Ajuste o transformación

En la actual coyuntura global “ajuste” y “transformación” representan muy distintas opciones socioeconómicas. El “ajuste” aplicado por los países europeos se centra en restaurar la dinámica de pre-crisis a partir de abatir su enorme déficit fiscal y alto nivel de endeudamiento. Por su parte, el resto de países encara profundos procesos de cambio; unos copiando la forma como funcionan los países afluentes, otros procurando transformar la dinámica generadora de la concentración económica contemporánea. Espacio conocido el del “ajuste”; trayectorias diversas y en proceso de construcción las de la transformación. Hay cierta confusión en el uso de los términos “ajustar” y “transformar”. Esa confusión es inducida por intereses que intentan sacar provecho de la misma pero es facilitada por el desconocimiento de amplios segmentos de la opinión pública sobre esa manipulación y, muy especialmente, de las implicaciones asociadas con tan diferentes visiones.

Antes que nada vale reflexionar que las circunstancias políticas y sociales pueden cargar de nueva significación a ciertas palabras. Anteriormente, movimientos e ideologías diversas solían practicar transformaciones y ajustes de lo que hacían y predicaban sin que esas palabras significasen por sí mismas una determinada orientación política. Hoy mismo, cuando una situación se torna insostenible y se impone encarar otro curso de acción, se señala que es necesario un ajuste de rumbo. Pero lo que en verdad importa es si ese ajuste será restaurador o transformador de las circunstancias que generaron los problemas y la inestabilidad que se procura resolver. En todo caso y más allá de las 17 acepciones que el Diccionario de la Lengua Española le asigna a la palabra “ajustar”, es imposible ignorar que “el ajuste” se ha cargado con una específica connotación.

Es que a partir del Consenso de Washington para los países del Hemisferio Sur y de la gran crisis contemporánea para Estados Unidos y los países europeos, “el ajuste” se ha asociado con una cierta política socioeconómica: aquella que encara las crisis centrándose en reducir el gasto público y el fuerte endeudamiento del Estado. En ese enfoque, nivelar las cuentas públicas restablecería el “normal” funcionamiento económico, si bien con un inmenso costo social. Desde ahí resurgiría el crecimiento y se retornaría a la plena vigencia y operación de los mercados como ordenadores de las millones de decisiones que se toman cotidianamente en todos los rincones del país y del planeta. Quienes detentan el poder de decisión procuran con estas medidas evitar el colapso de una cierta forma de funcionar y, con ella, de los intereses que la han sostenido y motorizado, en particular, del capital financiero. Poco preocupa que la dinámica económica prevaleciente hubiese generado una tremenda concentración de la riqueza y, por ende, una igualmente enorme desigualdad.

El ajuste así concebido tiene implicaciones en cuanto a justicia social y distribución del ingreso; en cuanto al papel del capital financiero para imponer hacia dónde se canaliza el ahorro (a especular o a financiar producción); en cuanto a las “externalidades” que hacen a la destrucción del medio ambiente, al desborde del consumismo irresponsable, al daño a la cohesión social, a las amenazas a una efectiva gobernabilidad democrática y a la pérdida de sustentabilidad del propio crecimiento económico.

En cambio, la palabra transformación pasó a representar a otra política socioeconómica que busca cambiar el rumbo y la forma de funcionar de los países y del sistema global. En esta perspectiva, transformación implica avanzar hacia un desarrollo sustentable que combine equidad con crecimiento orgánico, respetando modalidades propias para cada país y ajustándose a las cambiantes circunstancias que caracterizan a toda realidad. Se acepta la responsabilidad fiscal pero basada en la justicia distributiva y en un reparto equitativo de cargas, esfuerzos y resultados. No se entrega el timón de la economía a los mercados sino que se utiliza el poder público para orientarlos en una nueva dirección; una que no reproduzca las desastrosas “externalidades” (en verdad casi inevitables y esperables consecuencias) de la presente forma de funcionar.

Transformación también implica promover valores muy distintos a la desaforada codicia de buena parte del mundo financiero y al ninguneo con que se condena a los segmentos más vulnerables que son nuestras mayorías. Esta visión prioriza el fortalecimiento de la cohesión social que sirve de sustento a una democracia más plena en lo político, social y económico.

Dentro de la transformación hay mucho que ajustar, enmendar, corregir, mejorar, para enriquecer trayectorias y afirmar el rumbo escogido. Pero ese “ajustar” no es el “ajuste” restaurador de un orden de cosas que lleva a recurrentes implosiones, a una creciente concentración económica con su contra cara de desigualdad, pobreza e indigencia.

Es el caso, por ejemplo, cuando se ajusta la forma como se otorgan los subsidios de modo que lleguen sólo a los que realmente los necesitan y no indiscriminadamente a toda la población. En este caso no se trata tan sólo de un corte de subsidios sino que se cambia su distribución: los que más tienen ya no los recibirán y los que menos tienen seguirán con ellos. Lo crítico es que con este ahorro en el gasto público, el Estado podrá cubrir necesidades de infraestructura social y productiva sin acudir a endeudamiento o a una mayor emisión. Es una forma de mejorar la distribución del ingreso, fortalecer las finanzas públicas y contribuir a reducir presiones inflacionarias. Estas medidas hacen parte y refuerzan el cambio de rumbo de un país, impulsan su transformación y su marcha hacia un desarrollo más justo y sustentable.

Claro que podría preguntarse porqué no se aplicó desde un comienzo la política de sólo focalizar los subsidios en quienes necesitaban ese apoyo económico. Las respuestas pueden ser diversas. Por de pronto, la conmoción del momento en que se toman las primeras decisiones fuerza a acelerar decisiones sin tiempo para afinarlas y para despejar ignorancia e improvisación. Al mismo tiempo, pueden existir sectores capaces de desarrollar ventajas competitivas sustentables pero que requieren de ciertos apoyos iniciales para poder posicionarse en un mercado global altamente competitivo, tal como sucedió en el pasado con muchísimos sectores de los países afluentes. También es cierto que hay fases en el desarrollo de los países donde lo que se requiere sin demora es una inyección masiva de recursos públicos en la economía: es el caso cuando se atraviesa una grave emergencia social o cuando, a la salida de una crisis, es necesario reavivar el mercado interno para apuntalar una incipiente recuperación. Una vez superadas esas circunstancias tocará ajustar las políticas aplicadas e incluso transformar su naturaleza, como cuando al ceder una emergencia social se puede paulatinamente virar de subsidiar el consumo popular hacia financiar el establecimiento de emprendimientos productivos inclusivos.

Vale entonces explicitar que nuestros países encaran bien diferentes opciones y que, en ese contexto, las políticas socioeconómicas que sostienen un nuevo rumbo no pueden permanecer inmutables; necesitan ir transformándose a medida que se avanza y toca encarar los cambiantes desafíos. Esta constatación, casi una perogrullada, no debiera ser ignorada ya que se arriesgaría trabar el propio proceso de transformación. Con el paso del tiempo y los cambios de circunstancias, hasta las políticas transformadoras deben ajustarse, transformarse.

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