Jubileo de la Misericordia

En relación al Jubileo de la Misericordia que celebra desde este mes de diciembre la Iglesia Católica hemos decidido volver a publicar dos artículos referidos al tema. El primero, escrito en abril de 2013, señalaba que la misericordia (que Francisco destacaba con fuerza) se fortalece con el entendimiento. El segundo trae extractos de la Encíclica Evangelii Gaudium emitida en diciembre del mismo año 2013 que es la mejor respuesta del Papa que hubiésemos podido imaginar. Vale explicitar que Francisco no conoce Opinión Sur pero, milagroso o no, hubo una maravillosa sincronía.

Misericordia y entendimiento

Opinion Sur abril 2013 por Roberto Sansón Mizrahi

La misericordia se fortalece con el entendimiento de como nacen y se desarrollan los procesos que generan y reproducen las situaciones carenciales. Así, la misericordia se presentaría en dos dimensiones igualmente valiosas; una de cuidado y atención directa a necesitados y otra de trabajar para remover las causas que generan la situación en que ellos se encuentran. Entrelazados, misericordia y entendimiento pueden generar una tremenda sinergia transformadora.

Que mentes y corazones expresen misericordia mejoraría enormemente las relaciones humanas y lo creado por ellas. La misericordia puede ser enseñada y alentada con la prédica y el ejemplo de referentes sociales, políticos y religiosos; también de las personas y familiares que nos rodean. En última instancia, brota en nuestro interior a partir de la reflexión, la introspección o de una inspiración profunda que fluye desde muy diversas raíces.

Se define la misericordia como la disposición a compadecerse de los trabajos y miserias ajenos. Se manifiesta como un sentimiento de pena o compasión por los que sufren, que impulsa a ayudarles o aliviarles. Es tener un corazón solidario con aquéllos que tienen necesidad.

Al practicar y sentir misericordia ante el sufrimiento de otros seres emerge como afrenta la inadmisible pobreza e indigencia que aun azota a una enorme parte de la humanidad. No cabe en la realidad contemporánea que perdure la pobreza y peor aún la indigencia; existen los recursos y el conocimiento para acabar con la pobreza material de quienes la sufren y la espiritual de quienes la producen y reproducen.

Líderes sociales y religiosos, personas de buena voluntad, reafirman el llamado de ir al encuentro de los pobres y cubrir sus necesidades. En esa marcha la misericordia sincera, no los remedos de misericordia con que engañan cínicos e hipócritas, es de enorme ayuda porque crea un espacio crucial para llevar la disposición de eliminar la pobreza a todos los niveles del quehacer humano. Con ella se facilitan decisiones para cuidar al planeta y sus comunidades.

Es piadoso, generoso, humanitario mitigar la situación carencial de pobres e indigentes; es una acción que no admite dilaciones ni precondiciones y todo lo que pueda hacerse desde ese espacio de cuidado y amor hacia los demás no sólo vale ser impulsado sino que convoca a todos a involucrarnos. Sin embargo, la acción misericordiosa resulta insuficiente para resolver por sí sola las innumerables y graves situaciones carenciales.

La pobreza existe y se reproduce a través de los tiempos no como un hecho natural e inevitable sino como resultado del rumbo y la forma de funcionar que prevalece en cada fase histórica. Hay intereses cargados de codicia y egoísmo que en su desaforado afán de lucro generan la pobreza mientras que otros ofician de espectadores ante el dolor de los sufrientes. Para abatir la pobreza pesa fuerte un conjunto muy diverso de factores: desde cambiar valores y sentimientos hasta transformar el funcionamiento económico, pasando por lo que amordaza nuestra conciencia y asfixia la creatividad y determinación transformadora.

Si la desenfrenada codicia llegase algún día a desaparecer y el cuidado del prójimo estuviese internalizado en nuestro ser (utopía humanitaria), bien distinta sería la trayectoria del mundo. Lograrlo exige prédica y entendimiento. Sentir la injusticia, la inequidad, el ninguneo de los otros como males a doblegar es crítico; tan crítico como comprender por qué sucede lo que sucede y actuar en consecuencia.

Pobreza e indigencia son el resultado previsible y no inesperado de ciertos procesos económicos impuestos y sostenidos por poderosas minorías que detentan privilegios a costa de los demás. No es sencillo transformar dinámicas establecidas y consolidadas; quienes se favorecen con ellas cuentan con mecanismos institucionales (políticos, ideológicos, mediáticos, judiciales) para resistir transformaciones que afecten sus intereses.

Sin remover las causas que generan su existencia, la pobreza puede ser mitigada mas no resuelta con la acción misericordiosa. Existiendo los recursos y mecanismos necesarios para eliminar la pobreza, la misericordia necesita fortalecerse con el entendimiento de cómo nacen y se desarrollan los procesos que generan y reproducen la pobreza, para poder luego agregarle direccionalidad a las acciones que moviliza. La misericordia se presentaría entonces en dos dimensiones igualmente valiosas; una de cuidado y atención directa, urgente a necesitados y otra de trabajar para remover las causas que generan la situación en que se encuentran los necesitados.

Un importante eje de entendimiento pasa por comprender la estrecha relación que existe entre la existencia de pobreza y cómo se genera, distribuye y extrae valor, vale decir, el resultado del esfuerzo productivo. Según termine siendo esa ecuación socioeconómica estaremos en presencia de un proceso concentrador de la riqueza y los ingresos (con o sin crecimiento) o, alternativamente, podríamos transitar una trayectoria de desarrollo sustentable. Esto, por cierto, con las diferencias y singularidades que caracterizan toda situación y fase histórica.

Cuando el planeta entero se ve amenazado por la acción desaprensiva de quienes lo habitamos, cuando nuestras sociedades están quebradas por el privilegio de algunos a costa de los demás, cuando intereses espurios sostienen sistemas delictivos agravados, cuando la desorientación se encauza hacia el nihilismo y recurre a adicciones, cuando la justicia es injusta, la inequidad prima, la desigualdad gobierna, la corrupción enerva decisiones, cuando la política es desvalorizada intencionadamente, cuando los medios se tornan aliados del privilegio y la banalización de la vida, cuando educación y trabajo son desvalorizados, cuando nuestra propia significación existencial está en juego, cabe preguntarse sobre el rumbo que estamos siguiendo y si la organización social que nos hemos dado es la apropiada para esta marcha colectiva en este siglo XXI. Es aquí que la convergencia de misericordia y entendimiento se torna firme basamento para encarar nuevas búsquedas: un nuevo rumbo sistémico, solidario, responsable, justo, y una nueva forma de funcionar que vaya al encuentro de anhelos y necesidades; donde mecanismos sean tan sólo mecanismos y no objetivos en sí mismos. Así el mercado, la inversión, el ahorro, la competitividad, la tecnología, toda la macroeconomía, la mesoeconomía, la microeconomía, pasan a ser críticos mecanismos que es necesario conocer y bien utilizar para alinearlos con los nuevos rumbos y las formas de funcionar que adoptamos.

A pesar que el pensamiento hegemónico ha intentado uniformizar perspectivas, hay mucho escrito, pensado y debatido sobre nuevas opciones y otro tipo de trayectorias, lo que puede servir para ajustar el rumbo, transformar nuestras economías, eliminar trampas y hacer más plenas nuestras democracias, dando paso a un planeta sustentable y a países verdaderamente para todos (Ver entre otros textos, Un país para todos, Colección Opinión Sur).

Misericordia y entendimiento, motivación y efectividad, llevan a elevar la mirada, a comprender dinámicas subyacentes, a erguirse por sobre desencuentros. Entrelazados misericordia y entendimiento pueden generar una tremenda sinergia transformadora que no es, nunca lo fue, patrimonio de elegidos ni de privilegiados; es un llamado que nos involucra a todos, un esfuerzo abierto a la participación de fuerzas sociales, religiosas, políticas y económicas.

Consideraciones socioeconómicas del Papa Francisco

Opinion Sur, Diciembre 2013

En un reciente documento, Evangelii Gaudium, el Papa Francisco formula importantes consideraciones socioeconómicas sobre la realidad contemporánea. Opinión Sur ha seleccionado algunos de los párrafos más significativos para compartir con sus lectores. El propósito del documento es mejorar la acción evangelizadora e indicar caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años, temas que no son cubiertos por Opinión Sur. Vale aclarar entonces que las apreciaciones socioeconómicas fueron utilizadas para situar esa tarea en el contexto del mundo actual.

(Para leer texto completo seguir este link).

(i) Así como el mandamiento de «no matar» pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir «no a una economía de la exclusión y la inequidad». Esa economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida. Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del «descarte» que, además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son «explotados» sino desechos, «sobrantes».

(ii) En este contexto, algunos todavía defienden las teorías del «derrame», que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante. Mientras tanto, los excluidos siguen esperando. Para poder sostener un estilo de vida que excluye a otros, o para poder entusiasmarse con ese ideal egoísta, se ha desarrollado una globalización de la indiferencia. Casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe. La cultura del bienestar nos anestesia y perdemos la calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos altera.

(iii) La crisis financiera que atravesamos nos hace olvidar que en su origen hay una profunda crisis antropológica: ¡la negación de la primacía del ser humano! Mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz. Este desequilibrio proviene de ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera. De ahí que nieguen el derecho de control de los Estados, encargados de velar por el bien común. Se instaura una nueva tiranía invisible, a veces virtual, que impone, de forma unilateral e implacable, sus leyes y sus reglas. Además, la deuda y sus intereses alejan a los países de las posibilidades viables de su economía y a los ciudadanos de su poder adquisitivo real. A todo ello se añade una corrupción ramificada y una evasión fiscal egoísta, que han asumido dimensiones mundiales. El afán de poder y de tener no conoce límites. En este sistema, que tiende a fagocitarlo todo en orden a acrecentar beneficios, cualquier cosa que sea frágil, como el medio ambiente, queda indefensa ante los intereses del mercado divinizado, convertidos en regla absoluta.

(iv) La ética suele ser mirada con cierto desprecio burlón. Se considera contraproducente, demasiado humana, porque relativiza el dinero y el poder. Se la siente como una amenaza, pues condena la manipulación y la degradación de la persona.

(v) Hoy en muchas partes se reclama mayor seguridad. Pero hasta que no se reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos será imposible erradicar la violencia. Se acusa de la violencia a los pobres y a los pueblos pobres pero, sin igualdad de oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano provocará su explosión. Cuando la sociedad –local, nacional o mundial– abandona en la periferia una parte de sí misma, no habrá programas políticos ni recursos policiales o de inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la tranquilidad. Esto no sucede solamente porque la inequidad provoca la reacción violenta de los excluidos del sistema, sino porque el sistema social y económico es injusto en su raíz. Así como el bien tiende a comunicarse, el mal consentido, que es la injusticia, tiende a expandir su potencia dañina y a socavar silenciosamente las bases de cualquier sistema político y social por más sólido que parezca. Si cada acción tiene consecuencias, un mal enquistado en las estructuras de una sociedad tiene siempre un potencial de disolución y de muerte. Es el mal cristalizado en estructuras sociales injustas, a partir del cual no puede esperarse un futuro mejor.

(vi) Los mecanismos de la economía actual promueven una exacerbación del consumo, pero resulta que el consumismo desenfrenado unido a la inequidad es doblemente dañino del tejido social. Así la inequidad genera tarde o temprano una violencia que las carreras armamentistas no resuelven ni resolverán jamás. Sólo sirven para pretender engañar a los que reclaman mayor seguridad, como si hoy no supiéramos que las armas y la represión violenta, más que aportar soluciones, crean nuevos y peores conflictos. Algunos simplemente se regodean culpando a los pobres y a los países pobres de sus propios males, con indebidas generalizaciones, y pretenden encontrar la solución en una «educación» que los tranquilice y los convierta en seres domesticados e inofensivos. Esto se vuelve todavía más irritante si los excluidos ven crecer ese cáncer social que es la corrupción profundamente arraigada en muchos países –en sus gobiernos, empresarios e instituciones– cualquiera que sea la ideología política de los gobernantes.

(vii) En la cultura predominante, el primer lugar está ocupado por lo exterior, lo inmediato, lo visible, lo rápido, lo superficial, lo provisorio. Lo real cede el lugar a la apariencia. En muchos países, la globalización ha significado un acelerado deterioro de las raíces culturales con la invasión de tendencias pertenecientes a otras culturas, económicamente desarrolladas pero éticamente debilitadas.

(viii) Aunque hay ciudadanos que consiguen los medios adecuados para el desarrollo de la vida personal y familiar, son muchísimos los «no ciudadanos», los «ciudadanos a medias» o los «sobrantes urbanos». La ciudad produce una suerte de permanente ambivalencia, porque, al mismo tiempo que ofrece a sus ciudadanos infinitas posibilidades, también aparecen numerosas dificultades para el pleno desarrollo de la vida de muchos. Esta contradicción provoca sufrimientos lacerantes. En muchos lugares del mundo, las ciudades son escenarios de protestas masivas donde miles de habitantes reclaman libertad, participación, justicia y diversas reivindicaciones que, si no son adecuadamente interpretadas, no podrán acallarse por la fuerza. Lo que podría ser un precioso espacio de encuentro y solidaridad, frecuentemente se convierte en el lugar de la huida y de la desconfianza mutua. Las casas y los barrios se construyen más para aislar y proteger que para conectar e integrar.

(ix) La solidaridad es una reacción espontánea de quien reconoce la función social de la propiedad y el destino universal de los bienes como realidades anteriores a la propiedad privada. La posesión privada de los bienes se justifica para cuidarlos y acrecentarlos de manera que sirvan mejor al bien común, por lo cual la solidaridad debe vivirse como la decisión de devolverle al pobre lo que le corresponde. Estas convicciones y hábitos de solidaridad, cuando se hacen carne, abren camino a otras transformaciones estructurales y las vuelven posibles. Un cambio en las estructuras sin generar nuevas convicciones y actitudes dará lugar a que esas mismas estructuras tarde o temprano se vuelvan corruptas, pesadas e ineficaces.

(x) A veces se trata de escuchar el clamor de pueblos enteros, de los pueblos más pobres de la tierra, porque «la paz se funda no sólo en el respeto de los derechos del hombre, sino también en el de los derechos de los pueblos». Lamentablemente, aun los derechos humanos pueden ser utilizados como justificación de una defensa exacerbada de los derechos individuales o de los derechos de los pueblos más ricos. Respetando la independencia y la cultura de cada nación, hay que recordar siempre que el planeta es de toda la humanidad y para toda la humanidad, y que el solo hecho de haber nacido en un lugar con menores recursos o menor desarrollo no justifica que algunas personas vivan con menor dignidad. Hay que repetir que «los más favorecidos deben renunciar a algunos de sus derechos para poner con mayor liberalidad sus bienes al servicio de los demás». Para hablar adecuadamente de nuestros derechos necesitamos ampliar más la mirada y abrir los oídos al clamor de otros pueblos o de otras regiones del propio país. Necesitamos crecer en una solidaridad que «debe permitir a todos los pueblos llegar a ser por sí mismos artífices de su destino», así como «cada hombre está llamado a desarrollarse».

(xi) La necesidad de resolver las causas estructurales de la pobreza no puede esperar, no sólo por una exigencia pragmática de obtener resultados y de ordenar la sociedad, sino para sanarla de una enfermedad que la vuelve frágil e indigna y que sólo podrá llevarla a nuevas crisis. Los planes asistenciales, que atienden ciertas urgencias, sólo deberían pensarse como respuestas pasajeras. Mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de los pobres, renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y de la especulación financiera y atacando las causas estructurales de la inequidad, no se resolverán los problemas del mundo y en definitiva ningún problema. La inequidad es raíz de los males sociales.

(xii) La dignidad de cada persona humana y el bien común son cuestiones que deberían estructurar toda política económica, pero a veces parecen sólo apéndices agregados desde fuera para completar un discurso político sin perspectivas ni programas de verdadero desarrollo integral. ¡Cuántas palabras se han vuelto molestas para este sistema! Molesta que se hable de ética, molesta que se hable de solidaridad mundial, molesta que se hable de distribución de los bienes, molesta que se hable de preservar las fuentes de trabajo, molesta que se hable de la dignidad de los débiles, molesta que se hable de un Dios que exige un compromiso por la justicia.

(xiii) Ya no podemos confiar en las fuerzas ciegas y en la mano invisible del mercado. El crecimiento en equidad exige algo más que el crecimiento económico, aunque lo supone, requiere decisiones, programas, mecanismos y procesos específicamente orientados a una mejor distribución del ingreso, a una creación de fuentes de trabajo, a una promoción integral de los pobres que supere el mero asistencialismo. Estoy lejos de proponer un populismo irresponsable, pero la economía ya no puede recurrir a remedios que son un nuevo veneno, como cuando se pretende aumentar la rentabilidad reduciendo el mercado laboral y creando así nuevos excluidos.

(xiv) La economía, como la misma palabra indica, debería ser el arte de alcanzar una adecuada administración de la casa común, que es el mundo entero. Todo acto económico de envergadura realizado en una parte del planeta repercute en el todo; por ello ningún gobierno puede actuar al margen de una responsabilidad común. De hecho, cada vez se vuelve más difícil encontrar soluciones locales para las enormes contradicciones globales, por lo cual la política local se satura de problemas a resolver. Si realmente queremos alcanzar una sana economía mundial, hace falta en estos momentos de la historia un modo más eficiente de interacción que, dejando a salvo la soberanía de las naciones, asegure el bienestar económico de todos los países y no sólo de unos pocos.

(xv) Siempre me angustió a situación de los que son objeto de las diversas formas de trata de personas. Quisiera que se escuchara el grito de Dios preguntándonos a todos: «¿Dónde está tu hermano?» ¿Dónde está tu hermano esclavo? ¿Dónde está ese que estás matando cada día en el taller clandestino, en la red de prostitución, en los niños que utilizas para mendicidad, en aquel que tiene que trabajar a escondidas porque no ha sido formalizado? No nos hagamos los distraídos. Hay mucho de complicidad. ¡La pregunta es para todos! En nuestras ciudades está instalado este crimen mafioso y aberrante, y muchos tienen las manos preñadas de sangre debido a la complicidad cómoda y muda.

(xvi) La paz social no puede entenderse como un irenismo o como una mera ausencia de violencia lograda por la imposición de un sector sobre los otros. También sería una falsa paz aquella que sirva como excusa para justificar una organización social que silencie o tranquilice a los más pobres, de manera que aquellos que gozan de los mayores beneficios puedan sostener su estilo de vida sin sobresaltos mientras los demás sobreviven como pueden. Las reivindicaciones sociales, que tienen que ver con la distribución del ingreso, la inclusión social de los pobres y los derechos humanos, no pueden ser sofocadas con el pretexto de construir un consenso de escritorio o una efímera paz para una minoría feliz. La dignidad de la persona humana y el bien común están por encima de la tranquilidad de algunos que no quieren renunciar a sus privilegios. Cuando estos valores se ven afectados, es necesaria una voz profética.

(xvii) Una paz que no surja como fruto del desarrollo integral de todos, tampoco tendrá futuro y siempre será semilla de nuevos conflictos y de variadas formas de violencia. Ante el conflicto, algunos simplemente lo miran y siguen adelante como si nada pasara, se lavan las manos para poder continuar con su vida. Otros entran de tal manera en el conflicto que quedan prisioneros, pierden horizontes, proyectan en las instituciones las propias confusiones e insatisfacciones y así la unidad se vuelve imposible. Pero hay una tercera manera, la más adecuada, de situarse ante el conflicto. Es aceptar sufrir el conflicto, resolverlo y transformarlo en el eslabón de un nuevo proceso. «¡Felices los que trabajan por la paz!»

(xviii) Es hora de saber cómo diseñar, en una cultura que privilegie el diálogo como forma de encuentro, la búsqueda de consensos y acuerdos, pero sin separarla de la preocupación por una sociedad justa, memoriosa y sin exclusiones. El autor principal, el sujeto histórico de este proceso, es la gente y su cultura, no es una clase, una fracción, un grupo, una élite. No necesitamos un proyecto de unos pocos para unos pocos, o una minoría ilustrada o testimonial que se apropie de un sentimiento colectivo. Se trata de un acuerdo para vivir juntos, de un pacto social y cultural.

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