De la desigualdad hacia la responsabilidad

No se trata sólo de abatir la desigualdad y lograr mayor igualdad de oportunidades sino también de enaltecer la responsabilidad social, política, ambiental. ¿De que valdría salir del oprobio de la desigualdad para caer en el de la irresponsabilidad social, ambiental y política? El pasaje de la desigualdad a la igualdad es condición necesaria pero no suficiente para asegurar un desarrollo sustentable; debe lograrse pero, al hacerlo, habrá que cambiar valores y actitudes. La responsabilidad trae consigo una nueva serie de criterios orientadores y ordenadores de las conductas individuales que nada tiene que ver con lanzar al mercado una nueva ola de destructores del medio ambiente, de la armonía social, del respeto por el otro y de la cooperación con los demás. Felizmente cada vez se hace más presente en la conciencia ciudadana y en la agenda política la noción que es necesario abatir la desigualdad. Esto ya es un paso adelante respecto a seguir viviendo en sociedades muy desiguales como si fuese algo natural, permanente, inevitable. En esas sociedades los ciudadanos actúan preocupados por su propio bienestar pero anestesiados por lo que le sucede a los demás; miran para otro lado, ignoran las complejas relaciones que nos vinculan a todos, sensibles –cuando lo son- sólo por su familia y los amigos cercanos. El resto, aquel inmenso universo de otros seres humanos, se lo considera apenas parte del contexto en el cual nos toca vivir.

Sin embargo, cualquiera que pueda erguirse por sobre la ignorancia y la estupidez sabe que la situación de los otros, de una forma u otra, directa o indirectamente, influye en nuestro propio devenir. Cuando prima la desigualdad no sólo se abandona a quienes quedan rezagados sino que también se afecta el funcionamiento del conjunto social.

En otros artículos de Opinión Sur hemos explicitado cómo la desigualdad quiebra las bondades de un crecimiento orgánico; cómo se desfasa una demanda efectiva cada vez más segmentada respecto a una oferta productiva vigorosa alentada por el tremendo desarrollo tecnológico contemporáneo; cómo la concentración de los ingresos también se expresa en la concentración del ahorro, cómo se desvía la inversión de la economía real hacia la especulación financiera; cómo en ese proceso se exacerba la avaricia y se esconden riesgos; cómo el patrón de consumo se torna cada vez más superfluo y cómo la publicidad lo irradia al conjunto de la sociedad; cómo el sistema económico procura evitar el estrangulamiento de los mercados no acudiendo a mejorar ingresos genuinos sino al endeudamiento de los consumidores; cómo caemos entonces en un peligroso sobre-endeudamiento que da lugar a tremendas burbujas financieros que un buen día explotan con devastadores efectos. Mencionamos también que ese proceso económico tiene un correlato a nivel político sosteniendo instituciones que posibilitan ese tipo de funcionamiento y que ciertas usinas de pensamiento estratégico justifican el orden imperante ignorando la debacle que germina bajo la superficie.

Un crecimiento como el descripto – concentrador, anclado en el propio interés, exitoso para algunos e indiferente al sufrimiento de los demás- genera valores, ideas, actitudes, comportamientos, que hacen posible que se reproduzca como tal. La pregunta obvia es cómo pueden enormes mayorías ser sometidas a esa situación y a sus demoledores efectos.

Las respuestas son diversas, como diversas son las circunstancias y la historia de cada situación específica. Hay culturas donde la resignación al orden establecido, el respeto a la autoridad tradicional está arraigada en creencias y tradiciones. No son pocas las sociedades donde el poder político, económico y comunicacional vienen asociados y se complementan funcionalmente. Hay comunidades que fueron desarticuladas como tal por sangrientas dictaduras, conflictos étnicos o catástrofes naturales; algunas huyeron de su medio por razones económicas y son migrantes vulnerables en tierra extraña; muchas fueron sometidas por minorías con mayor poder de coacción.

En toda situación coexisten personas y organizaciones con muy diversas necesidades, intereses, valores y emociones; esto es siempre así. Vivimos en contextos que son esencialmente heterogéneos, a veces con profundas y aparentemente irreconciliables diferencias, otras veces con sólo diversidad de matices. El hecho es que esa diversidad existe y, a pesar de los intentos por eliminarla, permanece y se reproduce a través del tiempo porque es inherente a la naturaleza de los grupos humanos.

Es difícil explicar entonces que a pesar de lo que enseña la larga y dolorosa historia de la humanidad se siga queriendo eliminar al otro, o hacerlo como uno, doblegarlo, someterlo, en lugar de conciliar intereses y necesidades, de trabajar por convergencias, por buscar complementariedades, por identificar sinergías y nuevas formas de ayudar respetando y preservando la diversidad de las individualidades.

Cuando emergieron sistemas democráticos, los diversos tipos y formas de democracia, se abrió un rayo de esperanza. En democracia las diferencias de intereses, los conflictos y tensiones inherentes al funcionar social, son encarados e intentan ser resueltos por medios pacíficos, a través de acuerdos que son, a veces, generosos y entrañan desprendimiento y, otras veces, terminan siendo el resultado de muy duros “toma y daca”. El problema es que las democracias son imperfectas y muchas veces preservan en su interior profundas injusticias y desigualdades.

Quizás esto corresponda a una cierta fase del desarrollo de las democracias, estadíos de democracias que son más formales que plenas. Democracias donde algunos intereses se atrincheran en privilegios y con los medios a su alcance –que suelen ser considerables- resisten cambios que podrían dar paso a mayor igualdad y armonía social. Uno de los principales desafíos de este siglo XXI es preservar las democracias profundizándolas en lo económico y social; defender derechos individuales sustentados en la libertad de conciencia que tanto costó conquistar, al tiempo que aseguramos justicia social, mayor igualdad de oportunidades para todos sin discriminación alguna.

Hoy esta aspiración pasa por abatir desigualdad entre países y al interior de cada país, y en eliminar por completo la pobreza y la indigencia donde quiera se encuentre. Objetivo con el que es fácil coincidir pero cuya resolución suscita controversias porque, para superar resistencias, es imprescindible encarar la compleja tarea de alinear aquellos múltiples y diversos intereses, necesidades, valores y emociones, arriba mencionados.

Por otra parte, no se trata tan sólo de pasar de la desigualdad a la igualdad sino, además, enaltecer la responsabilidad social, política, ambiental. ¿De que valdría salir del oprobio de la desigualdad para caer en el de la irresponsabilidad social, ambiental y política? El pasaje de la desigualdad a la igualdad es condición necesaria pero no suficiente para asegurar un desarrollo sustentable. Por supuesto que debe lograrse pero, al hacerlo, habrá que cambiar también el comportamiento de las personas, tanto de quienes se beneficiaban con la desigualdad como de quienes accederán a oportunidades que antes les estaban vedadas.

La responsabilidad trae consigo una nueva serie de criterios orientadores y ordenadores de las conductas individuales. Flaco favor le haríamos al desarrollo sustentable lanzando al mercado una nueva ola de destructores del medio ambiente, de la armonía social, del respeto al otro y de la cooperación con los demás.

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