La competencia entre empresas: ¿Quién se beneficia?

Ha habido una divergencia excesivamente amplia entre el sentido común y la teoría económica. Los economistas han sido descriptos como gente que sufren de “envidia por la física”, y parecen en efecto haber adoptado la postura de la física de mitad del siglo veinte, que considera que ciencia es solo lo que puede observarse objetivamente y medirse. Pero la física es una ciencia física, mientras que la economía trata sobre la gente. Al intentar crear una ciencia humana objetiva, los economistas han realizado simplificaciones “heroicas” sobre la naturaleza humana, describiendo al “hombre económico” como un ser motivado únicamente por el egoísmo y la codicia.Ha habido una divergencia excesivamente amplia entre el sentido común y la teoría económica. Los economistas han sido descriptos como gente que sufren de “envidia por la física”, y parecen en efecto haber adoptado la postura de la física de mitad del siglo veinte, que considera que ciencia es solo lo que puede observarse objetivamente y medirse. Pero la física es una ciencia física, mientras que la economía trata sobre la gente. Al intentar crear una ciencia humana objetiva, los economistas han realizado simplificaciones “heroicas” sobre la naturaleza humana, describiendo al “hombre económico” como un ser motivado únicamente por el egoísmo y la codicia.

Nosotros, siendo tema de la ciencia económica, no sólo tenemos percepciones de la materia en cuestión –nosotros mismos-, sino también afectamos los patrones de comportamiento económico que dicha teoría intenta describir. Una cultura que cree que sólo el egoísmo es racional y que la codicia ilimitada es una característica humana universal, definirá al éxito en términos estrictamente materiales y se planteará pocas preguntas relativas a cómo éste es alcanzado. En este contexto, la cultura considerará como normales los escándalos energéticos y los balances dibujados, el fraude impositivo y los paraísos fiscales, la política sucia y la explotación del trabajo infantil. Hemos visto muchos casos en las últimas décadas. Enron y WorldCom, con las tragedias que implicaron para empleados y jubilados, inversores y clientes, son síntomas de esta cultura.

No culpo a la teoría económica por todo esto, pero considero que ella ha jugado un papel importante en darle forma a nuestra cultura económica –que se derrama sobre nuestra cultura social más amplia-. Necesitamos una nueva mirada de las realidades económicas –una nueva manera de hablar de lo que es importante económicamente- basada en una comprensión más clara de los comportamientos económicos y el bienestar humano. Un buen lugar donde comenzar es el tema de la competencia, en el que la realidad corporativa parece haber ido cambiando dramáticamente en los últimos ciento cincuenta años, primero en una dirección, luego en otra, pero donde la teoría se ha convertido en su mayor parte –salvo algunos nexos con la realidad- en algo crecientemente refinado y estrecho.

Una de las lecciones más importantes que un alumno de Economía aprende al comenzar a estudiar la carrera es que la competencia es una cosa buena. Es buena porque aumenta la eficiencia. Comúnmente, la eficiencia se considera buena en sí misma, pero si uno insiste y averigua para qué es buena, le dirán que incrementa las oportunidades de consumo haciendo posible la obtención de un mayor producto dado un cierto nivel de insumos. Si el resto permanece igual, esto suena como una excelente idea. Desde un punto de vista medioambiental, se usan menos materiales y energía para obtener un cierto producto. Desde el punto de vista de los trabajadores, las mejoras en eficiencia generalmente producen un mayor producto por trabajador, lo que podría implicar salarios más elevados o menos horas de trabajo, o ambos. Por supuesto que esto no siempre es así; en los años del boom de los 90, la productividad de la fuerza de trabajo aumentó dramáticamente, pero casi todos los beneficios fueron para los accionistas, en forma de ganancias, o para los directivos, en forma de salarios que se dispararon en el tope de la escala, y para los consumidores, que gozaron de precios más bajos. Desde el punto de vista de los consumidores, esto es lo positivo de la eficiencia: reduce los precios.

Otra manera en que los economistas se refieren a la eficiencia es diciendo que se trata de usar los recursos de la sociedad para maximizar la producción de los productos más valorados usando menos de los insumos más valorados y más de aquellos a los que la sociedad asigna menor valor. Entonces, cabe preguntarse ¿cómo se decide lo que la sociedad valora más? Algunas personas pueden pensar que los productos más valiosos para la sociedad incluyen buena nutrición, buena educación, buena salud y buenos vecindarios. Pero los valores de mercado de estas cosas no se corresponden muy bien con lo que podríamos llamar valor humano. Una joya o una mansión pueden costar bastante más que la comida, la salud, la educación y la vivienda para uno o varios niños en todo un año. Esto puede explicarse mediante una lección básica de Economía –que los precios se definen en la intersección entre lo que los proveedores pueden ofrecer, en las circunstancias de mercado existentes, y lo que los consumidores quieren, están dispuestos y pueden pagar. Tras esta historia hay de hecho bastante circularidad; las circunstancias de mercado que afectan la oferta son el resultado de los precios pero también un determinante parcial de los mismos. La variable más independiente de este cuadro está en el lado de la demanda: lo que los consumidores desean, están dispuestos y pueden pagar. El sistema de precios es, en última instancia, un sistema de “un dólar, un voto”.

Como de hecho la eficiencia gira en torno a producir más de los productos que la gente quiere y puede pagar, esto significa que los consumidores ricos obtienen muchos más votos que los pobres. Un sistema eficiente, para ponerlo en los términos más crudos, es uno altamente sensible a los deseos de los ricos. Si en el camino un proceso utiliza una gran cantidad de un insumo altamente valorado por mucha gente que tiene pocos votos-dólares, esto no lo convierte en ineficiente en términos económicos. La teoría económica tradicional no tiene manera de reconocer formalmente la validez de necesidades y deseos que no puedan expresarse en el mercado a través de poder adquisitivo.

Dicho sea de paso, es llamativo que en el enfoque tradicional el concepto de eficiencia no sea aplicado al consumo ni a la distribución: ¿no habría modos importantes de elevar el bienestar consumiendo de manera eficiente cosas que nos hicieran realmente felices en vez de cosas que están concebidas solo para hacernos querer más? Hay un creciente corpus de literatura que muestra que hay muy distintas clases de bienes de consumo: mayor cantidad de productos que otorgan status no mejora a la sociedad en su conjunto, mientras que el aumento de otros determinados tipos de productos sí contribuye consistentemente a la felicidad de la misma.

Espero que esto los haya tornado un tanto escépticos acerca de los valores que están implícitos en la Economía tradicional. Se indicaba que se considera buena a la competencia porque aumenta la eficiencia. Habiendo señalado ciertas dudas acerca del valor de la eficiencia –tal como se la entiende en términos económicos- ahora voy a expresar mis dudas acerca de la competencia.

En el corazón de la teoría económica tradicional que se enseña en las universidades de todo el mundo se presenta un modelo de competencia perfecta. Por un largo tiempo fui muy escéptica acerca del realismo de ese modelo. Parecía bastante obvio que el mundo no está proveyendo las condiciones necesarias para que exista una competencia perfecta. Por un lado, se asume que la competencia comúnmente ocurre entre empresas rivales, pero de hecho una enorme proporción de las transacciones económicas que se llevan a cabo hoy son transacciones intra-empresas, donde no hay mercado que imponga la competencia –cuando el brazo de IBM en Hong Kong vende partes a su par americana, la transacción puede valuarse mediante un mutuo acuerdo, o por decisión de un directivo de la empresa, considerando factores como es la tasa de impuestos y el lugar donde quieren que se evidencien las ganancias, en vez de basarse en fuerzas de mercado competitivas. Ignorando esta inmensa área de transacciones económicas cooperativas e intra-empresas, la teoría tradicional describe a la competencia perfecta como el resultado de una serie de requisitos formales. Entre ellos los siguientes:

-No se puede tener competencia perfecta en un mercado en el que los productos son diferenciados –no pueden existir marcas!

-No debe haber barreras que dificulten a las pequeñas empresas ingresar en un mercado y competir con firmas grandes ya establecidas.

-Todos los actores deben tener sino información perfecta, al menos la misma adecuada información. Por ejemplo, los consumidores deben saber tanto acerca de lo que compran como los vendedores, de modo que no haya desigualdad de poder.

-La tecnología no debe crear las actuales economías de escala que permitirían a las empresas crecer lo suficiente como para tener poder de mercado –esto es, disponer de la capacidad de fijar los precios a los que venden y compran.

-Y no debe haber externalidades (volveré sobre este tema en un próximo artículo).

Cuando se reúnen todas las condiciones para una competencia perfecta, la idea es que cada empresa esté forzada a minimizar los costos porque cualquier compañía que intentase vender por encima del menor precio posible perderá a todos sus clientes. Y esto es algo bueno porque de este modo los consumidores pueden hacer rendir su dinero obteniendo más productos. En la mayor parte del siglo XX, el comportamiento de la mayoría de las grandes empresas ni se acercó a este modelo. Wal-Mart, en cambio, es el contraejemplo más destacado para mi escepticismo.

Wal-Mart realmente se comporta como si funcionase en el mundo de la competencia perfecta que describe un libro de texto. Para empezar ayudó a crear, de una manera notable, al competidor minimizador de precios que había proyectado. Al hacerlo, Wal-Mart afectó significativamente la eficiencia de su entorno económico. Un informe de McKinsey estima que un 15-25 % de las ganancias en productividad de Estados Unidos a fines de los 90 fue producto del empeño de Wal-Mart por obtener eficiencia, e incluso le adjudicó a la firma cierta responsabilidad por la baja tasa inflacionaria de la década. Esta decisión de actuar como si el mundo real fuera el mundo de máxima competitividad del modelo económico neoclásico fue adoptada, a mi entender, voluntariamente por Sam Walton. El resultado fue, en muchas maneras, justo lo que los libros de texto habían previsto.

Otras compañías fueron obligadas a comportarse como minimizadoras de costos porque estaban perdiendo clientes por una empresa notablemente exitosa en minimizar sus propios costos. El resultado ha sido -otra vez, tal como fue previsto- eliminar la grasa sobrante del sistema. Todo costo innecesario está bajo escrutinio en las numerosas áreas en las que Wal-Mart se ha transformado en un jugador importante –desde productos para el hogar hasta vestimenta, desde música y revistas hasta computadoras. Cualquier costo innecesario…

El resultado que quizás no haya sido cabalmente anticipado por los más ardientes propulsores de la competencia es que los costos identificados en un principio como “innecesarios” incluían muchos aspectos de la vida económica que habían sido previamente aclamados como signos de progreso. Nuestra noción de progreso ha incluido la idea de que los salarios deberían ser suficientes como para mantener a los trabajadores y sus familias en un nivel de vida relativamente alto –de hecho muy alto en los Estados Unidos si se los compara con el resto del mundo. Progreso significaba que había un acuerdo social sobre la cantidad de horas de trabajo: la gente con trabajos muy atractivos en los escalafones superiores puede trabajar todo lo que desee, pero para trabajos menos atractivos, la semana de 35-40 horas se convirtió en la norma, y se había acordado que el trabajo fuera de horario sería pagado como extra. Había estrictas leyes que prohibían el trabajo de menores. Se esperaba que las condiciones de trabajo, especialmente las de aquellos trabajos en lugares encerrados, fueran seguras, saludables y no muy incómodas. Y había un acuerdo general que establecía que, salvo las compañías más pequeñas, todas las demás debían contribuir con programas para asistir a sus empleados mediante obras sociales y beneficios de retiro. Esta concepción de progreso comienza a cuestionarse cuando se desata en el mundo la competencia desregulada.

Para empezar, sienten la presión competitiva los empleados de Wal-Mart que trabajan como vendedores, cajeros o conserjes. Ustedes deben recordar haber leído historias sobre encierros nocturnos, trabajo extra impago y masiva resistencia a los sindicatos. Alguna de la competencia más virulenta ocurrió entre Wal-Mart y ciertos supermercados sindicalizados que proveían a sus trabajadores paquetes de salarios y beneficios en promedio 10$ más altos por hora que aquellos percibidos por los trabajadores de Wal-Mart. Las tiendas que pagaban estos costos “innecesarios” no podían competir con los tan bajos costos de Wal-Mart.

El salario promedio de los vendedores de Wal-Mart en Estados Unidos está por debajo de la línea de pobreza federal para una familia de tres. Algunos centros de empleo de Wal-Mart tienen línea directa con oficinas estatales de bienestar social que ayudan a sus trabajadores a acceder a cupones de comida, servicios de salud pública y otros servicios para los que éstos califican por su condición de pobreza. En este sentido, Wal-Mart es subsidiado por el público, que le posibilita proveer lo que son, en el contexto de Estados Unidos, salarios por debajo de la línea de subsistencia.

Si los salarios de Estados Unidos han sido deprimidos por el tipo de competencia en la que Wal-Mart descolla –y hay considerable evidencia de que esto es así-, la situación en países más pobres es incluso peor. Hay historias allá en Honduras, Bangladesh, China y Vietnam que describen condiciones de trabajo inseguras, insalubres e inhumanas, trabajo de menores, larguísimas horas de trabajo y lastimosamente bajos salarios.

Existe, desde ya, otra cara del efecto Wal-Mart. Al margen de su impacto sobre los salarios, Wal-Mart ha sido pionera de innovadoras eficiencias en gerenciamiento y en el manejo de las mercaderías, que han contribuido a reducir costos. La compañía ha utilizado su extraordinaria capacidad para detectar eficiencias de maneras realmente beneficiosas, reduciendo el uso de energía y otros impactos en el mundo natural. Y mucha gente puede comprar más cosas de las que podría haber comprado si no existiese este vendedor con costos tan bajos. De acuerdo a un estudio de 2002 realizado por UBS Warburg, un supercentro de Wal-Mart ofrece como promedio precios 14 % más bajos que los de sus rivales. Sin embargo, otros estudios han mostrado que una vez que Wal-Mart está bien afianzada en el rubro y ha eliminado a la competencia, entonces los precios tienden a subir de modo que la ventaja para los consumidores puede perderse.

Wal-Mart también provee muchos puestos de trabajo. De hecho, es el mayor empleador no gubernamental del mundo. Y no todos los trabajos son malos. Hay oportunidades de progreso en una corporación que promueve dos tercios de sus gerentes desde el piso de ventas. Pero esto depende de que se produzca una expansión constante; si llegase un momento en el que Wal-Mart no pudiera abrir al menos una tienda nueva por semana, la movilidad ascendente de sus trabajadores se detendrá. Mientras tanto, el efecto general ha sido el de reducir los niveles de compensación y las condiciones de trabajo. El grado de rotación que hay en Estados Unidos es la evidencia más contundente de este hecho: cada año Wal-Mart tiene que reemplazar el 44 % de sus trabajadores asalariados.

El mensaje resultante más importante es que cuando tiene lugar una competencia desregulada, el bienestar de los trabajadores se enfrenta con el de los consumidores. Como consumidores esto nos parece irresistible: el 82 % de los hogares americanos hicieron una compra en Wal-Mart en 2002 y dos de cada cinco mujeres americanas hacen una visita semanal a una tienda Wal-Mart. Los consumidores chinos consideran una salida a Wal-Mart como una fiesta y quedan fascinados por la calidad y variedad –no solo de productos occidentales, sino también de especialidades chinas que antes estaban solo disponibles en lugares aislados del país-. Pero si somos trabajadores, esta realidad nos afecta. Roxana Kahn, quien realiza auditorías de fábricas para Levi Strauss, Tommy Hillfiger y otras empresas americanas que se están tomando seriamente la necesidad de que sus proveedores del extranjero provean condiciones de trabajo decentes, lo resume así: “Cuando las empresas tienen que sobrevivir achicándose al máximo, los que sufren son los trabajadores”.

El cuadro que he descripto hasta ahora es el de un caso en el que el mercado parece haber funcionado exactamente como debería, al menos en el sentido de acercarse al ideal de la competencia perfecta. Hay una ideología a la que George Soros denomina “fundamentalismo económico” según la cual no existe nada de importancia económica que no sea logrado de modo mejor que a través del mercado. Quienes se adhieren a este punto de vista sostienen que cualquier problema que uno encuentra en nuestra economía es probablemente a causa de una entidad, en general el gobierno, que está haciendo tejemanejes con el mercado; y si tan solo pudiéramos liberar al mercado de ello –liberarlo de interferencias regulatorias o benefactoras-, alcanzaríamos el mejor de los mundos posibles. Desafortunadamente, este enfoque simplista y economicista es el que se promueve en la mayoría de los departamentos de Economía. Pero si uno quiere hacer que un economista vuelva a pensar, procure utilizar la palabra “externalidades”, que será justamente el tema del próximo artículo de esta serie publicada por Opinión Sur.

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