La Gran Ilusión

La crisis económica desatada en los EE.UU. comenzó por un sector de la economía para transmitirse con rapidez a otros sectores y a los mercados globales. Este contagio es síntoma de un desequilibrio en las bases del sistema, cuya causa es un crecimiento insostenible basado en el consumo endeudado y la especulación. La inevitable y dolorosa corrección es sin embargo una oportunidad para reafirmar los principios básicos del desarrollo sano, que no son sólo económicos sino también principios morales.La crisis económica de los Estados UnidosLa crisis económica norteamericana, que comenzó con la insolvencia de los tenedores de hipotecas inmobiliarias más modestos, es decir en un rincón de la economía, se extendió con gran rapidez a todo el sector financiero, provocó una caída precipitosa de un dólar ya debilitado, y terminó por producir malestar y desconfianza –sobre todo incertidumbre—en todos los mercados globales.

Cuando una pequeña causa produce grandes efectos, la desproporción misma es síntoma de que las grandes estructuras subyacentes son más endebles de lo que normalmente pensábamos.

Dentro de los Estados Unidos ya no se habla más de un “aterrizaje suave”: estamos en pleno aterrizaje forzoso. Las dificultades económicas afectan ya a sectores bastante elevados de la sociedad. La bolsa de valores hace piruetas pero deja un saldo neto negativo. El dólar pierde valor día a día. La crisis hipotecaria se ha transformado en pánico colectivo. Y si esto fuera poco, de acuerdo con las apreciaciones de los economistas Joseph Stiglitz y Linda Bilmes[[Joseph Stiglitz and Linda Bilmes, The Three Trillion Dollar War. The True Cost of the Iraq Conflict, New York: W.W. Norton, 2008.]], la desastrosa guerra de Irak tiene un gasto total estimado en 3 millones de millones.

En Washington ya no se escucha el canto de sirenas republicanas que prometían hacia adentro la prosperidad sin sacrificio, el gasto incontenido, la disminución y hasta la exención lisa y llana de los impuestos, y hacia fuera la prepotencia universal, para terminar proclamando urbi et orbi el gran mandamiento de la época, que repetía un motete insolente del siglo 19 francés: Enrichissez-vous messieurs!

Se han ido pinchando, una a una, las distintas burbujas especulativas (anticipo que la próxima en pincharse, a un plazo no mayor de un año, será el llamado boom de las commodities: metales, hidrocarburos, carnes y granos, que afectará muy mucho a los países del Sur). Disipadas las burbujas, se puede ver con claridad una realidad más sobria, que ha sido escamoteada por la cháchara ininterrumpida de los medios masivos de comunicación.

Piense por un momento el lector que de los 300 millones de personas que hoy habitan el suelo norteamericano, 37 millones (muchos de ellos niños) viven en plena pobreza. Estos son los indigentes. Sumemos a ellos todos los que viven con ingresos anuales que oscilan entre los 20.000 y los 40.000 dólares (para una familia tipo de cuatro personas): otros 60 millones. El resultado es asaz desagradable: en un país que dice ser el más rico del mundo, casi un tercio de la población vive, o en la indigencia, o muy cercana a la pobreza. La expresión “cercano a la pobreza” no es un eufemismo. Todos aquéllos con ingresos anuales inferiores a los 40.000 dólares tienen empleos precarios, con salarios que no aumentan al ritmo de la inflación, y con escasa cobertura médica. Se les hace cada día más difícil afrontar los gastos de comida, de salud, de combustible, de transporte, y de educación para sus hijos. Este tercio de la población es presa del miedo: miedo al futuro, miedo a la globalización, miedo a los extranjeros, miedo a los inmigrantes. El sufrimiento y el miedo son legítimos, pero son también campo de cultivo de movilizaciones demagógicas.

Ese miedo que surge del fondo de la sociedad ya está alcanzando a los sectores medios –es decir, aquéllos cuyos ingresos anuales oscilan entre los 50 y los 100 mil dólares. Estos estratos, que constituyen la proverbial clase media norteamericana, han sido objeto de algunos estudios sociológicos, pero en general no han recibido la atención publica que se merecen. Me atrevo a arriesgar el siguiente diagnóstico: la clase media –figura emblemática de la civilización del Norte– está sujeta (1) a una fuerte compresión social, y (2) a un descenso colectivo intergeneracional sostenido. Aclaro qué significa esto en los párrafos que siguen.

Hace cincuenta años, los norteamericanos de clase media podían contar con trabajos satisfactorios y seguros, con perspectivas de importantes mejoras salariales y con la esperanza de un futuro aun mejor para sus hijos. Podían contar con una casa agradable en los suburbios, uno o dos automóviles familiares, una hipoteca amortizable en 30 años, y una jubilación sin angustias al final del recorrido. Normalmente trabajaba un solo adulto del grupo familiar (promedio: 4 personas). Hoy esos trabajos se han hecho escasos.

Para hacer frente a esta escasez de trabajos buenos y seguros, la clase media tuvo que utilizar otras estrategias. En el grupo familiar tipo, de un solo adulto en el mercado de trabajo se pasó a dos. Esposas y madres se pusieron a trabajar. Como en general al mal tiempo se le pone buena cara, esta necesidad del doble empleo se vio como un progreso en la igualdad de los sexos, y como una liberación de la mujer de sus roles tradicionales en la familia. Sin embargo, la dura realidad era que se necesitaban dos empleos donde antes bastaba uno solo para mantener el mismo tren de vida.

También hombres y mujeres empezaron a trabajar más horas y a tener vacaciones más cortas. En algunos casos, tuvieron que barajar simultáneamente varios empleos. En suma: todos tuvieron que marchar más rápido para mantenerse en el mismo lugar. La imagen que me viene en mente es la de toda una clase social puesta a correr en un gimnasio. Los economistas celebraron el hecho al constatar un aumento de la productividad: otra vez al mal tiempo buena cara.

Finalmente individuos y familias recurrieron al crédito personal e hipotecario para mantener el estilo de vida al que estaban acostumbrados. En vez de ahorrar, se endeudaron cada vez más. El sueño norteamericano se empezó a pagar en múltiples cuotas. Todos estos factores, en su conjunto, conforman lo que he llamado “la compresión social de la clase media.” Esta compresión lleva, a su vez, a la sospecha o el temor de que sus hijos no van a tener una vida más holgada ni un porvenir más prospero o seguro. Tal es el significado de lo que llamo “descenso intergeneracional” –un pesimismo inédito en una clase social tradicionalmente abocada a la idea de progreso en todos los órdenes.

Más arriba, en el sector de la sociedad que podemos llamar dirigencia, elite del poder, o clase dominante, se ha producido en los últimos años un cambio de hábito notable y alarmante. Se piensa (y se invierte) menos en el interés del país o del sistema en su conjunto que en el beneficio inmediato o a corto plazo. Las políticas públicas de la ultima década se han caracterizado por una gran transferencia de riqueza “hacia arriba,” una sistemática disminución de la carga impositiva a los sectores más pudientes, y un endeudamiento nacional enorme. En última instancia se ha hecho una transferencia de todos los grandes problemas colectivos –que van desde la contaminación ambiental, al envejecimiento de la infraestructura, al sistema jubilatorio, a la salud pública, y al pago de intereses sobre la deuda– del presente al futuro, es decir, de los que viven hoy a los que vivirán mañana. No debe sorprendernos si estas políticas son vistas cada vez más con rechazo por varios sectores de la población (entre los que me cuento), porque han ido en contra de un principio básico del desarrollo humano, que significa algo más que el vivir uno mismo en plenitud (objetivo muy loable). Significa también asegurar que los que nos sucedan en el camino de la vida vivan tan bien o mejor que nosotros. Desde un punto de vista económico, este objetivo tiene un nombre: sostenibilidad. Desde un punto de vista moral se llama solidaridad intergeneracional. Son dos caras de una misma moneda, y es esa moneda precisamente la que esta en juego en los Estados Unidos del año 2008.

Las categorías económicas son también categorías morales. Adam Smith, el fundador de la economía moderna, no enseñaba “ciencias económicas” en su Escocia natal. Daba cátedra de “filosofía moral.” Consideraba que su mejor libro no era La riqueza de las naciones, obra que lo hizo famoso, sino un tratado que tituló Teoría de los sentimientos morales. Con esta venia que nos da la economía clásica de Smith, podemos decir que “invertir” significa “dar algo al futuro.” Por el contrario, endeudarse significa “sacarle algo al futuro.” Como vemos, de esta simple oposición conceptual económica surge inmediatamente una disyuntiva moral.

Cuando decimos que el alto nivel de endeudamiento publico y privado es “alarmante”, queremos decir que, a lo largo de por lo menos una generación, los norteamericanos han estafado a su propio futuro para vivir sólo en el aquí y el ahora. (Los argentinos que lean estas líneas reconocerán muy bien el tema.) El desarrollo económico depende del nivel de inversiones tanto en capital físico (tecnología, infraestructura, sistemas y máquinas) como en capital humano, que no es otra cosa que nuestros conocimientos y nuestra buena salud. Cuando, en vez de invertir en estos dos tipos de capital, se descuida la infraestructura física y humana, se “comprime”, agota y desmoraliza a la fuerza laboral (la clase social en el gimnasio). Se cae entonces en la tentación de disimular el caso con la ilusoria riqueza de plata prestada. Pero por esa vía un país termina robándose y engañándose a si mismo, y deja un fardo muy pesado a sus descendientes.

Hoy se ha llegado al fin de una gran ilusión: vivir de prestado en base a un capital ficticio. Las tarjetas de crédito llegaron a su límite, las hipotecas hay que levantarlas, la propia casa vale menos que lo que se pidió prestado por ella, los extranjeros son reacios a dar crédito a cambio de bonos del tesoro, porque reciben pagarés en moneda devaluada. Por añadidura, una guerra mal pensada y mal ejecutada absorbe recursos cada vez más cuantiosos. En resumidas cuentas, ¿quién paga el despilfarro y los platos rotos? La puja por la cuenta y el remedio ha comenzado.

Toda crisis aguda es también una oportunidad. Es sobre todo la ocasión de un gran sinceramiento colectivo. Es por ello que, en medio de una crisis, muchos que eran victimas del disimulo o de la mala fe, se sienten en el fondo liberados. La verdad, aunque sea dura, es también una catarsis. Hoy la catarsis comienza por reconocer que un país –desde el más poderoso al que lo es menos—sale adelante con una fuerza de trabajo educada, calificada, y dignificada, con un alto nivel de inversiones en infraestructura y tecnología que aseguren una larga cadena de empleos, y con un sistema impositivo justo y progresista que efectivamente recoja los recursos necesarios para pagar servicios de gobierno. Después de tantos años de locas ilusiones, algunos consideran esta perspectiva como un “rudo despertar.” Pero no es así. Bien mirado, éste es también un sueño: un sueño sano, que siempre se llamó el sueño americano.

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