en materia de solidaridad internacional frente a la crisis alimentaria de los países pobres. Su imagen cambiaría de la noche a la mañana: de la mediocre figura de un país que desaprovecha su oportunidad histórica y vacila en el concierto de las naciones, paralizando su capacidad productiva por rencores internos, pasaría a la imagen de un país en crecimiento sostenido, serio y generoso al mismo tiempo.

Con respecto a otros problemas planetarios, como ser el calentamiento global, la situación energética, y los mercados financieros, ya hay conciencia en todas partes de que las soluciones deben ser coordinadas y globales, con reglas compartidas para que la intervención sea legítima. No son temas de dominio exclusivo de los gobiernos; van mas allá; son temas de governance mundial. A estos temas hay que agregar el tema de la seguridad alimentaria. En el mundo actual, al justicialismo argentino le corresponde crecer y aggiornarse: no puede ser sólo nacional y estrecho si quiere mantener su relevancia. Para no volverse una reliquia de carácter folclórico, le vendría muy bien volverse una posición moral y económica internacional, en la que Argentina tiene el deber y la oportunidad de tomar la iniciativa. Las tradiciones nacionales y los nombres cuentan menos que la voluntad solidaria de hacer: en vez de desgarrarse en peleas internas innecesarias, la Argentina debería estar piloteando la Global Food Governance. Es mi propuesta como tema central del bicentenario en el 2010. Vale concluir con una paráfrasis de John F. Kennedy: “No preguntes qué puede el mundo hacer por tu país; pregunta qué puede tu país hacer por el mundo.”

Nota:
1. La última previsión de la FAO para la producción mundial de cereales en 2008 apunta a un récord en la producción, que incluyendo al arroz elaborado, alcanza los 2 192 millones de toneladas, un 3,8 por ciento más que en 2007. Entre los principales cereales, se espera que el ajustado suministro de trigo experimente una gran mejoría dadas las previsiones de mejores cosechas para 2008. A pesar de estos niveles récord de producción en diversos cultivos, es probable que la volatilidad de los precios sea constante durante la temporada.

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